Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
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СКАЧАТЬ Mora Vásquez, le sugirió que debía escribir la historia de la injusticia cometida contra su padre y familia, pero en ese momento no tenía las suficientes herramientas ni el ánimo para hacerlo. Así cuenta Mejía lo que sentía en ese momento:

      A raíz de un embargo de las fincas, comenzó a perderse el café y toda clase de comida y frutos porque no se podía tocar nada. Vivimos entonces una crisis que nos afectó a todos, especialmente a mi padre. Hubo pues que vender gran parte de la tierra. Un día le dije a mi padre que había que vender y me dijo: «que me traigan un poder que yo lo firmo, pero que la venda Bernardo, porque yo no vendo eso. Vender Gibraltar, Monteloro, Pipintá, La India, es como venderlos a ustedes, es como vender a Rosana, la infancia, la vida que se vivió allí; yo no firmo». Mi padre nunca quiso firmar la escritura de la venta de la finca. Aceptaba que había que venderla porque era una situación económica apretada, pero no lo haría él, y nunca quiso volver por esos caminos. Y a mí no se me ha podido despegar de la memoria la vida que viví de niño y de adolescente en aquellos territorios azarosos, abruptos y hermosos, y aquellas narraciones que escuchaba de «La tierra del irás y no volverás», de «La flor de lilolá», de los cuentos encantados, de los aparecidos locales [...] Por eso mi primera novela se llamó La tierra éramos nosotros. Nosotros en realidad éramos el barro, la arcilla que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas, con nuestros compañeros. Esa novela trataba de contar mínimas aventuras cuando no había realmente una conciencia de la aventura. Tal vez no salíamos a buscar pelea con seres sobrenaturales, ya era sobrenatural salir, adentrarse en el monte, tirarse a los charcos, domar potros y novillos como lo hacíamos; tal vez era aventura escuchar al padre, a los tíos que venían de otros países, de otras ciudades y contaban también con ese poder mágico de la palabra para rehacernos los mundos posibles que siempre tiene el hombre cerca o lejos de su mirada. Pasaba el tiempo y era la búsqueda desesperada de un camino, la pelea grande que debe pelear el hombre; de dónde viene y para dónde va. Buscar una seña de identificación, una cédula para presentarse a sí mismo y en su territorio. (Escobar, 1997, pp. 193-194, 201)

      El protagonista de La tierra éramos nosotros, con tono casi elegíaco, confiesa que con la entrega obligada de la finca también les tocó vender una historia, una tradición, unos amigos y conocidos, un paisaje añorado, «una comunidad hermana». Con ese pedazo de tierra se ha ido lo más esencial, las raíces a las que estaban aferrados y que habían dignificado sus vidas y la de quienes los acompañaban. Con esa expropiación, dice Bernardo:

      Hemos perdido la juventud. Ya no pertenecemos a la raza de los brazos abiertos, a la que tendió caminos en tentáculos de progreso, a la que con el hacha compuso un himno guerrero contra la selva, a la que con la pica horadó y preñó la montaña. (TEN, p. 207)

      Pero es una película la que ofreció a Mejía el tono y la motivación definitivas para escribir su primera novela cuando estudiaba pintura en la Escuela de Bellas Artes y quería irse a México. «La vuelta a la tuerca» ficcional que motivó la escritura de La tierra éramos nosotros ocurrió una tarde en que el joven Mejía estaba aburrido y decidió entrar al teatro Junín61 para ver una película estadounidense. En esta se cuenta la historia de un hombre que se ve forzado a salir de la tierra que le ata. Al final de la película se observa al personaje mirando por última vez y a la distancia ese valle hermoso que amaba y tuvo que abandonar. Al salir del cine, Mejía compró un «cuaderno grandote cuadriculado» y decidió escribir esa noche los dos primeros capítulos de La tierra éramos nosotros, no solo sobre el desarraigo que generó el hecho de verse obligado a dejar la tierra que quería, sino también los perros y los caballos amados que los acompañaban a todas partes, los muertos familiares, los fantasmas de otros conocidos y de los personajes legendarios. En ese mismo momento, en 1943, afirma Mejía, apenas si tenía

      Los veinte años y no había leído más de cinco novelas. Partí de un inmenso impacto a raíz de la salida nuestra del campo y de la aldea donde nacimos, nos criamos y comenzamos a descubrir el misterio de cada día. Me parece que ese impacto volcó algo en mí y quise, tal vez, por ese instinto primario de conservación que tenemos de no dejar olvidados los seres que acompañaron mi infancia. A tal punto llegó la ingenuidad que en esa novela todos los personajes, excepto el mío, que narro en primera persona, tienen el nombre con que fueron bautizados. Inclusive, después regresé al campo donde se planteaban esos problemas un poco ingenuos de mi primera novela y quise seguir el destino de aquellas personas que yo conocí niños o viejos y comprobé dolorosamente hasta qué punto una gran porción de mi mundo se había derrumbado con ellos. A siete de los que yo menciono, tres de ellos protagonistas, los mataron en la violencia (Escobar, 1997, p. 194)62.

