Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado
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Название: Sesenta semanas en el trópico

Автор: Antonio Escohotado

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

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isbn: 9788494862250

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СКАЧАТЬ inmediatos, y deposité mi suerte en manos de la agencia de viajes del hotel. Me dijeron que en Samui no llovía ajora tanto como en Pukhet o Krabi, que estaba más virgen de turistas, y que tenía de todo a buen precio. La alternativa no rigurosamente selvática era Pattaya y su costa, donde se concentra el turismo sexual de todo este país, algo demasiado turbador para mi andropausia

      De modo que hago por segunda vez las plomizas maletas —con libros para un año— y salgo hacia el aeropuerto. Es un día inusualmente claro y limpio en Bangkok, sin tráfico apenas, porque el cumpleaños de la reina ofrece la única vacación anual para muchos empleados. Llego en media hora, pago sin rechistar el enorme exceso de peso, y sufro con algo menos de filosofía la falta de aire acondicionado en la turbohélice de Bangkok Airways, un tipo de avión que sólo se refrigera en el aire. No recuerdo tanto calor ni dentro de una sauna, pero con buen ánimo casi cualquier cosa resulta tolerable.

      El aeropuerto se revela rústico, coqueto y pequeño. Admirarlo casi hace que no vea al chófer del hotel donde la agencia me reservó dos noches, el Lamai Yatch Club. Y aunque la mención a yates —como la de un golf— intimida al viajero con pocos posibles, el sitio ofrece ventajas manifiestas sobre Bangkok. Situado junto a una pequeña playa donde alternan arena blanca y rocas, sus instalaciones se reducen a una pequeña recepción y varios bungalows espaciosos, algunos situados junto al mar y otros en segunda o tercera línea. Ningún estruendo mecánico turba un silencio rasgado ocasionalmente por el croar de ranas y grillos, salvo que el huésped ponga en marcha su aire acondicionado. El ocaso trae chubascos tímidos, y con el último resplandor del cielo enveredo hacia el restaurante, construido sobre el rincón sur de la estrecha rada, a escasos metros de una lámina marina casi inmóvil, que resulta grisácea a esa luz. No hay sombra de oleaje, sólo un minúsculo e inaudible rizo en el borde del mar que toma contacto con la tierra. El establecimiento —algo humilde para un Yatch Club— está formado por una barra ovalada, varias mesas en torno a una piscina con forma de riñón y un techo cónico de uralita transparente, cuya utilidad se demuestra ahora mismo, evitando que estemos a merced de la lluvia.

      Hay una docena de pesqueros nocturnos, con poderosos reflectores apuntando hacia abajo, a escasa distancia de la playa. El hotel se aprovisionará de sus capturas, imagino, y pido por eso el pescado más fresco y excellent, animado por la perspectiva de acceder a una pieza casi palpitante, perfumada por el yodo salino. Lo quiero a la parrilla, con alguna salsa aparte, para poder separar sin velos cualquier espina. Sin embargo, recibo una pieza arqueológica, carbonizada por fuera y cruda hasta la frialdad por dentro, congelada y descongelada en tantas ocasiones como corresponde a un dorado de diez kilos cuando la clientela resulta escasa.

      La lluvia percute sobre la uralita transparente del techo, las maletas duermen sin ser abiertas en la habitación, y el trabajo desde mañana será buscar otro acomodo. Temo que la hierba de Bangkok invoque mal rollo, con patéticos arrepentimientos, y recurro al infalible rohipnol. Hasta caer en brazos de Morfeo ojeo los Principios de economía política de Menger. Pero el libro es apasionante y me tiene en vela varias horas, demasiadas para no llegar tarde al desayuno.

      21/8

      Envuelta en vahos húmedos, la mañana no trae alivio. Gente fea o triste —francesa fundamentalmente— está sentada en torno al bar de la playa, con algunos niños escuálidos u obesos entrando y saliendo sin parar de la piscina. Decido catar las tibias aguas marinas, pálidamente pardas, y los pies descubren una extensión ilimitada de piedras resbaladizas a causa del limo. Reservas espartanas sugieren nadar al estilo mariposa hasta donde llegue el aliento, que es muy poco. Ya en la arena, hago incluso un conato de viriles flexiones, que preparen para los desafíos futuros. Aún alicaído, pero duchado, voy a la carretera en busca de taxi y topo con un chamizo donde venden cerveza mucho más barata que en el hotel. Bernie, un suizo alemán que me pareció de mis años (simple delirio, pues tiene quince menos), se lamentaba allí por la discriminación.

