Название: El coro de las voces solitarias
Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412145090
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Esta situación nos lleva a descartar su producción final y a centrarnos en sus poemas románticos, a los efectos del viaje que realizamos. En ellos puede hallarse una similar visión a la de Yepes, en el sentido de aproximarse a las cosas más sencillas con humildad esclarecedora. Prueba de ello es un poema como «El ciprés», del que ahora cito una estrofa:
Si por mi tumba
pasas un día
y amante evocas
el alma mía,
verás un ave
sobre un ciprés:
habla con ella,
que mi alma es.
Heraclio Martín de la Guardia (1829-1907) tuvo la dicha de una vida larga. En ella no solo se dedicó al cultivo del poema, sino que abordó la dramaturgia con mayor resonancia. Como militar y político no le fueron ajenos los exilios y la cárcel, pero tampoco lo fueron los cargos públicos. El periodismo le abrió sus puertas y fundó un periódico de tiraje discreto. Puede decirse que en todo lo que emprendió fue abundante y que gozó de estima por parte de sus contemporáneos, pero su obra poética se cocina en las aguas de un romanticismo sin innovaciones. La crítica, que suele ser dura con la poesía de don Heraclio, tiene razón al consignar su nombre, pero también la tiene cuando juzga su obra subalterna. Todos los temas fueron suyos: no discriminó a la hora de abordarlos desde el continente del poema; de allí que muchos de sus versos sean gratuitos y hasta prosaicos. Sin embargo, fue distinguido con premios literarios de prestigio, mientras la convocatoria que hacía a las tertulias literarias que presidía encontraba respuesta. Puede decirse que su poesía romántica ya es muestra de una retórica, con todos los lugares comunes que esta operación sin genio supone.
Francisco Guaicaipuro Pardo (1829-1882) desconocía la subestimación; se tenía a sí mismo como el mejor poeta de América. Pero, en verdad, estaba muy lejos de serlo. Su obra poética combina dos de los más lamentables elementos del romanticismo criollo: la grandilocuencia y la intención alabanciosa de la gesta bolivariana. Uno de los conocedores de su obra, Luis Correa, dejó asentado, refiriéndose a sus composiciones, lo siguiente: «Son frías, solemnes, correctas. En la más celebrada de ellas, la que canta la gloria del Libertador, las estrofas desfilan como una procesión de sombras augustas, pero de sombras al fin. Como poeta civil, como animador de sus opiniones políticas, no tuvo el ímpetu de azor de Abigaíl Lozano, a quien imitaba en sus comienzos» (Correa, 1961: 182). El mismo Correa recoge en su ensayo una anécdota sobre Pardo que merece resumirse: había llegado a Caracas la marquesa Olga de Tallenay con su hija, la marquesita Jenny de Tallenay, y Pardo se enamoró perdidamente de ella. Los caraqueños de entonces habían hecho de la marquesita el tema de sus tertulias, se barajaban nombres como posibles candidatos a robar su corazón; y mientras esto ocurría en los salones, Pardo callaba, confiado. El propio general Guzmán Blanco se interesó por la muchacha y en el baile del 1.º de enero de 1881, en la Casa Amarilla, en medio de los cristales de bacará y ataviado con su traje napoleónico, quiso bailar con la marquesita. La buscó por todos los rincones y la encontró en el fumoir en una animada plática, tomada de manos, con el poeta Pardo. Cuentan que dijo: «A quien Dios se lo da/ San Pedro se lo bendiga». Tres años después, es publicado en Francia el libro de viajes de Jenny de Tallenay, Souvenirs de Venezuela, y en él la marquesita hace un comentario agradecido de Pardo e, incluso, llega a traducir al francés un poema de su enamorado caraqueño, pero este ya había fallecido.
Aunque la poesía de Pardo se recoge en libro después de su muerte, sus versos eran conocidos por el camino hemerográfico. Dado a la oda ditirámbica y al culto indigenista, el poeta intentó el llamado poema indiano. En sus versos anidaron la heroicidad de las etnias cercanas y las leyendas de la tribu: quizás le ofrecía homenaje a su segundo nombre.
