Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero
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СКАЧАТЬ no son sino un sentimiento odioso de egoísmo y de personalismo, que no prejuzgan nada en favor de la constancia, por el contrario…

      La fidelidad casi siempre se ha basado solo en el temor o en la imposibilidad de hacer algo mejor o diferente.

      Y ello no es más que la consecuencia rigurosa de este hecho, de esta verdad: que solo existen naturalezas móviles, inconstantes. Porque la movilidad es la condición del progreso, y yo no podría concebir otra inmovilidad, otra constancia más que la de DIOS, el único eternamente y necesariamente inmutable, porque DIOS es todo lo que ES, es el progreso, es la vida.

      Por la proclamación de la ley de inconstancia, y solo por ella, la mujer se liberará.

      La unión de los sexos debe basarse en las simpatías más amplias, mejor establecidas; y como la vida se formula constantemente entre los dos aspectos del espíritu y de la materia, tendrá que haber simpatía del espíritu con el espíritu, de la materia con la materia, prueba más o menos prolongada de uno y otro por uno y otro, convivencia más o menos prolongada.

      En estos términos, ¿no se vuelve acaso necesario el misterio? ¿No es una garantía indispensable de la libertad para la mujer?

      […]

      Me parece que debería detenerme aquí, después de haber tratado, desde sus principales ángulos, la cuestión de la liberación de la mujer. Pero aquí no termina mi tarea, ya que esta cuestión plantea otra muy grave, a la cual está íntimamente ligada y de la cual depende: la cuestión de la filiación, de la generación.

      […]

      El hombre y la mujer, obedeciendo a la imperiosa voluntad de los sentidos, llevados uno hacia el otro por esa necesidad de placeres a la cual Dios, siempre bueno y previsor, ligó la conservación de nuestra raza, se arrojan uno a los brazos del otro, confunden su vida en un largo abrazo, y olvidan las consecuencias naturales y probables que deben surgir de esa unión por un misterio divino e insondable.

      Sin embargo, las leyes de la naturaleza reciben su sanción, y la mujer ha concebido.

      Entonces, maldicen ustedes a menudo ese desenlace natural de sus placeres, que de improviso viene a alterar sus cálculos de egoísmo y ambición, a interrumpir el curso de sus voluptuosidades.

      Después, se ven forzadas a someterse a los decretos de una voluntad más poderosa que la de ustedes, contra cuyos actos les es imposible luchar; y, transcurridos los nueve meses, reciben en sus brazos a esa débil criatura, cargada desde el vientre materno de su odio, de su injusta cólera; ¡esa criatura que no había pedido el ser!

      Pronto, tendrán en sus manos a ese nuevo individuo social, aún débil e imposibilitado, que al ritmo de los caprichos de ustedes se transforma en un juguete cuyos movimientos adaptan a los de su péndulo; con sus risas, con sus caricias, alientan las más mínimas futilidades de esa imaginación flexible que compone todos sus actos según cómo vea su rostro, según los pliegues de su frente; y ustedes se extasían, desfallecen de gusto y contento; se admiran ante cada una de las pretendidas gentilezas que salen del niño. El niño crece y desarrolla incesantemente su cuerpo y su espíritu; continúa los juegos que ustedes alentaban con sus caricias y sus aprobaciones; pero el prisma se ha roto, la saciedad colma el alma de ustedes; el disgusto y el aburrimiento suceden al entusiasmo, reemplazan la admiración… y un día, látigo en mano, inculcan a los miembros heridos de aquel una primera lección de injusticia y de saber vivir, que repetirán a menudo.

      A partir de ese día, ya no más reposo, ya no más alegría para él: le habrán asignado un casillero en el vasto tablero del mundo, sin preocuparse por si el desarrollo de su organización le permitirá llenarlo. Lo modelan, lo hieren, lo extienden o lo mutilan, según convenga a los proyectos de ustedes; y después de largos años, piden al monstruo odioso que se les escapa de las manos gratitud por los dones que le han hecho; no dejan de perseguirlo con sus exigencias insaciables; lo obligan a rendirles un culto de amor y de veneración; y cuando, al final, ustedes agonizan, él puede recobrar el aliento e intenta enderezar sus propios miembros deformados, su cabeza gacha, pero prueba en vano: sus miembros y su cabeza no dejarán de estar encorvados, y su porte raquítico lleva para siempre un germen de destrucción.

      ¡Ah! Apoyada en un inmenso haz de puñales parricidas, en medio de los gemidos que de tantos pechos emanan, solo en nombre del padre y de la madre, me aventuro a alzar la voz por la ley de la libertad, de la liberación, contra la ley de la sangre, la ley de la generación.

      ¡Ya no más esclavitud, no más explotación, no más tutela! ¡Emancipación para todos, para los esclavos, para los proletarios, para los menores, los grandes y los pequeños!

      Sin embargo, tengan cuidado: haría falta que el poder de la paternidad contra el que me alzo pueda al menos cubrirse con cierta apariencia de razón, de legitimidad, que ese derecho se base en algo.

      Ahora bien, cualquier certidumbre, cualquier presunción de paternidad, choca contra mi teoría de la puesta a prueba, del misterio; certidumbre, presunción igualmente dudosas hoy día.

      […]

      Para nosotros que junto con tantos otros creemos y proclamamos que la propiedad dejará de existir, que la herencia desaparecerá, porque la propiedad, la herencia son un privilegio de nacimiento, y todos los privilegios de nacimiento deben ser abolidos, sin excepción.

      Para nosotros que reclamamos la clasificación según la capacidad, y la capacidad según las obras.

      Para nosotros que, en todos lados, en todos los hombres, no vemos sino funcionarios que son sucedidos o reemplazados, pero no heredados.

      Para nosotros, la objeción cae por sí sola y pierde su valor.

      A quienes pretenderían que abolir la herencia significaría destruir la sociedad yo respondería que la sociedad se agota desde hace siglos, apegada, sin tomar aliento, a esa obra de destrucción; que ha perseguido la herencia de posición en posición, quitándole sucesivamente todas sus prerrogativas; que hoy en día la propiedad, reducida a su más simple expresión, se ampara vanamente detrás de las numerosas filas de la guardia nacional, al abrigo de un bastión hecho de leyes y ordenanzas. La descomposición ya la ha alcanzado; los términos “impuesto progresivo” ya tintinean como un toque fúnebre a los oídos del propietario ocioso y alarmado.

      Antes, el hombre era el esclavo, la propiedad, la cosa del hombre, transmisible por herencia. ¿Qué ha sido de la esclavitud, esa gran propiedad? Destruida, aniquilada… y, sin embargo, la sociedad subsiste cada vez más bella, más grande, más perfecta.

      ¿Qué ha sido de la herencia del feudo cubierto de vasallos cargados de diezmos y cánones? La sociedad se ha sepultado bajo esa ruina de la edad media.

      ¿Qué ha sido incluso de la herencia del título que confería derechos y privilegios? La tierra tembló en sus polos cuando dos o tres privilegiados fueron los primeros en quemar sus pergaminos y sus credenciales en el altar de la patria, en plena asamblea nacional.

      Sé que una revolución no se hace en un día, bruscamente, de improviso; comprendo que son necesarias ciertas cautelas para producir cambios y que la sociedad no se transformará sino poco a poco, con una transición imperceptible y controlada.

      No es mi obra ni mi misión, al menos aquí, indicar en qué consisten o en qué consistirán esas precauciones.

      Por consiguiente:

      Ya no más paternidad siempre dudosa e imposible СКАЧАТЬ