Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado
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Название: Sesenta semanas en el trópico

Автор: Antonio Escohotado

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

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isbn: 9788494862250

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СКАЧАТЬ tailandesa de Mae Nam, y suena distinto. A finales del siglo XIX, en Birmania los adquirentes iban de compras con una pieza de plata, martillo, cincel, balanza y pesas, para con ayuda de un yunque (puesto a su disposición por el vendedor) cortar el trozo adaptado a cada adquisición. En Siam, dada la falta de moneda pequeña, los adquirentes debían a veces dar la misma pieza a dos o tres vendedores distintos, encargándose ellos de su posterior reparto, o bien recibir a cambio de su compra algunas medidas de arroz. No menos curiosos eran hábitos comerciales de los mexicanos precolombinos, que desconocían hasta la balanza y adquirían cosas usando bolsitas con granos de cacao, oro en polvo metido en los cañones de plumas de ganso e incluso finas láminas de zinc. En África era más habitual pagar las transacciones con sal y con esclavos, mientras en el curso superior del Amazonas el equivalente a esos bienes resultaban ser panales de cera y miel.

      Descubrimos el dinero muy tarde, allí donde había ya agricultura intensiva, metalurgia y arte ingenieril, gracias a especuladores que osaron acumular ese nuevo tipo de mercadería cuando los demás se dedicaban a atesorar bienes tradicionales, anticipando la ventaja de poseer objetos con una capacidad de venta superior a cualesquiera otros. Aunque al principio las monedas fuesen trozos de metales útiles pero no nobles (cobre y hierro ante todo), y aunque parecía temerario cargarse de cosas ni nutritivas ni acogedoras ni ornamentales, su apuesta sentó las bases de economías complejas, que acabaron descubriendo las ventajas de la plata y el oro si se combinaban con un sistema de pesas y medidas. El primer dinero parece haber consistido en cabezas de ganado, medio de pago para todos los antiguos moradores de Europa. Reses, caballos, ovejas y otros animales útiles presentan manifiestos inconvenientes para sostener el intercambio, compensados tan sólo por su capacidad para autotrasladarse, que les hizo preferibles a grano, materiales de construcción, aperos e incluso tejidos. Y las primeras monedas llevan efectivamente el troquel de algún animal, sello que se conserva también a nivel lingüístico: pecuniario y peculio vienen del latín pecus («ganado»); en árabe el singular mâl («ganado») significa en plural «dinero», y los griegos usaban boios («buey») como base para cifras económicas importantes como dekaboion, hekatoboion, etc.

      Sin embargo, la vida económica no despegó hasta que metales nobles, de peso y pureza controlados, se combinaron con otros medios de pago —letras de cambio, cheques, acciones, bonos— que evitaban en medida mucho mayor dificultades de almacenaje y posibles fraudes (muchos emperadores, por ejemplo, «sudaban» su propia moneda para fundir y reacuñar esas limaduras). Progresivamente espiritualizado y cómodo, el dinero acabó siendo papel difícil de falsificar, luego el plástico de las tarjetas de crédito y ahora la combinación personal de números que se introduce en Internet. Comparado con las dificultades del trueque antiguo, el intercambio resulta ahora tan infinito como instantáneo. Gracias a esa movilización la Tierra sostiene a muchísimos más habitantes que nunca, en condiciones incomparablemente más confortables, demoliendo el agorero pronóstico del abate Malthus en cuanto a un superávit de bocas sobre alimentos. Pero esa evidencia sólo cobra su significado último comprendiendo que el dinero no es fruto de plan consciente, ni tiene inventor distinto de la evolución social. El mayor disparate de nuestros ancestros fue imaginar que las cosas fundamentales surgen por decreto creador (divino o gubernativo) y se extinguen por decreto derogatorio (divino o gubernativo), cuando en realidad brotan de un impersonal espíritu humano obligado sin pausa a aprender de sus equivocaciones, dentro de procesos aleatorios que constituyen la historia de su propia libertad.

      Hay todavía quien dice odiar el dinero, y sobre todo a los adinerados, proponiendo que en lugar de sacarse cada individuo y cada familia sus castañas del fuego acudamos todos a dependencias donde nos entreguen gratuitamente cierta cantidad igual de alimentos, bienes de equipo y billetes para ir alguna vez al ballet o a la ópera. Así nos libraríamos de lo que estas personas llaman el «horror económico», cuyo fundamento son las necesidades de bienes sentidas autónomamente por cada cual. Otros, entre los cuales me incluyo, ven en ese supuesto horror el nervio de nuestro progreso material y moral. A cambio de un futuro siempre incierto, no hacemos cola para recibir la ración mensual de arroz, mantequilla o vivienda establecida por algún autócrata, sino que cada uno se lanza a realizar personales aspiraciones, tejiendo una malla de servicios que eleva hasta extremos antes impensables el nivel y la expectativa de vida para individuos y grupos.

