Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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EL PAPA Y EL EMPERADOR HASTA 1250
El papado y los carolingios
La relación entre autoridad espiritual y autoridad secular siguió, a grandes rasgos, la tendencia europea generalizada, según la cual el poder se hizo menos personal y más institucional. Dado que hacía tiempo que la política institucionalizada se asociaba a progreso, papas y emperadores fueron criticados por anteponer sus intereses privados a sus funciones públicas. Los emperadores medievales, en particular, fueron acusados de perseguir la «quimera» del poder imperial en Italia, en lugar de edificar una monarquía germana fuerte.77 Ciertamente, los individuos eran importantes en el desarrollo de los acontecimientos, en particular cuando una figura clave fallecía en un momento crítico. Aun así, Italia era una parte integral del imperio y la defensa de la Iglesia un aspecto clave de la misión imperial.
Papas y emperadores no estaban predestinados a chocar entre sí. De hecho, en el siglo IX su relación era más de asistencia mutua que de imposición. La Iglesia continuaba estando descentralizada y por desarrollar y el clero era relativamente escaso y disperso, en particular al norte de los Alpes, donde se enfrentaban a numerosas dificultades (vid. págs. 77-83). Aunque el papa gozaba de prestigio y de cierto grado de autoridad espiritual, todavía no era la imponente figura internacional en que se convirtió alrededor de 1200 y, a menudo, se hallaba a merced de los clanes romanos enfrentados. Más de dos terceras partes de los 61 papas habidos entre 752 y 1054 fueron romanos; 11 provenían de otras regiones de Italia.78 En 824, Lotario I ratificó la libre elección del pontífice por parte del clero y de la congregación de Roma, pero los candidatos elegidos debían solicitar la confirmación del emperador. Esta imposición de autoridad imperial, en este momento, no preocupó en exceso a los papas, pues estos querían emperadores lo bastante fuertes como para protegerlos, pero que estuvieran lo bastante lejos como para no ser un opresor. Las guerras civiles carolingias iniciadas en 829 expusieron Roma a las depredaciones de los árabes, los cuales remontaron el Tíber y saquearon San Pedro en 846.
La partición del imperio en el Tratado de Verdún de 843 amplió la autonomía del papa: ahora, este podía escoger entre tres reyes carolingios, los tres todavía relativamente poderosos –los reyes de Francia occidental, Francia oriental (Alemania) y Lotaringia– que veían en el título imperial un medio con el que imponer su autoridad sobre los otros. Esto hacía que el papa tuviera un interés manifiesto en perpetuar la noción de un imperio único y perdurable, para así conservar su rol de hacedor de emperadores. Lotario I ostentaba desde 817 el título de coemperador junto a su padre, Luis I. En la partición de 843, Lotario recibió el título y, como heredero de mayor edad, se le permitió elegir la parte del imperio que deseaba quedarse. Lotario eligió Aquisgrán y la franja de territorio que se extendía hasta el Rin, llegaba más allá de los Alpes y abarcaba Italia, territorio que pasó a conocerse como Lotaringia. Esta elección satisfacía al papa, pues hacía que el emperador siguiera teniendo interés en defender Roma. El número de reuniones entre pontífices y emperadores indica que, en general, hubo una buena cooperación entre ambos. El sucesor de Lotario en el trono imperial, Luis II, se reunió con el papa en nueve ocasiones durante su reinado (855-875), tres veces más que ninguno de sus sucesores inmediatos.79 Pero ahora era el papado quien estaba en una posición de ventaja, como simboliza el servicio de palafrenero que Luis rindió al papa Nicolás I en 858… Fue la primera vez en más de un siglo, y es posible que la primera vez si hemos de hacer caso a las crónicas francas, que niegan que Pipino hubiera hecho de palafrenero papal en 752. Hubo comentaristas de la época que criticaron a Luis por ser solo «emperador de Italia», una acusación que también recayó sobre sus sucesores, cuyas tierras se redujeron aún más durante la década de 880.80
