Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero
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СКАЧАТЬ devoradora termina por apagarse. Muy a menudo, en más de una gran pasión, las sábanas perfumadas del lecho se han convertido en mortaja fúnebre; acaso lea estas líneas más de una que, palpitante de deseos y de emociones, por la noche, habrá entrado en el tálamo del himeneo, para luego levantarse fría y gélida por la mañana.

      Soy YO la que habla. He podido descansar voluntariamente solo durante una hora en los brazos de un hombre, y esa hora erigió una barrera de saciedad entre él y yo; esa hora, la única posible para él, fue suficientemente larga para volver a colocarlo, respecto de mí, en la multitud monótona de los indiferentes; él volvió a ser para mí una de esas unidades que no dejan más rastro en nuestra vida que un recuerdo común, frío y banal, sin valor, sin placer, sin lamentos.

      Y aquí ya no pretendo hablar de las decepciones que pueden resultar del extraño y enorme sacrificio, por cuyo riesgo, bajo el cielo ardiente de Italia, más de un niño puede a edad temprana correr la suerte de convertirse en un célebre maestro; antes bien, hablaré de las que hallan sus causas en las desproporcionadas liberalidades de una naturaleza cruel, burlonamente pródiga. No hago alusiones. Mil causas diversas pueden dar el mismo resultado.

      […]

      Ahora bien, admitida la necesidad de poner a prueba la carne, ¿qué sucede con la ley de proclamación pública? ¿Habría que incluir entonces, en la confidencia de esas pruebas más o menos prolongadas, si llegan o no a un resultado? No lo creo. Pero, entonces, ¿en qué punto exacto deberá concluir el misterio? ¿Quién fijará la hora exacta de la puesta en público?… En esta cuestión, estamos forzosamente obligados a someternos al libre arbitrio de los interesados; debemos conceder la mayor amplitud a cada individualidad, de modo que aquellos puedan permanecer en el misterio, si así lo desean. Si así no fuera, ya no sé qué debemos entender por libertad, por satisfacción dada a cada carácter, porque cada carácter es bueno…

      ¿Dónde culmina el período de prueba? ¿Dónde comienza la etapa del matrimonio? Allí radica toda la cuestión. O, antes bien, el matrimonio es apenas una seguidilla continua y prolongada de pruebas, que tarde o temprano debe llevar –al menos en el caso de las naturalezas móviles, inconstantes– a un enfriamiento, a una separación.

      […]

      Dicen ustedes que hay hombres constantes, estables, y otros que, en cambio, son móviles, inconstantes. Señálenme, entonces, ¿cuál es el punto de separación entre la constancia y la inconstancia, entre la estabilidad y la inmovilidad, dónde finaliza una y dónde comienza la otra? En verdad, mis ojos débiles y miopes no podrían hacer esta distinción.

      ¡Proclaman ustedes dos naturalezas! Y bien, mañana, dependiendo de que el mayor número confiese ser de una o de otra, darán mayor importancia a una sobre la otra; tal vez involuntariamente harán predominar a una sobre otra, proclamarán que una es mejor que la otra; y pronto tendremos una naturaleza mala y una naturaleza buena, un pecado original; y pronto recaeremos en un paraíso y un infierno; pondrán una aureola de santo en la frente de una; y sumirán la otra en las llamas vengadoras de los condenados; ustedes serán de Dios; yo, del demonio.

      […]

      Que las mujeres que me lean dejen de lado cualquier orgullo vano, cualquier prurito de mando desplazado; que, por una hora, una vez en su vida, olviden un sonrojo mentiroso, que ya no disimulen su rostro bajo los pliegues de un abanico engañoso, bajo las amplias alas de un sombrero, y, con una mano sobre la conciencia, respondan a esto: “Díganme, señoras, ¿hay entre ustedes una sola que, en el seno de la unión más fecunda de dicha y alegría, no desviara por un momento, por breve que haya sido, la mirada de su esposo o de su amante para posarla, con complacencia y placer, en otro hombre y –haciendo, a escondidas, una comparación en completa ventaja de este último– no deseara que el amante o el esposo se le parecieran?”.

