Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa страница 7

СКАЧАТЬ A aquella escuela iban tanto los hijos y familiares de los Mejía como los hijos de los peones de la hacienda. La vida del campo y los aprendizajes primeros eran la perspectiva de mundo que se tenía: mundo cerrado, único, apacible. Así creció Mejía creyendo que

      No había más para aprender que lo que nos enseñaba nuestra institutriz, y que la vida era para vivirla en la tierra, buenamente, con la oración de la mañana, el trabajo del día y el descanso de la noche. Apenas si conocíamos la vida sin gracia en el pueblo. (TEN, p. 46)

      Mejía cursó los últimos años de la primaria y comienzos de secundaria en el municipio de Jardín. Allí, al contacto con nuevos amigos y en otro ambiente, el pueblerino, el preadolescente empezó a cuestionar por primera vez lo elemental y amable de la vida rural y pasó a descubrir otras realidades que la nueva vida imponía, la «Tierra Prometida». «Un día —dice el protagonista de La tierra éramos nosotros— supimos que más allá de donde alcanzaba nuestra vista había caminos abiertos, cosas bellas que no conocíamos. Entonces empezó nuestra imaginación a labrar caminos desordenados» (p. 46). Quedarse allí implicaba lo que diría un personaje de Cien años de soledad: «aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia» (p. 19)34. Y ese universo insospechado obligaba a la búsqueda y al viaje sin regreso porque la tierra, como en los personajes campesinos de Rulfo, ya no era de ellos, sino que había que emprender el camino del exilio forzado35. Ahora, como afirma el protagonista de TEN: «solo quedan recuerdos que flotan sobre las ruinas de lo que fue la herencia» (p. 36), la misma que al perderse deja náufragos a todos, en particular al joven Mejía, porque esa tierra que tanto amó no será ya igual ni en la realidad ni en la imaginación.

      Como dice su alter-ego de TEN: «¡Qué distinto todo! La tierra éramos nosotros. Nos fuimos» (p. 36). De ahí su profunda frustración cuando regresó a la hacienda pocos años después de haberla dejado a los trece años y fue testigo de la entrega obligada a otros dueños; este fue un desengaño de lo que observaba en el presente y en nada se parecía al tiempo pasado vivido en aquel paisaje. De ahí surgen sentimientos encontrados en TEN: nostalgia, idealización, contrariedad, desilusión. El proceso de escritura de TEN no será otra cosa que su despedida definitiva de los seres y la geografía que tanto quiso y la nostalgia que vendrá luego. No hay hechos significativos que alteren la vida bucólica y tranquila que llevaba el niño Mejía, tanto en la hacienda como en el pueblo de Jardín, salvo el encuentro en la finca con los cuenteros, trovadores, músicos y decimeros, que serían los artífices de su aventura por mundos inmediatos e imaginarios, recreados tanto en la narrativa como en la poesía, este último género tardío en la producción del escritor36. Si bien el niño se inició en las historias y biografías que su madre y tías leían y contaban, las historias que más impactaban y llegaban eran los relatos casi siempre improvisados que protagonizaban los juglares del campo. Ese universo donde no había frontera entre la realidad real y la ficción fue el que le abrió la puerta a la escritura y alimentó su imaginario.

      A la imagen de ríos que se desbarrancan en tiempos de crudos inviernos, se une la de las noches en las que se escuchaba el galopar de alazanes solitarios que el niño Mejía asociaba con movimientos de caballos fantasmas que cruzaban calles y puentes a medianoche. O el resonar de gritos desgarrados de la legendaria Llorona después de haber ahogado a su hijo, nacido después de una visita que le hizo el diablo disfrazado de cristiano, según la leyenda, por lo cual su condena es ir buscándolo eternamente por todos los ríos del mundo. Estas historias eran las que le contaban su madre, los mayordomos o peones de su casa, que no hacían más que azuzar una imaginación predispuesta a nunca más olvidar. Así lo admite Mejía:

      Me sobrecogían esas historias, como me sigue sobrecogiendo y sacudiendo aquel paisaje tan violento de La Salina donde amanecía a las nueve y media y el sol se ocultaba a las tres y media; era una cañada tremenda donde el río, con sus aguas escandalosas y amables, parecía partir en dos la cordillera; a mí me atrajeron siempre mucho esas aguas. (Escobar, 1997, p. 160)

