Название: El coro de las voces solitarias
Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412145090
isbn:
Distintivo de su obra, y no es poca cosa, es la fuerza épica que ofreció. Sus largos cantos son piezas de cuidada arquitectura y de valiosísima ejecución. Envuelven al lector en una atmósfera y no lo dejan escapar fácilmente de sus órbitas. Me refiero con especial énfasis a Canto al ingeniero de minas, una obra modernista tardía, pero no por ello despreciable.
Aún menor en extensión es la obra poética de un personaje controversial: el sacerdote Carlos Borges (1867-1932). Un solo poemario publicado en su tumultuosa vida, siempre interpelada por la encrucijada de una pasión: el amor carnal y el amor divino. Si la nómina modernista nacional no fue abundante en aportes continentales, sí lo fue en vidas novelescas. A las peripecias legendarias de Blanco Fombona y las vidas trágicas de Arvelo Larriva y Arreaza Calatrava, se suma la del padre Borges: navegante entre las aguas de la lujuria y la beatitud. De aquella vida entre el altar y el lecho nació una poesía que para Salvador Garmendia le abre la puerta al erotismo en la lírica venezolana. La mayoría de sus versos fueron publicados en las publicaciones periódicas de su tiempo. Unas veces cantaba al amor divino y otras veces se extasiaba frente a las formas femeninas de un piano.
Era un hombre contradictorio: después de abrevar en las aulas de la Facultad de Derecho, ingresa en el seminario a los veintitrés años, a pesar de las advertencias de sus amigos —entre ellos Manuel Díaz Rodríguez— que ya conocían los ardores eróticos de Borges. En 1894 adopta la sotana ya con la legalidad del que ha sido ordenado, pero al poco tiempo su espíritu anacoreta es doblegado por la llamada del deseo, motivo por el que se va del país, buscando sosiego. Regresa a Venezuela en los primeros años del siglo XX y se entrega a la escritura y a la fascinación del poder: se hace secretario de Cipriano Castro. Ya la profanidad de sus versos y la vida disipada que lleva le valen la suspensión eclesiástica, pero no abandona su veta religiosa. Se enamora perdidamente de una dama llamada Lola, que pasa a ser materia fundamental de su lírica encendida. Cae Castro, y Gómez no encuentra mejor destino para él que la cárcel. Cuando sale de ella, en 1912, está decidido a reanudar sus amores con Lola, pero esta fallece; entonces Borges estrena un nuevo capítulo: abraza las botellas de alcohol desesperadamente. De pronto la luz divina lo rescata, vuelve al redil eclesiástico y abjura de su vida libertina pasada desde el púlpito de Barquisimeto. Allí vuelve a enamorarse y, mientras eleva sermones cristianos, su pluma se detiene en los placeres mundanos. Vuelve a viajar y se especula que lo hace esta vez con su enamorada. Regresa y vuelve a la iglesia, donde le es entregado el cuidado católico de un asilo de enajenados y luego el del Cementerio General del Sur: la locura y la muerte en sus manos, pues. Concluye sus días religiosos reconciliado con el tirano Gómez y expresándole su gratitud en loas a su magnanimidad.
De semejante resumen biográfico se desprende un hecho cierto: cada tumbo que daba era asumido con el fervor de los conversos. De allí que sus poemas religiosos sean verdaderas jaculatorias y sus versos eróticos estén tomados por el ímpetu de los amores prohibidos. En su palabra poética anidaba la luz, pero su circunstancia personal lo embargó de tal manera que su obra no fue asistida por la persistencia necesaria. Lástima.
El criollismo: vuelta al llamado de lo propio
De entrada tomo partido en la discusión sobre si las manifestaciones criollistas en poesía deben llamarse así o, como también se les ha denominado, «nativistas». La distinción es extraña: no encuentro ninguna razón de peso para que a lo que se manifiesta en narrativa se le llame «criollismo» y para lo mismo en poesía se le denomine «nativismo», de modo que asumo el término con el que titulo el capítulo, zanjando, por mi parte, de una vez la diatriba.