      Como dirá Mejía (1975), décadas más tarde en uno de sus cuentos, definitivamente «nos vamos quedando con los seres a quienes amamos un día… Salimos de ellos como náufragos» (p. 139), pero irremediablemente a ellos se vuelve. Es lo único esencial63. No obstante, incluso antes de estos dos hechos históricos, el interés por contar e imaginar comienza a despertarse en la pubertad, cuando sirve de cartero del amor entre una pareja de campesinos enamorados. Así lo cuenta Mejía:

      Aquellas primeras cartas que yo hice con mala letra y pésima ortografía entre Jael y Ramón Ángel fueron el primer esbozo literario que yo tuve; luego fueron los cuentos que yo contaba cuando íbamos a algún velorio […] Así que puede decirse que mi primera obra fue haber servido de secretario de dos amantes campesinos; después, cuando cumplí trece años, mi madre me envió una carta donde elogiaba mi manera correcta para describir situaciones de la vida cotidiana, como por ejemplo, lo que sucedía en una plaza de mercado o la visita de un familiar o amigo. Fue en ese momento que me puse a pensar qué era esa vaina de escribir bien y de ahí tal vez nació mi vocación (Escobar, 1997, pp. 195-196)64.

      Dieciséis años después de La tierra éramos nosotros y con motivo de una segunda edición con miles de ejemplares, la novela fue parte de uno de los libros seleccionados para las colecciones del Festival del Libro del Continente Latinoamericano, celebrado entre 1959 y 1961. Mejía revisó su texto y escribió un prólogo en el que expresaba lo que su novela representó en su momento, lo mucho que de ella seguía vigente en su espíritu de escritor y en el hombre, porque él continuaba atado a la naturaleza, al paisaje del suroeste antioqueño y a las tradiciones de los habitantes de su región. También manifestó que esta fue una novela de los aprendizajes primeros y por eso las muchas falencias formales, la visión ingenua de un mundo que apenas comenzaba a despuntar en un joven al que todavía no se la había revelado la vida y por eso lo hacía un utópico soñador, porque

      Vivía entonces la exuberancia de los primeros veinte años, cuando la angustia propia y la ajena no alcanzaban a empañar una descomplicada visión de las cosas. Tenían los pasos un amable sonambulismo, reflejaban los ojos el asombro de quien va descubriendo la vida y el mundo como si nadie antes los hubiera vivido y habitado. De ahí cierto infantilismo en mi estilo, cierta reiteración, cierto caos defectuoso en su misma abundancia de poesía. Porque esta novela es un viejo estado del alma. En ella transcribí con juvenil fidelidad unos cuantos destinos, copié con regocijada quejumbre sucesos demasiado ligados a mí, ignorante de que el transcurrir humano es en sí de un deplorable gusto literario, de que el entusiasmo y el dolor son malos consejeros si se escribe bajo su inmediato influjo. Además, carecía de medios para trascender la realidad, tal vez no veía las cosas desde ellas mismas en esa formidable transferencia del novelista verdadero. Sin embargo, en ese intervalo solo he llegado a convencerme de que nunca se aprende a escribir ni a vivir ni a fabricar belleza, pues a esta la rige un poco el azar, un poco el genio, un poco la intuición repentina, y la vida y la literatura exigen para cada situación una solución distinta, difícil de hallarse en experiencias pasadas. Por ello me he convencido de que siempre seré aprendiz de mí mismo y de lo que me rodea. Por ello también, y por la sonreída seguridad de que esta obra no cambiará el curso de la literatura de hoy, estoy a salvo de la más leve vanidad. Lo anterior no obsta para que, al releerla, me atraiga todavía el vaho de aquellos hechos, el eco amortiguado de aquellas palabras, el recuerdo de aquellos tropiezos que me fueron enseñando el camino del hombre, СКАЧАТЬ