      Es con esta tradición oral, de leyendas, de fantasmas, en medio de un paisaje excepcional, que nace la literatura antioqueña. De esta habla popular se nutre y profundiza el escritor; más aún cuando entra contacto con otras culturas y literaturas como la centroamericana y descubre decenas de matices de las milenarias tradiciones orales profundamente arraigadas en las comunidades indígenas. Desde su más temprana edad, Mejía se vio rodeado de cantores, músicos, cuenteros, imaginadores. Para él, el narrador popular es la base de una mentalidad cultural y el fundamento de una literatura cuya ficción está adherida a esas circunstancias. Los recuerdos más remotos y amables de Mejía son aquellos en el suroeste antioqueño en medio de altas montañas, en donde se despierta su curiosidad insaciable por conocerlo todo. Allí se hizo posible una narrativa de lo azaroso, de lo dramático, por el ambiente abrupto, oscuro, desolado y, en gran parte, deshabitado. Los mitos que se van estructurando sobre las fuerzas inusitadas del medio natural, los hombres que las desafían y la mentalidad que ellos mismos fundan, casi siempre están mediados por la tragedia, por el dolor, por el coraje que se debe desplegar. Son mitos, en la opinión de Mejía:

      Enemigos del hombre, del colono, del habitante. La tierra se vengaba del que la iba pisando, del que abría trochas, del que tendía puentes, del que tumbaba monte para roceras o para leña del horno de la salina. Claro que esto, más los libros que había en mi casa, más lo que mi padre contaba, y una presencia de lo que se llama cultura, aprendida en el colegio, en la universidad, en los libros, fue ubicándome poco a poco en un mundo inmensamente extraño, pero que en realidad no ofrecía una dicotomía; no había un divorcio entre nuestra vida y la vida de los demás seres, y era tan natural que aparecieran espantos en estos ríos, charcos hondos, en estos puentes viejos, en el monte, como podría serlo la aparición de una familia que venía de Jericó, de Jardín o de Andes, a caballo. Eran presencias corpóreas, unas que vivían realmente, otras que hacía años habían muerto. (p. 19)

      Esta literatura oral seducía al joven Mejía y le iba mostrando en ciernes todo un universo que se magnificaba con grandes e inolvidables narradores que aparecen en La tierra éramos nosotros. Eran contadores de historias y leyendas extrañas plagadas de enseñanzas morales como era a la usanza en el medio antioqueño. Así van apareciendo los tradicionales relatos y fábulas con los aditamentos y el estilo de cada uno: «La flor de lilolá», «El caballito de siete colores», «El patojo», «Los cuentos del tío Conejo y del tío Tigre», «La tierra donde irás y no volverás» (TEN, p. 43) y muchos otros relatos recitados, casi siempre en verso, que nunca terminaban de contarse por las variantes y versiones que introducía cada cuentero. A veces los jóvenes de la familia Mejía Vallejo asistían a sainetes que representaban los campesinos en los días de descanso, en las navidades o en ocasiones especiales. Es ahí cuando la idiosincrasia campesina regional salía a relucir más ampliamente con las típicas exageraciones, los relatos fantásticos, las mentiras inverosímiles, los héroes que se la jugaban a Dios y al Diablo. Esta transmisión de boca en boca, en la opinión de Walter Benjamin (1991), es la fuente de la que se han servido todos los narradores. La figura del gran narrador, que será Mejía, adquiere su plena corporeidad solo en aquel que encarne al marino mercante y al campesino sedentario, es decir, al narrador viajero que «puede contar algo» de lo visto y vivido y al que «sin abandonar la tierra de origen conoce sus tradiciones e historias» (p. 113).

      Uno de los narradores natos que más recuerda Mejía y del que tanto aprendió por su manera natural de contar e inventar fue Miguelito Marulanda que, aún muy viejo, seguía contando las muchas aventuras de «Sebastián de las Gracias», que aglutinaba a los escuchas durante varios días porque tenía 146 coplas. Pero Mejía tampoco puede olvidar a fabuladores como los hermanos Arenas: Jesús, Ramón y Marcos, grandes trovadores y serenateros. Estos eran arrieros de su padre y sus hijos compartían de igual a igual con los hijos del patrón la música de tiples y guitarras y aquellas trovas y coplas que decían del amor y la pena, de la soledad en el monte. Estar frente a esos trovadores naturales e imaginativos, afirma Mejía, «me fue dando una dimensión del mundo» (Escobar, 1997, p. 107), sobre todo en las noches cuando después del trabajo СКАЧАТЬ