Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
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СКАЧАТЬ el mismo momento en que Mejía dejó, por circunstancias ajenas, la casa paterna para comenzar a buscar en Medellín su propio camino mediante la acción y las palabras, Saint-Exupéry (1939) algo que bien podría ser apropiado por el joven Mejía:

      Se es un hombre por una patria, un oficio, una civilización, una religión. Pero para apropiarse de tales seres, es indispensable fundarlos en sí mismo. Donde no existe el sentimiento de la patria, ningún lenguaje transportará esos seres. No se funda en sí el Ser si no está mediado por los actos. (pp. 230-231)45

      En ese momento el joven Mejía solo deseaba una cosa: trasegar por el mundo, y así lo confiesa el protagonista de La tierra éramos nosotros: «siempre he soñado con viajar» (p. 153). Viajar es en él un acto mayor e impostergable: viajar para conocer otros modos de ser, otras culturas, otras maneras de pensar e imaginar el mundo, cosa que hará pocos años después. Aunque aún es el asombrado soñador —que nunca dejará de serlo—, todo lo motiva a la acción como veremos luego. Hay algo en su espíritu inconforme que, apenas franqueado los veinte años, intuye que lo llevará lejos, porque no podrá acomodarse jamás al statu quo del mundo que le tocó como cuna. Pero siempre, no importa donde vaya, el rincón de la patria chica es indestronable. Es su Ítaca, como también lo será el oficio de escritor, oficio exclusivo y excluyente. Esto dice Mejía en La tierra éramos nosotros:

      Vine a la tierra para seguir cavilando. La naturaleza es el mejor libro para quien sabe leerlo. A su contacto me siento libre, sin ese aire de ciudad que asfixia. América necesita novelistas de su tierra y de sus hombres, y tal vez pueda ser uno de ellos […] Quiero estar en todas partes, ser todo, saberlo todo. ¡No seré nada! ¡Necesito despertar! ¡Necesito vivir! Conocer, viajar, sentir y más sentir. Quien no siente no vive. Aumentar los ímpetus rebeldes entre las montañas de mi tierra. Imaginar caminos a orillas de ríos tormentosos o apacibles. Contemplar junto a la ribera del océano y soñar con sirenas que en alguna isla habitan. Y en barco repasar todos los puertos […] Meter el alma por agujeros que lleven a lo desconocido; dormir en cavernas de esquimales y en rascacielos neoyorquinos […] Ejercitar todos los sentidos. Ser pirata de la vida, tahúr del amor, prestigitador de las emociones. Y pecar para sentir con honda embriaguez lo bello. Porque para contemplar la belleza y sentirla en toda su intensidad satánica y destructora, es necesario asomarse por la ventanilla del pecado. (p. 153)

      Sorprende esta última frase en boca de un joven criado en el campo con limitados recursos bibliográficos, que está dispuesto a desafiar todo lo convencional y la moral enclaustrada del medio. Tal espíritu rebelde lo acerca a aquella idea de los poetas malditos franceses de finales del siglo XIX, vista desde una perspectiva moral y estética distinta a la moral y estética establecida: «¿Qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado por un segundo lo infinito del goce?» (Baudelaire, 1948, p. 15)46. Esta idea del poeta francés será, a su manera, un baluarte en Mejía, siempre dispuesto a desafiar las morales convencionales, los ritualismos y forma fijas, por eso su amigo y aliado de siempre es el Diablo. Años antes de que Mejía ingresara al Instituto de Bellas Artes de Medellín en 194147, su sensibilidad por la pintura se había ido formando a la sombra de la espléndida y luminosa naturaleza del suroeste y, en particular, por admiración a su madre que plasmaba pictóricamente lo que contemplaba a su alrededor. Una de las cosas que mejor recordaba de su infancia era cuando ella salía al campo a pintar el paisaje. Ese acto, mediado por una mirada desprevenida y llena de asombro, era para él

      Un milagro: descubrir cómo raptar las cosas de afuera y ponerlas en el lienzo. Eso me sacudió. Siempre que ella dibujaba yo me le arrimaba. Una tarde vi el paisaje que ella terminaba en la tapa de galletas inglesas: ahí sentí por primera vez la belleza. Sentí el mundo. Lo vi por primera vez. (Hoyos, 1975, p. 241)

      A partir de ese momento, el dibujo y la escritura se convirtieron en una necesidad básica y una manera de proyectar la fuerza de las cosas. La madre sería siempre una presencia fundamental porque estuvo, desde la sombra, a su lado para impulsar todos sus proyectos, incluso para la publicación de su primera novela como se verá luego. Ella fue la interlocutora en la correspondencia del adolescente cuando Mejía se instaló en Medellín en casa de su tía Jesusita Vallejo48, mientras su familia permanecía en la hacienda Pipintá. El siguiente poema a su madre muestra la dimensión de ella y todo lo que significó para él; Mejía exalta esa imagen amada invocando la naturaleza, elemento esencial en la vida de madre e hijo. Así, después de cada estrofa en la que habla de la madre, casi siempre intercala otra sobre la naturaleza, en lo que esta tiene de esencial, extraordinaria y bella:

      Sensación tardía

      Recuerdo el asombro de sus ojos

      marcados por la angustia de dos cejas en ala.

      Recuerdo su silencio, su soledad, su llanto,

      sus fluviales palabras.

      (Aroma de eneldo y de romero,

      espigas en los carrizales.

      Voces de adiós en los caminos

      efluvios de nube y tarde).

      Desde el balcón bañaban sus ojos el paisaje

      si me iba a buscar caminos por el bosque.

      Y siempre que volvía, nacía en su sonrisa,

      en su voz, en su entraña.

      Jadeaba la infancia retozona

      en mortiños y arrayanes.

      (Pájaros azules en las rocas.

      Cavernas de agua y espuma.

      Río nocturno, cauce hondo,

      y entre gajos la luna madura).

      La recuerdo en las hojas de un libro

      o bordando unas frutas de mantel familiar

      que hacían grato el pan en el cedro y en el lino.

      (Silbos nacidos en los juncos.

      Alas perdidas en su vuelo.

      Y un pedazo de crepúsculo, dejado

      en las ramas de un ceibo).

      Se dobló mi niñez en su mano amorosa,

      mis veinte años nacieron desde un surco en su frente.

      La veo cuando murió mi padre.

      Voces sonámbulas. Galope de caballos.

      Rezos gemidos en la sombra.

      Una luna de sangre sobre el monte,

      un retazo de cielo entre las hojas.

      Después doblé caminos por el mundo.

      Si volvía —hondos cansancios sin ecos—

      ella abría los brazos para estrechar mi errancia.

      Y viendo mi paso vagar aún sin camino

      mirábamos abrirse la ventana.

      (Pompas de lluvia en los charcos.

      Viento de olvido en los helechos.

      Niebla СКАЧАТЬ