Название: Sesenta semanas en el trópico
Автор: Antonio Escohotado
Издательство: Bookwire
Жанр: Путеводители
isbn: 9788494862250
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Reedición lánguida del hippie, que viajaba con un equipaje compuesto de modo primordial por alcaloides, topo en Samui con esos jóvenes que portan un equipaje de recetas homeopáticas y enormes mochilas como de alpinista, cuyo destino son fondas y chozas de mala muerte. También hay personas que llevan otro tipo de equipaje, con tirador y pequeñas ruedas en cada bulto, e incluso unos escasos poseedores de maletas bonitas, destinados a ocupar bungalows dignos. Sin embargo, no estoy buscando acomodo con mochileros ni con ninguna otra especie de turista. Vengo un año entero a prepararme para cumplir los sesenta, con el proyecto de escribir un libro sobre capitalismo y anarquismo que en buena medida requiere estudiar a Hayek, y necesito sencillamente una casa cómoda. Por cómoda entiendo dos habitaciones, teléfono para enchufarme a Internet, silencio circundante, tela mosquitera en todos los huecos y alguna buena playa cerca. Hasta la saciedad me habían repetido que eso lo ofrecía Tailandia a cada paso.
Y así fue que —tras algunas horas de visitar casas insufribles por no cumplir una, varias o todas las humildes condiciones recién enumeradas— caemos en el complejo de Heinz, un alemán que me dio buena espina. Dijo que acababa de jubilarse como director de un colegio en su país, cruzamos dos palabras sobre Hegel y enseña un bungalow verdaderamente encantador. Había inconvenientes, como que aún no le hubiesen puesto teléfono, o que la playa tuviera mala arena y piedras en la orilla. Pero el precio de 7.000 bahts (unos 200 euros) parecía asequible. Lo malo vino inmediatamente después, cuando traté de darle la fianza para dos meses, porque había un malentendido: la cifra no se refería a meses, sino a días.
El taxi siguió de un lugar a otro, mientras me iba reinstalando en el ánimo rencoroso. Para cuando llegaba el crepúsculo elegí el Sandy's Resort, un pequeño hotel mucho más barato que el Yatch Club. El botones se quejó del equipaje plúmbeo, mientras yo caía sobre la cama medio mareado por el bochorno. Cierto generador petardeaba demasiado cerca, uniendo sus fragores a una versión tailandesa de Macarena desde el bar de la playa. El cuarto era oscuro y pequeño, la lluvia seguía cayendo, y ese pobre acomodo no dejaba de ser demasiado caro con mucho. Sentirse provisional en Calatayud o Ponferrada no es lo mismo.
23/8
Hundidas algunas empresas locales con la crisis, dinero fundamentalmente europeo ha convertido los mejores sitios en destinos inaccesibles, forzando a elegir entre una gravosa clase preferente o una insalubre clase turista. Los pocos lugares gratos que no han sufrido esa uniformización muestran claros signos de decadencia, como un coche que diez años atrás funcionaba bien y ahora renquea. Geografía aparte, Samui y Torremolinos sólo se distinguen por el tamaño de los edificios, que aquí rara vez superan los dos pisos. No hay asomo de sitio para alguien distinto del turista que viene a pasar unos pocos días, salvo padeciendo legiones de mosquitos, cochambre y aislamiento.
¿Qué hago aquí? Una pipa de opio prometería energía y reflexión desapasionada. No tengo nada parecido, y me arrastro al restaurante de la playa sin cambiar las alpargatas por chanclas, cuando no hay zona sin charcos y el esparto mojado ya no seca jamás. Como sustituto del jugo de amapola he bebido un buen trago de jarabe para la tos, provisto de su sedante codeína, y a pesar de los pequeños infortunios en cadena no puedo omitir que el sitio es distinto de lo anticipado. Camareros y camareras sonríen, un aroma a comida apetecible surca el ambiente. Ofrecen una nécora bien salseada, tras la sopa tradicional de pollo en leche de coco verde. Al lado de mi mesa hay un pequeño altar budista cargado con diversas ofrendas —vaso de agua, fragmentos de comida picoteados por un trasnochador pájaro, palitos de incienso, escayolas polícromas—, y el calor interno del jarabe va invadiéndome a la vez que la brisa marina alivia el externo. La cajera me parece seductora, tan menuda y elegante, cincelado su medio perfil por algún maestro de la hermosura. Pido un par de chupitos de buen whisky, los saboreo despacio, y tras la última cerveza decido que las cosas no van tan mal como ayer. A pesar de que la playa sea mucho peor, aquello cuesta la mitad que el alojamiento previo; urge menos la búsqueda de alternativas. En realidad, detalle a detalle sólo he encontrado un culto parecido a la belleza en Francia, aunque los campos, casas y jardines franceses sean tan distintos.