      —Si uno es tailandés paga 20 bahts por viajar en un taxi colectivo, y 100 por un taxi. Si es de cualquier otra parte paga tres o seis veces más. Lo mismo pasa con hoteles, casas de alquiler y hasta cerveza.

      Fue un comentario desalentador, justo antes de alquilar una especie de vespino a la propia camarera del quiosco. Se sumaba el incordio de que condujesen por la izquierda, como los ingleses, y con aparente temeridad, pues necesito un sitio con Internet para mandar dos artículos a Madrid. Ya sobre ruedas, empieza a llover y llego tiritando a una aldea, donde paso sin solución de continuidad a cierta habitación sofocante y tengo el primer contacto con la red en Asia. Pequeñas tiendas de carretera, provistas de dos o a lo sumo tres ordenadores, ofrecen conexión informática, billetes de avión y barco, alquiler de bici, moto y jeep. El enganche cuesta un cuarto de dólar por minuto, si bien hotmail tarda cinco en dar señales de vida, y quince para componer un mensaje con añadidos. Entre pantalla y pantalla discurren tiempos siderales. Como el ordenador se niega a reconocer uno de los artículos, vuelvo al hotel para rehacer el archivo en mi portátil y regreso a la tienda. Sigue sin reconocerlo, pero cuando retorno agobiado al hotel un ángel de la guarda sugiere la arbitrariedad de renombrarlo en mayúsculas. Otra vez en la tienda, logro al fin mandar ambos artículos. Ha sido apenas hora y pico de conexión.

      Había caído la noche, haciéndome recelar de furgonetas y camiones que pasaban a centímetros de la moto, cuando se enciende el chivato del combustible. Tras algunas averiguaciones me dirijo a una gasolinera aparentemente moderna, como las nuestras, donde me ponen un litro de mezcla. Cuál no sería mi asombro cuando el mozo me pide 40 bahts, enmarcado su rostro por un gran cartel donde se lee: 1 liter, 17 bahts. Le flanquea otro gasolinero con cara muy seria, animados ambos al atrevimiento por mi aspecto de turista absurdo, temeroso y frágil, propiamente senil. Se conforman con 20 bahts, pero la miseria de mis tribulaciones clama venganza.

      Ciertamente, nadie me ha llamado a Asia, salvo la universidad que aceptó mi proyecto de año sabático. Pero nadie llama a los millones de asiáticos que emigran a nuestro mundo. ¿No sería una buena solución aplicar a esos inmigrantes el mismo rasero, cobrando el doble o el triple por tabaco, transporte, hospedaje y otros servicios? ¿No nos proporcionaría esta reciprocidad un estupendo excedente de caja? El rencoroso ánimo abanicaba suavemente mis neuronas con amenazas diplomáticas, campañas de prensa e incluso un librito sobre agravios comparativos, que al unir ironía con buenos datos hiciese daño al negocio turístico. El principio físico y moral de acción-reacción no podía violarse tan impunemente.

      Para entonces estoy otra vez en el mortecino restaurante, rodeado por soledad y chubascos, mientras la directora del hotel informa de que la tarifa convenida con el tour-operator es excepcional, y la habitación costará el doble desde mañana; concretamente, noventa euros diarios sin desayuno. Tras echarle en cara que por ese precio —equivalente al salario mínimo mensual aquí— sólo regalasen al cliente un tercio de litro de agua potable, pido arroz frito con un huevo encima (lo más barato) y hojeo el Bangkok Post. Su primera página anuncia que cuatro tailandeses han sido condenados a muerte por tres kilos y medio de metanfetamina, quizás destinados a producir MDMA o éxtasis. Chatchai Sutthiklom —zar antidroga del país— comenta: «Los jóvenes que toman éxtasis no buscan huir de la realidad, sino disfrutar experiencias a fondo, pero es definitivamente adictivo.»

      Miedo y asco empieza a darme todo en general. Cuatro hombres van a ser ejecutados sin haber hecho daño demostrable a nadie, y uno más está atascado en una ciénaga de ávidos operadores turísticos. Cierto grillo bate élitros como de bambú en algún seto, un lustroso milpiés surca despacio las baldosas del bungalow, las cigarras emiten un ruido parecidísimo a sirenas de ambulancia. Sólo lo insólito rasga el telón de la noche con destellos de esperanza.

      22/8

      Apenas estaba al comienzo de mi mediocre peripecia. Desperté algo antes de las seis con una pesadilla. Me caía del Pan de Azúcar, esa inmensa roca pelada, y —tras tirar un poco de Freud— deduje que significaba desesperación. Llovía, СКАЧАТЬ