Antropología de la integración. Antonio Malo Pé
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СКАЧАТЬ son solo los instrumentos que el alma emplea para actuar. El órgano, por tanto, implica cierto grado de formalización o actualización del cuerpo (precisamente su organicidad), pero no llega a ser un acto del viviente; para que lo sea, el órgano debe poseer también una potencia capaz de pasar al acto. Esto sucede con los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible, a diferencia de los que están relacionados con la pura vitalidad del organismo, como los pulmones, riñones, corazón, etc. La potencia de los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible es doble: en cuanto materiales, tienen —como sucede con los demás órganos— una potencia pasiva para recibir estímulos físicos o químicos, pero en tanto que no están completamente formalizados por el alma, poseen una potencia activa, o capacidad de realizar operaciones inmanentes. La diferencia entre estas dos potencias está relacionada con la distinción entre los dos tipos de actos del viviente ya vistos; en efecto, al acto primero del alma le corresponde el cuerpo orgánico como potencia, y a los actos segundos del viviente, es decir, a sus operaciones inmanentes, les corresponde la potencia activa de los órganos, o sea las facultades del alma.

      Por consiguiente, las acciones deben atribuirse al ser vivo y no a la facultad ni al órgano: no es la vista o el ojo los que ven, sino el viviente mediante el ojo, pues los actos son del viviente, el único que subsiste. Por supuesto, eso no significa que las potencias y los órganos no sean de algún modo verdaderos agentes —por ejemplo, la persona ve con los ojos, y no con la nariz—, sino más bien que se trata de causas instrumentales dotadas, por ello, de cierto carácter agente. Se explica así también que haya cierta jerarquía entre las potencias, por lo que las superiores requieren siempre la operación de las inferiores: el nutrirse, por ejemplo, exige el funcionamiento de los órganos de la masticación y digestión y, a su vez, esta operación es necesaria para poder sentir y pensar.

      Hay, sin embargo, dos potencias: la razón y la voluntad, que en sí mismas no parecen estar ligadas al cuerpo, pues sus actos no requieren de ningún órgano. En efecto, la capacidad que tenemos de conocer y amar todas las cosas implica que la razón y la voluntad carecen de órgano, ya que este es siempre algo material que limita. La amplitud del objeto de estas dos potencias parece sugerir que el alma humana, en su ser y actuar, posee una relativa independencia del cuerpo, lo que la distingue netamente del alma de los animales irracionales. Si es así, el fin de la existencia humana deberá trascender la simple vida del cuerpo e, incluso, de la propia especie. Para confirmar esta hipótesis, es preciso estudiar el vivir humano tanto a partir de sus características fenomenológicas y metafísicas, como de su génesis, estructura, integración e identidad personales.

      [1] «Gracias a mi cuerpo, no puedo definirme nunca como un individuo aislado del mundo. Esto nos vacuna contra el egocentrismo que nos separa de la realidad y de los otros hombres. De hecho, su lenguaje me enseña que, desde siempre, estoy abierto al mundo, estoy en relación con él. Me dice que estoy siempre expuesto a los otros y que esa relación pertenece al núcleo más íntimo de mi persona» (C. ANDERSON–J. GRANADOS, Chiamati all’amore. La teologia del corpo di Giovanni Paolo II, Piemme, Milano 2010, p. 46).

      [2] Por este motivo, en algunas constituciones, la muerte suele describirse como «la cesación irreversible de todas las funciones del encéfalo» (Ley italiana del 29 diciembre 1993, n. 578, a.1).

      [3] La complejidad es signo de perfección en el mundo corpóreo, donde hay composición de materia y forma. En cambio, en el mundo espiritual, el signo de perfección es la simplicidad: a mayor simplicidad, mayor perfección, hasta llegar a Dios, simplicidad pura.

      [4] Los neurofisiólogos distinguen en el cerebro humano tres niveles funcionales: el inferior, que incluye gran parte del sistema nervioso periférico y de la médula espinal (o mielencéfalo), del puente y del cerebelo (o metencéfalo), regula las funciones vegetativas, tales como la digestión, la circulación sanguínea, la respiración, etc.; el intermedio, que incluye las áreas del mesencéfalo y el diencéfalo, regula la afectividad, como las emociones de miedo, ira, etc.; el superior, que corresponde especialmente al neocórtex cerebral, está conectado a algunas funciones de la razón, tal como la toma de decisiones (cfr. J. CERVOS–S. SAMPAOLO, Libertà umana e neurofisiologia, en Le dimensioni della libertà nel dibattito scientifico e filosofico, F. Russo – J. Villanueva (eds.), Armando, Roma 1995, p. 28).

      [5] PLATÓN, Protágoras, 320c-323a.

      [6] Cfr. A. GEHLEN, El hombre, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 142 y ss.

      [7] Cfr. J. MARÍAS, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1987, pp. 124-126. Remito también a mi libro Yo y los otros. De la identidad a la relación, Rialp, Madrid 2016, pp. 156-165).

      [8] Cfr. M. MERLEAU-PONTY, Fenomenología de la percepción, FCE, México 1957, parte II, capítulo III.

      [9] Los fenomenólogos alemanes, como Edmund Husserl (1859-1938), Scheler, Stein, von Hildebrand, etc., se sirven de la distinción que ofrece el idioma alemán entre Leib, cuerpo vivo, y Körper, cuerpo dimensional no viviente –como el cadáver– para establecer una diferencia aún más esencial: cuerpo objetivo, que se refiere también al cuerpo vivo pero de otra persona, y subjetivo o vivido (cfr. M. SAVIOLI, Il contributo di Edith Stein alla chiarificazione fenomenologica e antropologico-teologica della corporeità, «Divus Thomas» 46 (2007), pp. 78-122).

      [10] H. DIELS-W. KRANZ, Die Fragmente der Vorsokratiker, Weidmann, СКАЧАТЬ