Название: Sesenta semanas en el trópico
Автор: Antonio Escohotado
Издательство: Bookwire
Жанр: Путеводители
isbn: 9788494862250
isbn:
17/8
Símbolo nacional de Tailandia, y una de sus principales exportaciones, las orquídeas se parecen en más de un sentido a este pueblo, capaz de vivir con muy poco, y movido a adoptar disfraces para poder reproducirse cuando falta lo equivalente a una dote. Lo común es vivir de otro, o para otro, con un interminable paisaje de parásitos y parasitados. Los unos son ajenos a la responsabilidad de procurarse el sustento y por eso viven supuestamente cómodos, aunque sujetos a la bulimia crónica del gorrón. Los otros alimentan a algún huésped y viven por eso supuestamente incómodos, aunque instalados en las bendiciones de la autosuficiencia. Como no hay regla sin excepción, tenemos los epifitos —tan abundantes y variados en regiones tropicales—, que ni viven de la tierra ni de otras plantas. Les bastan las minúsculas partículas de materia orgánica transportadas por el aire, y si se reclinan sobre árboles, arbustos o rocas no es para extraer de ellos alimento. Son un término medio entre los destinos de parasitar o ser parasitado: viven frugalmente de lo que trae el aire, practicando un desarraigo que multiplica singularidades. Ya me gustaría ser orquídea, en vez de centeno o cornezuelo del centeno.
18/8
Mi padre escribió un cuento sobre cierto marino, que era patrón de remolcador en el Estrecho. Trabajaba normalmente la costa malagueña, hasta que una amenaza de naufragio le llevó a Melilla. Allí uno de los marineros le presentó a su hermana, de la cual quedó prendado al instante. Ella aceptó su admiración, y en la pequeña cabina del barco se amaron. Volvió a Málaga, donde le esperaban dos hijos, gobernados por su augusta madre. Meses después estaba de nuevo en Melilla, desayunando con una mora preñada. Todo iba bien, sobreabundante de afecto, y a la casa de la costa norte añadió una casa en la costa sur. Hijos y madres le recibían con júbilo, hasta que el demonio de la verdad empezó a roerle el alma. Cierto día resolvió que se debía a la familia más antigua, y entre lágrimas se lo dijo a su gente de África. Cuando fue infiel a esa promesa, andando el tiempo, encontró a sus niños crecidos, a su hurí más bonita y devota que nunca. Mandó recado de que se embarcaba en una larga singladura, pero le escribieron de Málaga diciendo que se compadecían de su mentira y seguían queriéndole. Era inevitable visitarles, para llorar lo que fuere preciso, y tomó el ferry a su tierra. En mitad del Estrecho estaba cuando se le paró el corazón. Pudo pedir que le enterrasen allí, en el elemento donde había vivido, y así se hizo. A merced del mar de fondo, sus restos unas veces miran hacia una casa, otras a la de enfrente.
Ayer soñé con las últimas líneas de esta historia. Reposaba inestablemente, entero e inerte, sobre un fondo de arena. Un mar surcado por burbujas como de vino ofrecía estampas de una familia o la otra. Todos eran felices salvo mi corazón, que estallaba de amor y pena. Es una aflicción que no viene del miedo. Duele el amor mismo, quizás como duelen miembros amputados mucho después de perderse. La nostalgia mata así.
19/8
Los musulmanes, tan ajenos a costumbres republicanas, habrían esquivado la tragedia viviendo con ambas esposas. El harén evita esa lucha a muerte de las reinas en colmenas y hormigueros, solventando las pasiones del varón como un corral de gallinas solventa las del gallo. Ya me gustaría saber hasta qué punto las musulmanas así reunidas aprovechan el redil común para cooperar.