En 875, la extinción de la rama principal lotaringia intensificó las guerras civiles entre la élite carolingia. El destronamiento, en 887, de Carlos III el Gordo deshizo la última reunificación de Francia occidental y oriental y puso fin al dominio carolingio de Italia, que quedó controlada por la alta aristocracia carolingio-lombarda, en particular por los duques de Spoleto. Tales hechos remarcan lo importante que era para el papado un imperio sólido. En ese momento, los pontífices se veían de nuevo atrapados entre los clanes romanos y hombres fuertes de la región como Guido de Spoleto, al cual el papa Esteban V se vio forzado a coronar emperador en 891. Para tratar de eludir la subordinación a los Spoleto, el sucesor de Esteban, Formoso, transfirió en 896 el título al rey de Francia oriental, Arnulfo de Carintia. Formoso, no obstante, quedó paralizado por una apoplejía y, tras el pontificado de quince días de Bonifacio VI, fue reemplazado por Esteban VI. El nuevo papa fue obligado a reconocer emperador al hijo de Guido, Lamberto II, desenterrar el cadáver recién sepultado de Formoso y someterlo a un simulacro de juicio. El cadáver, como cabía esperar, fue condenado y arrojado al Tíber. Sin embargo, Esteban VI, desacreditado por una sucesión de noticias de milagros, fue estrangulado en agosto de 897. Su sucesor, el papa Romano, tan solo duró cuatro meses. Fue sucedido por Teodoro II, cuyo pontificado apenas duró 20 días, suficientes, no obstante, para anular el veredicto contra Formoso y volver a dar sepultura a sus restos desperdigados.81
En 901, con la toma del poder por parte del clan de los Teofilacto, el papado recuperó cierta estabilidad y estableció una relación más perdurable con los duques de Spoleto y más tarde con el poderoso señor del sur de los Alpes, Hugo de Arlés, quien, pese a no recibir el título imperial, fue rey de Italia entre 926 y 947.82 Algunos de los papas de los Teofilacto no eran más pecadores que otros pontífices medievales, pero la situación del papado seguía siendo escandalosa, en particular para el alto clero del norte de los Alpes, el cual se sentía cada vez más fuerte para expandir el cristianismo por su cuenta. Surgió un sentimiento que más tarde fue calificado de «reforma». Aunque este careció de coherencia ideológica clara hasta mediados del siglo XI, desde un principio sostuvo que la Iglesia debía liberarse de impíos y ponerse en mejores manos. Antes de finales del siglo IX, todos los reformistas esperaban que fuera el emperador quien lograse dicho objetivo.
El reinado imperial de los otónidas
La ausencia de un emperador coronado, entre 925 y 961, se debió, principalmente, a la renuencia de los papas del clan de los Teofilacto a jugar su última carta en su partida contra los reyes de Italia, cada vez más poderosos. A Hugo de Arlés le sucedió Berengario II, margrave de Ivrea, que, en 959, había conquistado Spoleto y amenazaba Roma, como los lombardos dos siglos antes. Los otónidas, que habían sucedido en 919 a los carolingios en Francia oriental, parecían ser la mejor baza papal. En 951-952, Otón I había llevado a cabo dos torpes intentos de imponer su autoridad en el norte de Italia. Dedicó la década siguiente a consolidar su control de Alemania, al tiempo que cultivaba con esmero sus contactos con los obispos que huían de la turbulenta Italia; estaba decidido a presentarse como un libertador, no como conquistador, para así hacerse digno de la corona imperial.83 Su gran victoria de Lechfeld sobre los magiares paganos, en 955, convenció a muchos de sus coetáneos, entre ellos al papa Juan XII, de que Otón gozaba del favor divino. Aunque no pudo capturar a Berengario, en 961, Otón invadió con éxito el norte de Italia. Fue coronado emperador el 2 de febrero de 962.84
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