Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
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СКАЧАТЬ hecho, sobre todo, lo que pude ser: tantas posibilidades entrevistas con inicial entusiasmo y que la vida volvió ajena como la luz de los espejos. (Mejía V., 1961, pp. 7-8; Escobar, 1997, pp. 198-199)

      La tierra éramos nosotros es de alguna manera una novela de educación o Bildungsroman, porque muestra una cierta evolución del protagonista y su proceso de formación, tanto con las cosas agradables como con las negativas, desde el momento en que regresa a la hacienda que fuera antaño de su padre y antes de sus abuelos65. Todo se va dando como en una película. A medida que observa la geografía del lugar y, en especial, a los personajes cercanos, conocidos y lejanos, la memoria se hace presente y revive cada episodio del pasado como si estuviera sucediendo. A través de la novela deja colar todo lo que va aprendiendo de las personas cercanas, de los animales y de la naturaleza. Todo eso es una escuela de los aprendizajes primeros, que para él fueron los esenciales, y de los que le siguieron que consolidan esa formación iniciática y auténtica. Bernardo, el protagonista, se revela en la novela como un antihéroe realista que al final sale del lugar con el sentimiento de una triple frustración: la primera, saber que la hacienda Pipintá de su infancia se ha perdido de manera definitiva y jamás volverá sobre los pasos perdidos. La segunda, por el alejamiento de su amor primero al que un nunca más verá. La tercera, por los amigos y conocidos de la época de infancia y adolescencia que no se cruzarán de nuevo por su camino.

      En ese sentido, en ese regreso y viaje por el pasado del que tanto aprende, revela la complejidad de su individualidad y conciencia; pero ese viaje es el primero de muchos otros porque nunca cesará de emprender y aprender. Mejía lleva en sí la condición del trashumante como lo confiesa su imberbe protagonista: «caminar, viajar, caminar. Mi alma lleva el sello errante. Hace veinte años emprendí el viaje al mundo y aún no he llegado a la vida. ¡Necesito vivir!» (TEN, p. 154). En esa novela se observa la emoción en su más primigenio y natural estado. Se podría decir que este es un texto en el que, con palabras de Pascal, «el corazón ha impuesto su razón que la razón desconoce». Es una novela que, como el mismo escritor afirma autocríticamente en 1961:

      Escrita con peligrosa fluidez, con derroche exagerado de paisaje, con énfasis escaso de matices. Por aquel entonces no pensaba mis sentimientos, no enjaulaba en definiciones, siempre arbitrarias, el latido espontáneo de cada hora. Así, al leer de nuevo estas páginas, me siento como un ciego que va trajinando un camino al que no se puede juzgar, aunque es el suyo. O fue el suyo muchos años atrás. Ahora, un poco más sobre mí mismo, veo en mi novela el testimonio de los apasionamientos primeros, del nacer a la vida y a la literatura con toda su claridad, toda su puerilidad y toda su autenticidad. Porque en La tierra éramos nosotros hay, cuando menos, una obra honrada. Y si la honradez no significa virtud literaria, sí es base fundamental en la brega creadora. En ella estoy como tal fui antes y porque, a pesar de todo, sus páginas me traen el sabor y el aire de las viejas canciones que un día cantamos emocionadamente […] Ya es lugar socorrido decir que la mejor obra es la que uno está por escribir. Me parece que en la que más me di, en lo poco que yo era, es La tierra éramos nosotros, cuando ni sabía escribir ni entendía qué cosa pudiera ser la novela. Esas páginas me fueron saliendo con una fluidez peligrosa, porque yo me sabía y sentía todo aquello que iba componiendo en esas páginas. Es una novela ingenua, muy fresca y poética; un canto exaltado de paisajes y seres nuestros, narrada en primera persona y con los nombres que conservaron en vida los habitantes de aquellas montañas. El único nombre cambiado es el mío; yo me llamo Bernardo, el mismo nombre que ha aparecido en novelas posteriores, porque sigo siendo aquel niño inocente lleno de miedo, de terrores, lleno de deseos y de fuerza para poder combatir lo que llegara encima, es decir, un magisterio de cierto tipo de valentía que nos inculcaron nuestros padres y parientes que eran hombres y mujeres de verdad. Es una novela llena de ingenuidades, pero para mí representa un honesto, aunque ingenuo punto de partida, porque es muy importante para un escritor tener una primera obra, una obra sobre la cual basarse y además dar pie a que la gente comente sobre uno y diga algo en favor o en contra. Eso, más el criterio que uno se va formando a través de los libros, libros ajenos, de las conversaciones de café, de la autocrítica a que está obligado todo escritor que tenga cierto sentido de la responsabilidad, pues, repito, unido a todo esto, se va dando la formación de un estilo que, en fin de cuentas, nace de la manera personal de decir las cosas y de la discriminación de otros autores modernos y antiguos para decir las suyas. (Escobar, 1997, pp. 199-200, 201-202)