Si el criollismo encuentra a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl como uno de sus máximos cultores en narrativa, en poesía el nombre de Francisco Lazo Martí es inevitable. Tanto en un género como en otro, la savia que nutre el criollismo es la búsqueda de lo propio; de allí que no sea gratuito su florecimiento cuando el modernismo ha tocado a la puerta en Venezuela, aunque ya antes, en las manifestaciones parnasianas, brillaba el cosmopolitismo que exasperaba a los criollistas. Incluso antes, en cierto romanticismo viajero, también esplendía el mismo cosmopolitismo que moviliza a los criollistas a pronunciarse en contra. De allí que el criollismo sea una suerte de llamado al orden nacional, al orden conservador de lo propio, frente a lo que para ellos eran los devaneos exóticos del modernismo. Es difícil entender el uno sin el otro, aunque es preciso decir que el criollismo no fue una reacción aislada frente al cosmopolitismo modernista. Encontró sus antecedentes nada menos que en el fundador de la poesía venezolana: Andrés Bello, y en un poeta zuliano de señalada finura: José Ramón Yepes.
También hay que consignar otro aspecto esclarecedor: el criollismo surge como bandera de una sociedad rural que ve amenazada su querencia por el avance del proceso urbano. La Venezuela finisecular incluye en el menú del día el enfrentamiento ciudad-campo con mucha acritud, especialmente por parte de los defensores de la vida rural, que siempre levantan el estandarte de la sanidad campesina frente a la perdición citadina. Este fácil esquema está presente en la irrupción criollista, pero, como veremos más adelante, algunos de sus cultores van más allá de lo simple para ofrecernos obras tejidas a partir de relaciones más complejas.
Lo que ocurre con el criollismo es similar a lo que pasa con los ríos subterráneos: unas corrientes de agua van por la superficie haciéndose evidentes, mientras otras, soterradas, siguen su curso sin ser vistas, hasta que de pronto afloran, mientras casi nadie había advertido su naturaleza subrepticia. En verdad, el espíritu de lo propio está presente en los neoclásicos, en los románticos y hasta en los modernistas, pero los que hacen de este espíritu su bandera prácticamente única son los criollistas. Incluso, pueden advertirse rasgos criollistas cuando ya la vanguardia posterior al modernismo ha copado todos los espacios y, sin embargo, este río subterráneo sigue su camino en las obras de Sergio Medina y de Alberto Arvelo Torrealba.
Aunque un sector de la crítica se ha empeñado en hallarle rasgos propios, más allá de los temáticos, al criollismo, la verdad es que es difícil adelantar esa operación. No niego el valor de lo temático, de la asunción de un paisaje, incluso de la espiritualización de ese paisaje, pero los rasgos propios del criollismo que nos lleven a hablar de un movimiento literario, como puede hacerse con el romanticismo y el modernismo, no me parecen convincentes. Creo, eso sí, que se trata de una legítima respuesta de poetas que no se sintieron del todo invitados a la fiesta modernista, poetas que singularizaron de tal manera lo particular que, en ese empeño, también negaron lo ajeno, lo extranjero.
La detenida lectura de algunos de los mejores poemas criollistas arrojará como saldo el encuentro de formas del neoclasicismo y del romanticismo y, también, del modernismo, como es lógico; ninguna poesía surge de la nada, como ingenuamente se afanan en querer demostrarlo los críticos más laudatorios del criollismo. Detengámonos en dos obras criollistas, una de logros indudables y otra de resultados menos altos. En el examen de estas obras irán surgiendo otros elementos del espíritu criollista que, como es fácil advertir, es fruto de una combinatoria de elementos de diversa fuente literaria.
Francisco Lazo Martí (1869-1909) nació en Calabozo y, prácticamente, pasó toda su vida en la región llanera del país. En su ciudad natal se preparó para presentar los exámenes de Medicina en la capital de la república, de modo que ni siquiera como estudiante vivió más de algunos meses en Caracas. Su relación con el llano es consustancial, a tal punto que se dedicó a ejercer la medicina de pueblo en pueblo, como también lo hiciera el sabio Lisandro Alvarado, de quien fue amigo predilecto, llegando a ser casi venerado por los habitantes СКАЧАТЬ