Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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La piedad continuó siendo importante, en particular tras el inicio de la primera cruzada, en 1095. Pero, por otra parte, se mantendría menos politizada hasta el surgimiento del catolicismo barroco en el siglo XVII; en esta época, los emperadores encabezaban con regularidad procesiones religiosas y dedicaban recargados monumentos para dar gracias por las victorias obtenidas o por haber evitado un peligro. Durante la existencia del imperio, la rutina de la corte imperial siguió siendo regulada por el calendario cristiano y por la presencia de la familia imperial, muy visible, en los principales servicios religiosos.30
La noción de que los emperadores eran sacros, no meramente piadosos, se asentó durante el siglo X. Su expresión más visible era la práctica de presentarse acompañados por doce obispos en actos públicos tales como la consagración de nuevas catedrales. Sus coetáneos veían en esto una clara imitatio Christi con los apóstoles. La Renovatio de Otón I, o renovación del imperio, durante la década de 960, hizo énfasis en su papel como vicario de Cristo (vicarius Christi) que reinaba por mandato divino.31 Es necesaria cierta cautela para interpretar tales actos, en no menor medida porque la principal prueba son los textos litúrgicos. Los emperadores de comienzos de la Edad Media siguieron siendo guerreros. Entre estos se incluía Enrique II, que fue canonizado posteriormente en 1146 y que presentaba al imperio, de forma consciente, como la Casa de Dios. No obstante, el lapso entre 960 y 1050 fue testigo de un estilo de reinado más sacro (regale sacerdotium) con el fin de manifestar su misión imperial divina por medio de actos públicos. El más destacado de dichos actos fue el gran tour de Otón III en el milenio, en el año 1000, que tomó forma de peregrinaje. Tras recorrer Roma y Gniezno, culminó en Aquisgrán, donde el joven emperador abrió en persona la tumba de Carlomagno. Al encontrar a su predecesor sentado recto, «como si estuviera vivo», Otón, «le cubrió allí mismo de ropajes blancos, le cortó las uñas y [sustituyó su nariz corrompida] por oro, tomó un diente de boca de Carlos, tapió la entrada a la cámara y se volvió a retirar».32 Tratar el imperial cadáver como una santa reliquia era un primer paso hacia la canonización; este proyecto, interrumpido por la muerte de Otón acontecida poco tiempo después, la completó Federico I Barbarroja en 1165.
Al igual que sus predecesores romanos, los gobernantes del imperio no llegaron a asumir condición de sacerdotes, si bien, hacia mediados del siglo X, su ritual de coronación se asemejaba al ordenamiento de un obispo, pues incluía ungimiento y recepción de vestiduras y de objetos que simbolizaban autoridad tanto espiritual como secular.33 En los dos siglos posteriores a Carlomagno, los emperadores siguieron el ejemplo de Constantino de 325 y convocaron sínodos eclesiásticos para debatir de doctrina y gobierno de la Iglesia. Otón II introdujo nuevas imágenes en monedas, sellos y textos litúrgicos iluminados que le mostraban en un trono elevado y recibiendo su corona directamente de Dios, al tiempo que las insignias reales cada vez se trataban más como reliquias sacras.34 Otón y sus tres sucesores siguientes asumieron puestos de canónigos catedralicios y abaciales, con lo que combinaban roles seculares y eclesiásticos, aunque no en los cargos más altos del clero.35
Esta tendencia fue interrumpida por el choque sísmico con el papado, la llamada querella de las investiduras (vid. págs. 50-53), en la que Enrique IV sufrió la humillación de ser excomulgado por el papa en 1076. Tras este golpe resultaba difícil creer que el emperador fuera santo, ni siquiera pío; el énfasis en la divinidad de su misión imperial sonaba cada vez más discordante. A los reyes les resultaba imposible estar a la altura del ideal de Cristo en sus vidas personales y en sus actos públicos. Es más, tal y como observó Gottschalk, notario de Enrique IV, las pretensiones de sacralidad del emperador dependían del ungimiento por parte del papa, con lo que corría el riesgo de reconocer la superioridad del pontífice.36 El imperio no aspiraba a la monarquía sacra como la de Inglaterra o la de Francia, donde los reyes afirmaban tener el poder taumatúrgico del Toque Real.37 Esto explica, probablemente, por qué el culto a san Carlomagno arraigó con más firmeza en Francia, donde se celebró con un día festivo desde 1475 hasta la revolución de 1789.38 Ni Carlomagno, ni Enrique II y su esposa Cunegunda (los dos canonizados, en 1146 y en 1200, respectivamente) acabaron convirtiéndose en santos reales nacionales del imperio, al contrario que Venceslao de Bohemia (desde 985), Esteban de Hungría (1083), Canuto de Dinamarca (1100), Eduardo el Confesor de Inglaterra (1165) o Luis IX de Francia (1297).
El rebrote de la tensión papado-imperio de mediados del siglo XII (vid. págs. 59-63) confirmó la imposibilidad de legitimar el poder del imperio por medio de un reinado sacro. La familia Hohenstaufen, en el poder a partir de 1138, trasladó el énfasis del monarca a un imperio sacro y transpersonal al emplear por vez primera el título Sacrum Imperium en marzo de 1157.39 El imperio quedaba santificado por su misión divina, de modo que ya no necesitaba la aprobación papal. Esta idea poderosa sobrevivió a la eliminación política de los Hohenstaufen en 1250 y persistió más adelante, incluso durante los largos periodos en los que no se coronó emperador a ningún rey alemán.
ROMANO
El legado de Roma
El legado romano tenía un atractivo poderoso, pero difícil de asimilar en el nuevo imperio. El conocimiento de la antigua Roma era imperfecto, si bien en el siglo IX mejoró gracias a un movimiento intelectual y literario, el llamado renacimiento carolingio.40 La Biblia y las fuentes clásicas presentaban a Roma como la última y más grande de una sucesión de imperios mundiales. Tanto la palabra germana káiser (Kaiser) como el ruso zar (tsar) derivan de Caesar (césar) y el nombre Augusto (Augustus) es también sinónimo de «emperador». Carlomagno era representado en las monedas vestido de emperador romano y coronado con hojas de roble.41 Pero Carlomagno no tardó en dejar de usar el título Imperator Romanorum impuesto por León III, tal vez para evitar provocar a Bizancio, que seguía considerándose a sí mismo el Imperio romano (vid. págs. 137-143). Otra razón era que el adjetivo «romano» no era considerado necesario, pues no había necesidad de emplear dicho calificativo en una época en la que no se tenía por «imperial» a ninguna otra potencia.
También existían presiones domésticas contrarias a la unión con Roma. Carlomagno era soberano de su propio reino, lo cual estimuló imitaciones: tanto el polaco król, como el checo král y el ruso korol, que significan «rey», derivan de «Carlos». Los francos no estaban dispuestos a renunciar a su identidad y entremezclarse con los pueblos recién conquistados y convertirse en un único grupo de ciudadanos romanos. Pues, aunque los francos estaban romanizados, el centro de su poder se hallaba en y más allá del Limes, las fronteras del antiguo Imperio romano. Perduraba el recuerdo, como las conocidas historias que explicaban cómo César en persona había puesto los cimientos de varios edificios de importancia. No obstante, la mayoría de asentamientos romanos habían perdido importancia o estaban abandonados por completo. Las instituciones romanas influían en la gobernanza merovingia, pero СКАЧАТЬ