      Pero esa novela precoz es también un intento por quebrar una concepción de la vida centrada en la función productiva, comercial, mercantil de la vida urbana, y reaccionar ante la hostilidad de las élites por los asuntos del arte, la literatura y la cultura en general. Es la nostalgia por determinados valores que tienden a desaparecer definitivamente con la muerte de una generación cimentada en ese orden peculiar que en el presente ha desaparecido o tiende a desaparecer: el coraje, la aventura, el valor de la palabra empeñada, el riesgo asumido, la lealtad, la amistad y la imaginación. Dada su nueva vida en la ciudad, a Mejía le urgía abandonar el campo y con este un pasado que lo marcaría de manera definitiva, porque lo vivido en ese tiempo primero, que generó no pocos interrogantes, es lo que serviría de pauta para un largo aprendizaje y un ejercicio de escritura en busca de las raíces rotas. Finalmente, esto no es otra cosa que la búsqueda desesperada de sí mismo porque, como diría Rulfo (1994), «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta» (p. 38).

      Por ser la primera novela de Mejía en la que aparecen en ciernes muchos de los temas que desarrollaría luego en otros cuentos y novelas, nos vamos a detener en las opiniones que suscitó esta obra en una época y medio cultural bien limitados en el campo de la crítica. Eran los mismos escritores y periodistas los que ejercían este oficio de modo circunstancial y no pocas veces más emocional que analítico. Sin embargo, sorprende la cantidad de artículos publicados en periódicos y revistas que motivó la aparición de esta novela y podría decirse que son excepcionales aquellos que no aprecian este texto iniciático. Pocas semanas antes de su publicación, se tuvo noticia de la novela por primera vez, cuando apareció un breve artículo en el periódico, bajo el seudónimo de Sonia, que anunciaba que estaba en prensa la novela de un joven escritor desconocido que nunca había publicado, y adelantaba el tercer capítulo (Sonia, 1945*). Recién salida la novela, el periodista José Jaramillo Zuleta (1945) percibió la «plasticidad» de esta como si fuera una pintura, no «de un hombre sino del conjunto de hombres que pueblan Antioquia», no de un lugar específico sino del campo y de los campesinos en general, no de «determinadas costumbres, sino de las que se observaban en todo lo largo y ancho del campo antioqueño». Sostenía que el retrato que hace de Antioquia «es bien diferente» de sus antecesores. Mientras Efe Gómez muestra una Antioquia campesina «vigorosa y terrible» y la de Carrasquilla «es fuerte también, ambiciosa y definida», el joven Mejía brinda una visión «decadente, tediosa, desconfiada [que] quiere oír a la ciudad» (p. 4). Esta última afirmación de la decadencia de una familia poderosa venida a menos y de muchas costumbres del campo podría confirmarse bien cuando Mejía (1946*) dice a otro periodista: «mis abuelos fueron ricos, pero la vida ha igualado con su rasero a nobles y pecheros, a ricos y pobres, y las dinastías sometidas a este único influjo se remansan en sus glorias antiguas y en sus recuerdos». Un amigo cercano de Mejía, que lo acompañará por Centroamérica, Alberto Upegui Benítez (1945*), reconoce en la primera obra de Mejía

      Una gran obra. Es la producción más sorprendente de la novelística colombiana moderna. Se siente bullir la vida de los personajes, de toda nuestra montaña antioqueña, se siente el crepitar de las pasiones elementales y el discurrir fatal del tiempo, barriendo los hechos y las cosas en una interminable sucesión sin descanso. Nada allí es postizo. Todo es verdadero, justo, dinámico. Y en el fondo, un amor inmenso al terruño, a las fuerzas vírgenes que aferran al hombre a la tierra que infunden la vida y hacen del hombre el más alto producto de la madre universal.

      A otro lector o lectora le parece que en la novela «no hay СКАЧАТЬ