Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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Gregorio, aunque en un principio bien dispuesto hacia Enrique IV, subestimó la necesidad del joven rey de mostrar firmeza ante los múltiples desafíos a su autoridad a que se enfrentaba en Alemania. Enrique, no menos obstinado, entre 1073 y 1076 contribuyó a alimentar una serie de malentendidos y oportunidades perdidas que llevaron a ambos personajes a considerarse rivales, no aliados. El choque fue in crescendo a medida que uno y otro reforzaban sus posturas con argumentos ideológicos y atraían el apoyo de otros, que, con frecuencia, tenían motivaciones propias. La complejidad y multiplicidad de los problemas quebró los antiguos vínculos y produjo una situación explosiva que no podía resolverse por medios convencionales.102
El problema de las investiduras
Esta disputa desembocó en la querella de las investiduras, que, con el tiempo, dio nombre a todo el periodo de pugna papado-imperio que se prolongó hasta 1122.103 El desencadenante fue la investidura del arzobispo Godofredo de Milán, acusado de simonía por los reformadores en 1073. La investidura fue tan controvertida porque ponía en cuestión tanto las bases materiales como las ideológicas del imperio. Las vastas donaciones eclesiásticas eran consideradas parte integral de las tierras de la corona, en particular al norte de los Alpes. En una época en la que apenas se utilizaban normas escritas, las obligaciones se certificaban por medio de rituales. El proceso de nombramiento de un abad o un obispo requería su investidura. El patronazgo real también daba un papel al rey y el clero consideraba un honor especial ser investido por el monarca, dado que esto reforzaba su posición dentro del orden social. Las congregaciones locales y el clero desempeñaban un papel en la elección de abades y obispos, pero esto se basaba todavía en cartas reales, no en el derecho canónico. De ese modo, era práctica habitual que el monarca hiciera entrega al nuevo clérigo de un bastón y que el arzobispo le diera un anillo. Con Enrique III, ambos elementos los entregaba el rey. Dado el incremento de la sacralidad del reinado imperial en torno a 1020, esto no fue contencioso en un principio. Además, no quedaba del todo claro cuál de los objetos simbolizaba la aceptación por parte del clérigo de sus obligaciones militares y políticas a cambio de sus tierras, dado que esas mismas tierras contribuían al sostenimiento de sus actividades espirituales.104 El problema era que la reforma gregoriana iba más allá de lo convencional (es decir, si Godofredo era apto para ser arzobispo de Milán) y desafiaba el mismo hecho de que la realeza participase en este proceso, con lo que rompía con varios siglos de consenso teocrático explícito. Lo que es peor, sucedía en el preciso momento en que la monarquía estaba haciendo que obispos y abades se implicasen más a fondo en la gobernanza del imperio.
Desde el siglo XII, los cronistas han simplificado esta lucha y la han reducido a una pugna entre güelfos y gibelinos. Los primeros provenían de la familia aristocrática germana de los güelfos (Welf) que apoyó durante breve tiempo el papado reformista, mientras que los segundos debían su nombre a una corrupción de Waiblingen, en Suabia, de donde se creía, por error, que provenían los salios.105 Tales nombres adquirieron importancia entre las facciones de la política italiana tardomedieval, pero la querella de las investiduras fue protagonizada por coaliciones fluidas, no por bandos disciplinados. Muchos clérigos se oponían a la reforma gregoriana por considerarla excesiva. Los monjes de la abadía de Hersfeld, por ejemplo, estaban convencidos de que Gregorio provocaba la división de la Iglesia cada vez que abría la boca. El clero que tenía parejas femeninas se consideraba a sí mismo legalmente casado, pero el triunfo final de la reforma, hacia 1120, redujo a la esposa de un sacerdote al estatus legal de una concubina y sus hijos pasaron a ser siervos de la Iglesia. Los obispos se oponían con frecuencia a la causa de la libertad eclesiástica, pues esta podía utilizarse para socavar su autoridad y retener diezmos a nivel local.106 De igual modo, los atractivos del ascetismo reformista llevaron a numerosos laicos a apoyar al papado.
La querella de las investiduras
La disputa de Milán culminó una década de enconado conflicto local que enfrentó al movimiento reformista patarino, apoyado por el papa, contra el clero y el arzobispo, acaudalado y proimperial.107 Incapaz de resolver la cuestión, en enero de 1076 Enrique IV convocó un sínodo en Worms. En él se negó obediencia a Gregorio VII y se exigió su abdicación. El hecho de que la asamblea de obispos no se atreviera a destituirlo suponía el reconocimiento implícito de que no tenía autoridad para ello y, además, todo el congreso carecía de credibilidad, pues transcurridos tres años de pontificado era muy tarde para protestar contra las irregularidades en la elección de Gregorio. El cambio de situación se evidenció un mes más tarde, cuando Gregorio fue más allá que ningún otro pontífice: no solo se limitó a excomulgar a Enrique, sino que lo destituyó, así como eximió a todos sus súbditos de su juramento de lealtad.
La situación de Enrique empeoró durante el año a causa de la creciente oposición en algunas regiones alemanas. Pero, a finales de diciembre, este se hizo con la iniciativa: eludió a sus adversarios en los Alpes y cruzó por el paso de Mont Cenis. Supuestamente, la nieve le obligó a trepar la montaña, mientras su esposa y las demás mujeres de la realeza descendían deslizándose sobre una piel de vaca. Pero Enrique pudo interceptar a Gregorio, el cual se dirigía a Augsburgo para reunirse con los señores y obispos germanos que se oponían al rey. No se trataba de una misión de comando real para secuestrar al papa, sino más bien un intento de presentarse como un penitente y obligar a Gregorio a revocar la excomunión y la destitución. Al rey, después de «esperar a la intemperie en el exterior del castillo, vestido con lana, descalzo, aterido», se le permitió por fin entrar en Canosa, fortaleza que pertenecía a Matilde de Toscana, en la que se alojaba Gregorio (vid. Lámina 5).108
La actuación de Enrique causó división de opiniones, tanto entre sus contemporáneos como entre los que vinieron después. Consiguió granjearse considerables simpatías y pareció que había conseguido sus objetivos inmediatos: Gregorio no pudo reunirse con la oposición germana y se vio obligado a revocar la excomunión real. Pero, a pesar de la visión positiva de ciertas interpretaciones recientes, resulta difícil cuestionar la percepción de la época de que el rey se había humillado, con independencia de que la acción de Enrique fuera un acto de penitencia o de sometimiento político.109 Al dirigirse a Canosa, Enrique reconocía de forma implícita que Gregorio tenía potestad para excomulgarlo y destituirlo, actos que los partidarios del monarca consideraban ilegales. El contraste con su padre no podía ser más marcado: Enrique III había depuesto dos papas y nombrado uno en 1046, mientras СКАЧАТЬ