Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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La «expedición romana» de Otón (Romzug) duró tres años y tuvo todos los elementos que caracterizaron las futuras intervenciones imperiales en la Italia medieval. La convergencia de intereses que facilitó la coronación de Otón no era lo bastante estable para una colaboración prolongada entre papado e imperio. Los emperadores querían pontífices con suficiente integridad personal para no menoscabar la dignidad imperial que estos les conferían, pero que, a su vez, fueran diligentes ejecutores de la voluntad del emperador. En el caso de Otón, esto incluyó la controvertida conversión de Magdeburgo en arzobispado (vid. pág. 84). Al igual que sus sucesores, el papa Juan XII quería un protector, no un amo, por lo que, en 963, conspiró con Berengario y con los magiares para rebelarse contra el «monstruo de Frankenstein» de la dominación imperial otónida.86 La respuesta de Otón sentó la pauta de las futuras actuaciones imperiales contra pontífices poco sumisos. Otón regresó a Roma y Juan huyó a Tívoli. Después de un breve intercambio epistolar, que no logró restaurar la armonía, Otón convocó un sínodo en San Pedro, que destituyó a Juan con acusaciones de asesinato, incesto y apostasía, un pliego de cargos lo suficientemente grave como para justificar la primera deposición de la historia de un papa. Estas acusaciones se convirtieron en los cargos estándar para futuras destituciones papales. Otón ratificó la constitución papal de 824 de Lotario I, que concedía al clero romano un amplio grado de libertad para escoger sustituto. El pontífice elegido, en diciembre de 963, fue León VIII.
La deposición era la parte fácil. Como Otón y sus sucesores no tardaron en descubrir, sin un apoyo local firme, resultaba extremadamente difícil mantener a su propio papa. Esto, durante un siglo, aproximadamente, quería decir el apoyo de los clanes romanos y el de los obispos y señores italianos. Juan seguía estando en libertad, lo cual dio lugar a un cisma papal que ponía en peligro la integridad y legitimidad de la Iglesia. Los romanos se rebelaron tan pronto como Otón dejó la ciudad, en enero de 964, lo cual permitió a Juan regresar y convocar su propio sínodo para deponer a su rival. León fue restaurado a la fuerza a finales de ese mes. Juan fue expulsado y falleció en mayo, se dice que en brazos de una mujer casada, en otro típico ejemplo de la maledicencia que caracterizó a partir de entonces a los cismas papales. Lo que ocurrió a continuación pone de relieve la insolubilidad del problema. Los romanos eligieron un antipapa, Benedicto V. La imposición de León VIII se había convertido en cuestión de prestigio imperial. Otón asedió Roma hasta que sus famélicos habitantes entregaron al desgraciado Benedicto, que fue degradado y enviado a Hamburgo como misionero. Tras la muerte de León, en marzo de 965, Otón envió a dos obispos a supervisar una nueva elección, pero el candidato escogido fue derrocado nueve meses después por un nuevo alzamiento romano. El emperador se vio obligado a retornar en persona en diciembre de 966 para aplastar a la oposición romana. Los de clase inferior fueron ejecutados y los ricos enviados al exilio. Los que habían muerto fueron exhumados y sus huesos esparcidos con el fin de imponer un castigo ejemplar.87