¿Miedo? ¿Asco? Algún día podría arrepentirme de una rendición tan prematura. No es repugnancia ni paranoia, sino el agudo incordio de mantener la guardia alta incluso aquí lejos, en un país supuestamente baratísimo y relajado por todos conceptos. El edén modesto —terrenal— me está saliendo caro y tirante, como las escapadas que no fructifican. Pero es ilegítimo confundir mediocres peripecias con el favor o disfavor de Fortuna. Mal puede uno escapar de apenas nada, y mucho menos de la propia sombra, tan automática e intangible. Mi talante gruñón omite que la gratuidad de los paraísos resulta ilusoria, y eso es todo. Pregúntese a Adán y Eva, que fueron expulsados de uno como okupas por un ángel de espada flamígera. Samui no es un verdadero edén —lleno por eso mismo de peligros metafísicos e insalvables peajes—, sino un sitio algo más humilde, interesante en principio.
29/8
Encontré una casa deseable, que combina estar hecha hace tres años con una hermosa arquitectura tradicional. Es un dúplex espacioso, con mucha luz, donde predomina la madera. Todas las esquinas de los techos exhiben ese remate elegante y característico de los templos y palacios thai, que es como una estilizada cabeza de pterodáctilo vista de perfil. Tiene teléfono, dos habitaciones, rudimentaria cocina, algunos muebles pasables y un encantador jardín, alfombrado de césped y enriquecido por numerosas plantas y frutales. Como aquí todo crece tan rápido, tres años han bastado para que cocoteros, papayos y bananos tengan el tamaño de naranjos y ciruelos con medio siglo de vida. Sathien, el jardinero, imita ventajosamente nuestros setos de boj con hibiscos y otros arbustos, en especial uno que produce espectaculares flores amarillas. Los ventanales del piso de abajo necesitan mosquiteras móviles, el piso de arriba requiere aire acondicionado, y la renta es disparatadamente alta. Herr Hauptmann, el propietario, me llamó desde Düsseldorf proponiendo un arreglo leonino: bajaría el precio de 40.000 a 35.000 bahts5 mensuales, montaría las mosquiteras y el aire acondicionado del piso superior, pero exigía al menos seis meses de alquiler, garantizados por un adelanto inmediato de tres, que serían devueltos al cumplirse el semestre. Su administrador, cierto bufete de Bangkok, me hizo llegar un contrato con docenas de estrictas cláusulas, incluyendo un inventario que detalla número de cacerolas, sartenes, coladores y ceniceros.
Firmarlo era no ahorrar un céntimo, quedarse a medio kilómetro de la playa y, sobre todo, renunciar a mudanzas dentro o fuera de Samui. Pero decidió una mezcla de pereza y desfallecimiento, unida a la gracia del sitio. Ahora tengo Internet, y delicadezas como un pequeño estanque con lotos azules, peces pequeños y ranas, cruzado por un minúsculo puente de maderas Otras tres casas del mismo estilo, aunque algo más pequeñas, completan ese claro en la espesura del palmeral. Dos cosas magníficas son buena luz, para el día y para la noche, y un pequeño estudio en el piso superior con vistas a la selva gracias a un gran ventanal con forma de triángulo, donde monto de inmediato el portátil. Con alborozo, dedico la primera noche a transcribir parte de las notas sugeridas por los Principios de Menger. Claras de cerveza y anacardos son el combustible. Esa misma tarde, mientras compraba un par de litros de yogur en una tiendecita del camino, topé con un póster muy difundido en tiempos de Woodstock. Es el daguerrotipo de una piel roja norteamericana, que acompaña a cierta profecía de la tribu kree: «Cuando hayáis talado el último árbol, envenenado el último río y capturado el último pez descubriréis que el dinero no puede comerse.»
30/8
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