A Domingo Ramón Hernández (1829-1893) se le tiene como el poeta más popular después de Abigaíl Lozano. A diferencia de muchos de sus compañeros de ruta, su vida no dibujó un arco romántico en lo que a epopeya se refiere. Llevó —y probablemente allí estuvo su comunión con las mayorías— una vida recogida, sin grandes relatos épicos. Sobrevivía impartiendo clases de violín y en sus años finales dio lecciones de declamación en la Escuela de Bellas Artes de Caracas, ciudad donde nació y murió. Al igual que Cecilio Acosta, jamás salió del país y probablemente no lo haya hecho de la propia Caracas. Como Acosta, vivió en la pobreza y se ganó el cariño de sus contemporáneos. Pero, a diferencia de Acosta, Hernández se empeñó en el cultivo del poema casi exclusivamente. Su poesía dialoga con la de Yepes y con la del primer Calcaño: atiende a la circunstancia mínima, se detiene en la naturaleza, es contemplativa y proclive a blandir el dato quejumbroso, el martirio que tanto sedujo a los espíritus románticos. Aunque secundaria, la poesía de Hernández era genuina y, quizás, eso fue lo que el mismo lector anónimo de Lozano halló en sus versos.
Y si afanosa pasó mi vida,
si me miraron todos pasar
cual ave errante que va perdida,
volando a locas, sin reposar,
fuéronme oasis los más seguros
para el descanso reparador,
las altas torres, los viejos muros
y el techo humilde del labrador.
De esta segunda camada romántica formaron parte, también, Diego Jugo Ramírez y Eloy Escobar, pero no me detengo en sus obras porque, en verdad, con las de los cuatro anteriores están dadas, prácticamente, todas las coordenadas de esta promoción secundaria: los mejores momentos de Calcaño, antes de retomar el discurso neoclásico; la abundancia retórica de Guardia; las odas grandilocuentes de Pardo y la menesterosa mirada de Hernández, que baña de romanticismo cualquier paisaje. Si en Maitín, Lozano y Yepes despertó el primer romanticismo criollo, en estos seguidores no brilla lo mejor de este espíritu; tampoco lo hizo en el primer grupo, pero a ellos los asistía, como dije antes, un élan romántico comprometido.
La tercera camada está formada por los románticos tardíos: Paulo Emilio Romero, Tomás Ignacio Potentini y Alejandro Romanace. Ofrecen su poesía cuando ya ha tenido lugar la discreta rebelión parnasiana y cuando el modernismo ya ha tocado a la puerta; de allí que la denominación «tardía» no sea gratuita. Otto D’Sola, en su Antología de la moderna poesía venezolana, los ubica como los «populares» de la generación (1885-1890).
En verdad, esta tercera promoción podría llamarse de un modo más exacto. No es una «promoción» en el sentido preciso del término, ya que en sus versos no se promueve nada diferente de lo propuesto por sus antecesores. Son, más bien, epigonales. La popularidad de la que gozaron no es prueba de la importancia de sus obras; hasta podría decirse que todo lo contrario. Probablemente, la razón de esta epigonalidad se encuentre en la vida y la formación de estos hombres. Pareciera que el destino les dio el trabajo de popularizar aún más la impronta romántica y, cumpliendo con ese encargo, abordaron el soneto con gracia (Romanace) y elevaron sus esperadas loas a los héroes de la patria. Para ser francos, nada digno de subrayar más allá de haber encarnado fenómenos de popularidad, ayudados por sus profesiones de periodistas, de militares o de políticos, en el caso de Potentini. La significación de sus obras se hace palpable si recordamos que los primeros libros de estos vates fueron publicados cuando ya Estrofas (1877) y Ritmos (1880), de Pérez Bonalde, habían salido de la imprenta.