      Sí, si entre todas ustedes pudiera hallarse una sola con esa conformación, que se levante, me condene y me arroje la piedra, porque entonces habré pronunciado un discurso imprudente y calumnioso, y debo ser condenada por ello. ¡Estoy resignada!

      […]

      Desde el momento en que han mirado a un hombre con placer, con satisfacción, y que les ha parecido más bello, más espiritual que su amante o esposo; desde el momento en que lo han considerado superior a uno o a otro, no importa desde qué punto de vista, en qué relación del espíritu o de la materia, yo declaro: ha habido prostitución, se ha cometido adulterio, al menos en la intención. Solo el prejuicio, el temor o algún otro motivo desconocido las ha refrenado, y han sumado al adulterio las artimañas y las mentiras.

      Adulterio, artimañas, mentiras. Allí caemos incesantemente en la ley de la constancia respaldada en la puesta en público.

      Debemos confesar, entonces, que la más pura, la más fiel, ha sido culpable (hablo según los supuestos morales antiguos del mundo antiguo), culpable al menos de deseos, infiel con su voluntad… ¿Qué importa si el acto no siguió al pensamiento? Por una penosa necesidad habrá gemido muchas veces; y cuando hace alarde de su constancia, se vanagloria de ella, hombres, tengan la certidumbre de que en su corazón se desprecia y se apena de sí misma; porque su pretendida constancia no es más que mentira y engaño, para ella tanto como para las demás.

      Luego de la pomposa virtud teatral de las Lucrecias, tal vez podrían evocarse los furores de los Otelos para, de los celos a la constancia, llegar a una conclusión en mi contra.

      Por favor, respondan: ¿acaso son los celos otra cosa que la expresión más alta, mejor pronunciada, de ese egoísmo que remite todo a uno mismo, que, exento de condicionamientos, trabas o cualquier abnegación personal, querría encadenar para siempre el cuerpo al espíritu, el pensamiento, la voluntad, la sensación de todo ser amado, y así someterlo a su ley, a su placer, a su capricho? Los celos no son otra cosa que el sentimiento antisocial de propiedad que les hace decir: mi castillo, mis dominios, mi casa; que les hace rodear el castillo de una enorme fosa, la casa, de una fuerte muralla, los campos, de un impenetrable cerco vivo.

      Ustedes hablan de Otelo: ¿acaso no invocan también a las matronas, los eunucos y los mudos del serrallo…? ¿No hablan también de los grilletes, las cadenas y los cerrojos preservadores? Sublimes inventos de Italia, que garantizan la constancia, la fidelidad, permitan al esposo, vejete tembloroso, viajar seguro de la virtud de su joven esposa, cuya llave se ha llevado en algún bolsillo de su maleta… Es cierto que el amor también sabe, durante el reposo del himeneo, poner una llave postiza en manos del amante dichoso y compensar a la joven esposa lánguida, abandonada… ¡conmovedora y dulce reciprocidad de franqueza y de confianza!

      Por último, si me atreviera a poner mi propio ejemplo –algo que, según creo, puede permitírseme, después de lo anterior–, haría mi confesión con la ingenua espontaneidad, con la noble franqueza de ese pobre asno de la fábula que, en un prado, había mochado el pasto marcando el ancho de su lengua y que tigres y leones descuartizaron piadosamente en holocausto a los dioses irritados…

      Diría que yo, porque era celosa, y muy celosa, durante largo tiempo me creí constante y, más tarde, llegando a mirar mejor, a descifrar mejor el problema de mi individualidad, comprendí a las claras que, con la seguridad que dan el silencio y el secreto, ¡en verdad no sé muy bien qué podría haber sido de mi fidelidad! Entre todos los hombres, ciertamente hay uno a quien amé más que a los demás, hacia quien siempre me lleva con preferencia mi afecto; pero a fin de cuentas encontré a otros que me agradaban más o menos, y con los cuales voluntariamente bien habría podido, de vez en cuando, olvidar al primero, con la certeza de preservar toda su ternura, gracias a su ignorancia. Y esta historia mía es la de muchas mujeres: lo digo a expensas de mi amor propio, ¡maldito sea quien mal piense!

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