Antropología de la integración. Antonio Malo Pé
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СКАЧАТЬ Por eso, en los seres dotados de vida sensible, la nutrición, la reproducción y la sensación son agradables, en tanto que corresponden a aquellas acciones de la especie experimentadas por el individuo como buenas. En el animal, sin embargo, la integración de la alteridad es puramente sensible: todas sus facultades cognitivas y apetitivas son orgánicas, pues su principio o alma no va más allá de la formalización y funcionalidad de sus órganos sensibles, incluyendo el cerebro. Ciertamente, la sensibilidad indica la posesión de un mayor grado de inmaterialidad, como corresponde al carácter instintivo de su comportamiento; en efecto, puesto que el animal posee intencionalmente el medio ambiente de forma sensible, puede tender hacia este, a la vez, de forma necesaria y espontánea, es decir, instintivamente. Por eso, en los animales superiores hay mayor indeterminación y apertura en su comportamiento, como se observa en la cooperación, juego, relación con los seres humanos, etc., de los perros, caballos y otros animales domésticos[14]. A pesar de tener un comportamiento intencional de tipo instintivo, el animal sigue actuando sólo a través de órganos, por lo que en ninguna de sus operaciones trasciende su corporalidad individual. De ahí que, en el animal, la corrupción del cuerpo equivalga a la muerte del individuo, pero no necesariamente de la especie.

      c) La vida racional o relacional. La formas vegetativas y sensoriales encuentran su integración más alta en la vida racional. En efecto, el alma racional, que además de ser la forma de un cuerpo vivo y sensible posee una naturaleza espiritual, es capaz por eso de trascender totalmente la materia y, por consiguiente, las operaciones sensibles y el placer y la utilidad ligadas a ellas. El hombre realiza operaciones, como el conocimiento inteligible y la volición, que implican la captación de lo que es universal y la intelección del ser —del que se ocupa la metafísica—, y otras, como el conocimiento y el amor personales, que implican un ser personal, del que trata la antropología. Por eso, en la persona humana, incluso lo que es corporal y sensible participa no sólo de lo vegetativo, sino también de lo espiritual. Por ejemplo, la bipedestación humana y su posición erecta se relacionan con el movimiento de la planta hacia la luz, y la mirada de su rostro, con el abrirse de la flor, pues a través de ella se muestra la persona. Pero hay una diferencia importante en esta comparación: la cabeza de la persona no sólo tiene la función nutritiva de las raíces de las plantas, sino sobre todo la de coordinar y gobernar lo que es inferior. En efecto, ya en el cerebro animal descubrimos un órgano que es capaz de coordinar las funciones vegetativa y sensitiva. Sin embargo, se trata de una coordinación imperfecta, pues su principio es orgánico no espiritual, por eso no alcanza el autogobierno, del que dispone en cambio el hombre a través del uso de la razón y la voluntad. Por otro lado, este autogobierno de la persona, que le permite ser ella misma, hace posible la autoposesión y el don de sí. De ahí que el mayor grado de integración de lo vegetativo, sensible y espiritual consista precisamente en la donación personal. Observamos de este modo como las funciones que corresponden a los diferentes grados de vida están conectadas entre sí por un único principio, el alma espiritual. Y, puesto que esta es absolutamente inmaterial, la vida racional tiene como finalidad no la supervivencia de la especie o el simple placer o utilidad, sino una vida de acuerdo con el más alto grado de integración: las relaciones y las virtudes que permiten la autoposesión y el don de sí. Así, la institución familiar y la cultura culinaria indican ya el modo en que, en la persona, las operaciones vegetativas y sensitivas transcienden el mantenimiento de la vida del individuo y de la especie. De hecho, la nutrición y la procreación humanas, además de tener un fin natural y, por ello, ser placenteras, son acciones perfectivas de las personas cuando están al servicio de una vida familiar, impregnada por el cuidado, la preocupación y el amor del otro. En este sentido, los actos más básicos adquieren un significado profundamente personal, como es el caso de la procreación. Pues, a diferencia de la reproducción animal, la procreación humana no es origen sólo de un individuo de la especie homo sapiens sapiens, sino de una persona, es decir, un ser que es fin en sí mismo: es para-sí de un modo completo. De ahí que la persona sea el único viviente corporal capaz de autoposeerse y darse.

      Después de haber explicado las características fenomenológicas y ontológicas de la vida, podemos afrontar la biogénesis, o sea el origen de la vida. Evidentemente no desde un punto de vista científico, sino filosófico, es decir, teórico. Pero antes, es preciso exponer las diferentes explicaciones que se han dado de esta cuestión a lo largo de los siglos.

      En mi opinión, la explicación materialista de la vida comete dos errores. El primero es de carácter lógico, pues afirma que lo superior (la vida) puede surgir de lo inferior (la materia). El segundo es metafísico: confunde el movimiento físico y los procesos con la vida y sus operaciones. La vida, como hemos visto, no es un proceso sino automovimiento. Para que algo esté vivo, no basta cierto grado de formalización de la materia, como si al añadir una nueva forma a la materia pudiera aparecer la vida; en esto consiste precisamente el carácter utópico de una determinada investigación robótica, que intenta crear máquinas capaces de vivir, sentir e incluso de pensar humanamente. Para que haya vida, se requiere, en cambio, que la formalización de la materia provenga de un principio interno. Por eso, como la vida no puede producirse desde fuera del ser vivo, lo único que cabe es imitarla en sus procesos, mediante la formalización inteligente de una materia que contaba ya con una forma previa.