Название: Sesenta semanas en el trópico
Автор: Antonio Escohotado
Издательство: Bookwire
Жанр: Путеводители
isbn: 9788494862250
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La mayoría de estas noticas pueden relacionarse con el hecho de que las semillas de loto sean extraordinariamente longevas. Las del loto indio, en concreto, tienen la mayor retención de viabilidad conocida hasta hoy, justificando que allí se relacione a estas plantas con sexo, mucha prole y vida sempiterna. A media noche cruzamos ante una tinaja llena de agua oscura, y de madrugada —cuando volvemos a cruzar— una enhiesta flor saluda la primera luz. También sucede al revés, porque algunos lotos se yerguen sólo de noche, saludando a la Luna e incluso a las tinieblas. En vez de macetas con tierra, y frutos que van brotando mes a mes, grandes flores se alzan del agua y se sumergen en cuestión de horas. Sus tallos son jugosos y limpios, con la misma consistencia aterciopelada del pétalo. No hay rastro de fustes áridos y rugosos de plantas terrestres, como los que acumula el secarral castellano. La hoja menuda del fresno es la desmesurada hoja del banano; la flor minúscula y austera de la manzanilla son hibiscos con forma de antena parabólica, pintados por alguna paleta psiquedélica; el enjuto almendro mediterráneo es el opulento almendro tropical, que arraiga sobre arena de las playas y puede competir en altura con grandes pinos; las negras bayas de la zarzamora son aquí más bien los dorados y enormes cocos, rebosantes de carne y leche.
En ciertas estaciones llueve varias veces cada día, e inmediatamente después de la lluvia sale un sol radiante, tan al contrario de lo que pasa entre nosotros, donde unas temporadas llueve siempre y otras nunca. Mientras en el trópico es fácil vivir recogiendo frutos no sembrados, en zonas templadas y frías hace falta industria para no sucumbir cada año. Y, sin embargo, los thai nos imitan en innumerables cosas, ansiando el tipo de accesorios que nuestra civilización ha inventado y difundido ampliamente. Como el exterior les es benévolo, sus aposentos apenas remedan nuestras acogedoras casas. La mayoría duerme sobre terrazo o cemento, iluminada por algún tubo de neón o una bombilla sin pantalla, entre zumbidos de mosquito, junto a un canalón por donde pasan abiertamente aguas negras, reunida la familia en torno a algún televisor que difunde imágenes arenosas por falta de antena. No conocen el frío, y sólo pueden imitar parcialmente aquello que la intemperie despertó en otros. Quieren irse a lo más «desarrollado», aunque en realidad aman tanto su tierra como sus costumbres. Aquí nuestro antiguo «sí..., mañana» se lee «sí..., la semana o mes próximo». Pero devuelven casi siempre cualquier sonrisa, tratan bastante bien a los perros (para empezar, no se los comen como en buena parte del Sureste) y adoran a los niños.
Luego resulta que se matan, como nosotros, por rencor y dinero; que algunos jóvenes se embriagan por aburrimiento —como entre nosotros—, o que prefieren privilegios a libre competencia. Quién sabe hasta qué punto esa suma de rasgos traspone de algún modo la vida del lirio acuático, tan bello como requerido de estanque y tiempo cálido. Cuando no hay intemperie la vida se mira desde otro prisma, y mañana los lotos del jardín ya no serán los mismos, aunque las semillas de los sumergidos se mantengan fértiles durante décadas. La rosa dura a la larga más que la montaña, y esto sin necesidad de que el dolor sea una ilusión y el mundo un paraíso, como cree La Buena Ley. Tampoco hay necesidad de que el dolor sea lo más real y el mundo un purgatorio, como sugiere el credo hinayana. Tan distintas de estos estanques con lirios acuáticos, nuestras rosaledas sugieren que el mundo no es ni un paraíso ni un infierno, sino más bien algo esencialmente incierto o abierto, donde trabajar ayuda.
14/10
Mahayana («vehículo mayor») se contrapone a hinayana («vehículo menor») en términos despectivos, lo cual ha llevado a comparar «democratismo» hinayana o teravadista a «aristocratismo» mahayana. Quizá haga más justicia al caso verlas como orientaciones libertaria y autoritaria respectivamente. Los teravadistas, que ocupan Ceilán y el Sureste, identifican sabiduría con santidad. Eso les lleva a subrayar dukka (tensión, incumplimiento, enfermedad), annica (transitoriedad de todo) y anatta (inanidad o falta de sustancia de lo real). Los mahayanistas, que ocupan el norte —Tíbet, China, Corea, Japón— identifican sabiduría con la compasión de ciertos humanos felices hasta la médula (bodhissatvas), que aplazan el tránsito a otros mundos para colaborar en la iluminación del prójimo. En vez de cierto hombre, el buda sería una naturaleza, tan anterior a Sidharta Gautama como accesible a cualquier espíritu bien nacido. Los mahayanistas resultan igual de heréticos que la iglesia hinayana para el hinduismo clásico, pero son menos ajenos al júbilo de las figuras cantadas por el Mahabbarata (Judistira, Arjuna, Krisna). La rama zen, por ejemplo, que tiene bastantes monasterios en los Estados Unidos y Europa, ignora la renuncia mundanal teravadista para cultivar cualidades básicamente sociales; en concreto, persigue equilibrio, intrepidez y espontaneidad.
Son rasgos distintos de los preconizados por el budismo sureño, y apuntan al peso de la geografía sobre el arraigo de tales o cuales consuelos. Lo que no cambia es perseguir consuelo, por unos métodos o por otros. Cuando encuentre una religión basada realmente en celebrar, y no en ofrecer lenitivos, me apunto al censo de sus fieles. Ayudaría a cantar las alabanzas del merecimiento y la belleza, a llorar de entusiasmo con hazañas de bravura y perspicacia, a rezar por los bondadosos y tiernos, sin degradar lo sublime a proyectos de hospital y sanatorio. La falta de templos para este tipo de religiosidad colaboró no poco a que se inventara la vocación de poetas y otros creadores sin ánimo de mando en plaza, a la estacional filosofía y a que siga enorgulleciéndonos hacer o responder la pregunta:
—Ciudadano, ¿dónde votamos?
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