      Según Menger, para despreocuparnos de la economía en general necesitaríamos o que los actuales bienes se multiplicasen de modo casi infinito (hasta dejar de ser bienes escasos y, por tanto, económicos) o que las necesidades humanas adelgazasen de modo casi infinito (hasta poder satisfacerse con el producto de un trabajo sin incentivos individuales, estrictamente colectivizado). Es sin duda esto segundo lo que pusieron en marcha distintos mesías totalitarios desde principios del siglo que acaba de terminar, inaugurando una pseudoproducción para el consumo, orientada de hecho al imperio del espionaje y la violencia. El mesías propone que es mejor vivir sin dinero; con unos buenos vales para cubrir legítimas necesidades, pues a fin de cuentas el dinero no se come, corrompe a las personas y arruina el medio ambiente.

      Al otro lado del río están los anónimos especuladores del pasado remoto, decisivos para la consolidación de una cosa tan indigerible y peligrosa. Mientras campesinos, terratenientes y nobles acumulaban bienes con alto valor de uso, ellos se atrevieron a vender tierras, alimentos y cualquier mercancía menos intercambiable que piezas de cobre y hierro, aparentemente estériles. Pero al simplificar los intercambios, base del proceso acumulativo, hicieron por la prosperidad bastante más que todos los profetas, redentores y estadistas juntos: le dieron al comercio su instrumento idóneo, contribuyendo decisivamente a remediar la penuria y el aislamiento de ilimitados congéneres. Que todavía tantos no lo vean así, e incluso propongan odiar a esos benefactores del género humano, muestra hasta qué punto se adhieren —consciente o inconscientemente— al modelo clerical/militar. Es racionalismo superficial, miope mandobediencia.

      31/8

      Salvo unos pocos centenares de pescadores y plantadores, ya establecidos antes de 1970, absolutamente todo el mundo aquí es turista o vive del turista. Eso funda una sensación de artificio y timo, que crece por momentos. Algo análogo recuerdo en España, cuando cesó el bloqueo a Franco y empezaron a llegar visitantes a nuestras playas. Pero la diferencia del caso es anímica. Con más o menos barbarie, nosotros vimos en aquellos primeros turistas no sólo portadores de divisas sino de progreso. Aquí prospera más bien una reserva básica («no nos avasallarán»), sumada a rencor hacia el foráneo («ricacho maleducado»). Cabría hasta decir que tienen complejo de inferioridad. Pero ser enfermizos, pobres e incultos —aunque sólo sea en términos relativos— no determina un complejo, sino una inferioridad real. Nosotros agradecimos al turista y al viajero que acudiesen, dando la bienvenida a su dinero tanto como a una concomitante modernización de costumbres. Por. estas tierras la bienvenida parece limitarse al dinero. Al mismo tiempo, hacer zapping con el televisor lo revela fascinado por McDonald's, Hollywood, Adidas, Nike y Levi-Strauss. Los ibéricos querían aprender cosas de los europeos, mientras el asiático del Sureste no lo tiene tan claro.

      2/9

      Rumiando estaba estos desprecios, e inmóvil en mi confortable redil, cuando llegaron unos buenos amigos de Madrid. Era motivo sobrado para recorrer la isla, y a la hora del almuerzo nuestro jeep descubría cierta calita angosta del suroeste, cuyos cien metros escasos de anchura dan para dos resorts. Caímos en el de la izquierda por no torcer a tiempo en el sinuoso camino de tierra, y fuimos puestos otra vez ante el paisaje-imán: fina arena blanca que dibuja un arco jalonado por palmeras y almendros tropicales, mar casi inmóvil y refulgente. Pasando de lo magnético a lo concreto, algunas cabañas y un pequeño bar-restaurante enmarcan una orilla muy empedrada, que sólo dejaría de ser incómoda cuando subiese la marea, ya de noche. La camarera es un raro espécimen de mujer tailandesa, muy corpulenta y con gafas a pesar de su juventud. En vez de frigorífico para las bebidas tienen una fresquera alimentada con paquetes de hielo. Pedidas las cervezas, dudábamos sobre quedarnos o no hasta que llegó el propietario, un hombre de cuarenta y tantos años largos, delgado y algo escaso de pelo. Vino a decir:

      —Me СКАЧАТЬ