La oposición posterior provocó una respuesta igualmente dura. En 998, el líder del clan de los Crescenti fue decapitado y colgado por los pies junto con doce de sus seguidores y el antipapa Juan XVI fue cegado, mutilado y paseado por Roma a lomos de un asno. El tumulto que siguió a la coronación de Enrique II como rey de Italia en Pavía en 1002 se saldó con una masacre a manos de las tropas imperiales y el incendio de la ciudad. Los disturbios que siguieron a la coronación imperial de 1027 llevaron a Conrado II a forzar a los romanos a caminar descalzos. No obstante, por esta vez se salvaron de ser ejecutados. Esta «furia teutona» (furor teutonicus) era reflejo del concepto de justicia imperial que autorizaba a castigar con dureza a aquellos que ignoraban la oportunidad de negociar, o que se rebelaban después de haber sido perdonados.88 También revela la principal debilidad estratégica de la presencia imperial en Italia durante todo el Medievo. Roma no era un alojamiento agradable para un ejército imperial, pues las ciénagas pestilentes de las inmediaciones provocaban epidemias de malaria en verano. La de 964 acabó con el arzobispo de Tréveris, el duque de Lorena y con buena parte del ejército de Otón. Las campañas en la Italia meridional se encontraban a menudo con el mismo problema: la malaria mató tanto a Otón II (983) como a Otón III (1002) y Conrado II perdió en 1038 a su esposa y a la mayor parte de sus tropas a causa de esta enfermedad. Encajar pérdidas era un duro problema, pues los ejércitos otónidas y salios eran bastante pequeños (vid. págs. 318-321) y, aunque tenían cierta capacidad para los asedios, Italia era un país de ciudades numerosas y bien fortificadas. El uso de violencia indiscriminada parecía una solución rápida para tales problemas, pero, como descubrieron regímenes posteriores, lo único que conseguían era perder apoyos locales y el descrédito para quienes la aplicasen.
El imperio y la reforma eclesiástica
A partir de 1044, los conflictos internos en Roma provocaron un nuevo cisma, con tres papas rivales, entre los cuales figuraba el pío pero ingenuo Gregorio VI, que había comprado su título. Enrique III, temeroso de que esto supusiera una mancha para su reinado, los depuso a los tres en el sínodo de Sutri de diciembre de 1046 y nombró papa a Suitger, obispo de Bamberg, con el nombre de Clemente II. Este nombramiento inició una sucesión de cuatro pontífices elegidos entre cuatro leales obispos germanos que se prolongó hasta 1057, es probable que con intención de volver a hacer del papado un aliado fiable, más que subordinarlo de forma directa a la Iglesia del imperio.89
La intervención imperial llegó en el preciso momento en que el papado se enfrentaba a los nuevos desafíos provocados por la inquietud ocasionada por el crecimiento poblacional acelerado y los cambios económicos.90 Eran muchos los que creían que el nuevo materialismo estaba llevando a la Iglesia por mal camino y reclamaban un amplio programa de reformas que se resumía en el eslogan «libertad de la Iglesia» (libertas ecclesiae). Se exigía a la Iglesia estándares más elevados. Hacia mediados del siglo XI, los consejeros clave del papa aumentaron sus críticas de ciertos problemas presentes desde hacía tiempo. La destitución de Gregorio VI puso de relieve el problema de la simonía, o compra de cargos eclesiásticos, que recibe su nombre de Simón el Mago, que trató de comprar su salvación a los apóstoles. Esto llevó a una condena generalizada de la venta de cargos y de favores espirituales. El nicolaísmo o amancebamiento clerical constituía una segunda plaga. Debía su nombre a Nicolás, miembro de la Iglesia cristiana primitiva que había defendido prácticas paganas. Ambos elementos eran parte de una renuncia general a la vida terrenal que requería a todos los clérigos vivir como monjes y abandonar la vida mundana. Alrededor de 1100, los reformadores también exigían al clero que se hiciera una tonsura en el cabello para diferenciarse de los legos. Tales exigencias, eran, de hecho, parte de una reconceptualización general del orden social de acuerdo con aspectos funcionales, que daban a cada grupo una misión que cumplir en beneficio de todos.
Al mismo tiempo, la exigencia de mayor espiritualidad seglar planteó un elemento contradictorio. Esta exigencia tenía sus raíces en la aspiración de algunos individuos de una vida más sencilla, libre de cargas mundanas. La manifestación más obvia fue una nueva oleada monástica asociada en particular con Gorze, СКАЧАТЬ