Название: El coro de las voces solitarias
Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412145090
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Para Uslar Pietri, los versos con que Mata despide el féretro de Pérez Bonalde son una prueba de la incomprensión que la poesía de este último padeció en la Caracas de su tiempo. Pero, también, son un libelo contra el propio Mata. Dice Uslar: «El poeta Andrés Mata dijo sobre la tumba: “Ese muerto no ha muerto”. Se equivocaba. Muerto estaba Pérez Bonalde. Mudo y enterrado en su heineano ataúd. Y la mejor prueba eran los mismos versos, casi anacrónicos, que estaba diciendo el joven poeta» (Uslar Pietri, 1953: 942). Muchos otros juicios adversos a la modernidad de la poesía de Mata pueden hallarse, así como algunos otros de tenor distinto. Entre todos ellos el de Rafael Ángel Insausti es de los más justos. Dice: «Con su actitud frente a la vida y la poesía, el autor de Pentélicas y Arias sentimentales nunca traspasó la frontera romántica. Su modernismo es de superficie y de apariencia. Identificación total con ese movimiento jamás la hubo. Lo único entrañable y vital es su actitud romántica» (Insausti, 1984: 328). Aquí Insausti toca fondo: lo que ocurre es que Mata, en sus inicios, recurre a ciertos modismos, más que modernistas, parnasianos, y a partir de allí cierta crítica fantasiosa llega a parangonar su poesía con la de Martí o la de Darío, sin advertir que aquellos primeros efluvios, los de Pentélicas (1896), no son más que las incomodidades del parnasianismo frente a su matriz romántica. El propio Mata con su obra posterior lo confirma: su poesía se aclimata dentro del romanticismo, pero con décadas de desfase. Quizás por ello su poesía anidó en lo que cierta crítica llama «el alma nacional», es decir: el tintineo romántico se hizo reconocible y familiar, como las melodías sonoras que se repiten con alegría hasta el infinito. Sí, es cierto: Mata es, después de Abigaíl Lozano y de Domingo Ramón Hernández, y antes de la aparición de Andrés Eloy Blanco, el poeta más popular de Venezuela, pero en verdad el interés que su obra podría despertar, más allá de ser un fenómeno sociológico, está en los rasgos parnasianos de su primer libro, jamás en Arias sentimentales, que lleva pie de imprenta de 1930, un libro romántico, cuando ya hasta el modernismo había sido barrido por la vanguardia.
Con frecuencia, la crítica confunde popularidad con valor literario, sin detenerse a discernir sobre la naturaleza de la popularidad; otras veces, ha sido una coartada: cuando por razones políticas o personales se impone un elogio, pues se recurre al de «la popularidad» o al del «alma nacional», para no entrar a opinar sobre el peso estético o la importancia histórico-literaria de una obra.
Hasta aquí la nómina principal del parnasianismo criollo. No ignoro que omito otros nombres, pero si entendemos el parnasianismo como una actitud frente al romanticismo que le fue abriendo camino al modernismo, no podemos considerar la poesía parnasiana tardía sino como lo que es: la expresión fuera de tiempo de una estética que se caracteriza, precisamente, por su transitoriedad.
El modernismo entre nosotros
Las fechas de aparición de las primeras manifestaciones de lo que luego se llamó el modernismo han sido fuente de una larga discusión, pero investigaciones relativamente recientes parecen haber colocado el punto final a la diatriba. Varios aspectos están claros: la primera vez que se usa el término «modernismo» para designar lo que aquellos autores se proponían tiene lugar en un artículo que Rubén Darío escribió sobre la obra de Ricardo Palma en 1890. Esta circunstancia, aunada a la inmensa popularidad de Darío, ha hecho que durante muchos años los historiadores y críticos de la literatura dieran por sentado que el padre del modernismo fue el poeta nicaragüense. Sin embargo, estudios recientes, sin desconocer el protagonismo del poeta, encuentran en la obra de José Martí las primeras definiciones teóricas del modernismo, así como las primeras expresiones poéticas.