Lo inadmisible del serrallo es que sea un recinto guardado por eunucos. Evitando su involuntariedad, la institución podría hasta injertarse en sociedades libertarias, donde la principal novedad serían harenes de hombres sufragados por damas de sangre cálida y recursos económicos suficientes. Obsérvese que las trabas a tal efecto son hoy de tipo jurídico, y concretamente la normativa sobre convivencia y sucesión marital prevista por nuestros códigos civiles. Desde el punto de vista de las «buenas costumbres y moralidad reinante», el harén es cosa de niños si se compara con matrimonios homosexuales, bazares porno y el resto de licencias conquistadas por Occidente en este orden de cosas.
Algo me dice, con todo, que si las mujeres occidentales pudieran elegir entre la normativa actual sobre matrimonio y otra preferirían masivamente la monogamia, quizás reafirmadas por el cebo adicional de un lucrativo divorcio cuando el marido salga rana en un sentido u otro. Compartir un esposo les resulta más antinatura que a muchos hombres compartir una esposa, como sugiere la apacible poliandria africana. Mi admirado Carlos Moya interpreta la historia occidental como un largo proceso de domesticación de la mitad masculina por la mitad femenina. Esto matiza el discurso de Caliclés en el Protágoras platónico, tan enfáticamente asumido luego por Nietzsche; a saber: que el nervio de las sociedades consiste en una permanente conjura de los débiles para someter a los fuertes. Su símbolo es el destino de Hércules, cuya vida discurre trabajando para ociosos y enfermizos monarcas (en más de una ocasión femeninos).
Eurípides aprovechó la poligamia ateniense para tener dos esposas, si bien se dice que esto le envenenó la vida. Aspiraciones y decepciones resuenan en Bacantes, su última obra, donde las mujeres abandonan el hogar para lanzarse a caníbales orgías por los montes. Aprendiendo de la madre y de la novia —como aprendemos— la devota entrega a un ser querido, es temerario fantasear siquiera con entregarse maritalmente a más de una. Los machos animales luchan por las hembras a muerte, aunque compartir les reportaría ventajas. Las hembras animales pueden pelear o no entre ellas, pero la hembra humana luchará denodadamente para conseguirse un compañero exclusivo. Cierta inocencia astuta hace que entregue su corazón a uno solo, pues únicamente disfrutando de tanto dar y recibir entenderá el varón las reglas del tú, sólo tú. El juego consiste en amar hasta el fin, trascendiendo ocasionales apareamientos.
Menos personalizado, el imperativo biológico sugiere perpetuarse a toda costa. Dentro de esos confines, la alternativa al juego monogámico es el poligámico, antes extendido por toda la Tierra y hoy apenas vigente en feudos mahometanos, donde hasta hace poco sultanes y visires tenían centenares o docenas de esposas. Aún actualmente, para los jeques el amor puede ser una agradable sorpresa, nunca la primera condición de un vínculo. Pero están listos si creen que las amenazas de muerte preservarán mucho más tiempo sus compraventas maritales. Una actitud algo menos machista reina por estas tierras. Cierto profesor tailandés de universidad, que enseña antropología, me dice al respecto:
—Los matrimonios por amor no duran, salvo que haya complicidad mental. Un matrimonio no sobrevive si está basado en la atracción física.
Algo muy semejante pensaban mis abuelos, cuando el divorcio era imposible. Mientras su origen sea cosa distinta de una explosión amorosa, el matrimonio tolerará casi cualquier independencia práctica de los cónyuges, y por eso mismo está llamado a pervivir hasta la viudez. Si viene de amor resulta más frágil. Pero suspender la promesa de afecto conyugal añade al ánimo cambiante de cada día una sombra melancólica. Ahora miro a las parejas de viejos con envidia: mejor o peor preparados para morir, e incluso mejor o peor avenidos, haber pasado toda la vida juntos debe llenarles de ternura y confianza, incluso de orgullo. Echo de menos un mañana obligadamente rendido o previsto como alternativa, aunque el hoy esté lleno de libertad.
Samui
Los recurrentes señuelos de playas paradisíacas me pusieron sobre la pista de Koh («isla») Samui. Pude haberle dedicado mucha más atención al tema, visitando СКАЧАТЬ