En el prólogo que Cintio Vitier escribe para el libro de Iván Schulman y Manuel Pedro González, Martí, Darío y el modernismo, en 1967, afirma: «La cronología del movimiento quedaba rectificada: sus primeras manifestaciones había que situarlas hacia 1875; su verdadero inicio, en 1882 (año de Ismaelillo y del prólogo al Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde); sus consecuencias, hasta bien entrado el siglo XX» (Vitier, 1969: 10). En verdad, con las investigaciones de Schulman y González quedó deshecho un entuerto de la historia que le atribuía una suerte de insularidad creadora a Darío, dejando de lado a Martí. Otras investigaciones posteriores se han centrado en el análisis de las características sociales hispanoamericanas donde surge el modernismo, entre ellas la de Ángel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo. Estos estudios vienen a enriquecer lo que los de Max Henríquez Ureña, Federico de Onís, Ricardo Gullón, entre otros, ya habían establecido sobre este fenómeno. El tema es apasionante y, por supuesto, podría quedarme navegando en sus aguas con mucho mayor detenimiento que el que los límites de este ensayo permiten. Miremos algunas de sus aristas.
Ya hemos visto cómo el romanticismo comienza a agotar su proyecto y, frente a la nave que hace aguas, el parnasianismo se alza como una reacción vivificante en Europa. Lo mismo ocurre en Hispanoamérica, pero con una circunstancia inédita: el proceso de gestación del modernismo y sus cultores más elaborados son americanos. Es la primera vez, como se ha dicho en infinidad de oportunidades, que los nativos de América engendran un movimiento estético en el mundo de habla hispana. Hasta entonces, los americanos solo hemos sido sujetos pasivos en el concierto de la generación de movimientos creadores inéditos. El modernismo, como creación americana, no fue una corriente o una escuela literaria y nada más; fue un movimiento y, como tal, sus coordenadas tuvieron implicaciones tanto estéticas como éticas. De allí que la fuerza de ruptura del modernismo fuese implacable con la retórica del neoclasicismo vetusto o la del romanticismo ya exasperante. Por ello Darío expresó claramente en Historia de mis libros que asistían al entierro de «la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas» (Darío, 1916: 24).
No cabe la menor duda: para la literatura hispanoamericana el modernismo vino a significar una suerte de liberación de sus ataduras al muelle. Y en la nuez del modernismo estuvo la palabra «libertad»; de allí que la pluralidad y la heterodoxia hayan sido consustanciales al proyecto modernista. Es obvio: una propuesta estética signada por el presupuesto de la libertad estimula el desarrollo de la individualidad hasta sus grados más excelsos. Adiós a las prescripciones autoritarias del neoclasicismo; adiós a la moralidad implícita en los interminables cantos patrióticos; adiós a la subordinación del arte a una cartilla de preceptos moralizantes; adiós al pasado y bienvenido el porvenir. De allí la denominación de «modernistas». En ella también va la expresión de una apuesta por el futuro, por el futuro que se vislumbra signado por los aportes de la ciencia y la tecnología. La aventura modernista es personal, como también lo fue para los románticos europeos y para los mejores del romanticismo hispanoamericano. Dice Martí en el prólogo al Niágara de Pérez Bonalde:
Ni líricos ni épicos pueden ser hoy con naturalidad y sosiego los poetas; ni cabe más lírica que la que saca cada uno de sí propio, como si fuera su propio ser el asunto único de cuya existencia no tuviera dudas, o como si el problema de la vida humana hubiera sido con tal valentía acometido y con tal ansia investigado, que no cabe motivo mejor ni más estimulante, ni más ocasionado a profundidad y grandeza que el estudio de sí mismo. Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben. No hay pintor que acierte a colorear con la novedad y transparencia de otros tiempos la aureola luminosa de las vírgenes, ni cantor religioso o predicador que ponga unción y voz segura en sus estrofas y anatemas. Todos son soldados del ejército en marcha. A todos besó la misma maga. En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las entrañas, СКАЧАТЬ