Название: La gran vida
Автор: Michael Caine
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: La principal
isbn: 9788417617431
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—Aquí pone que interpretaste a George en George and Margaret —dijo, dando a entender que algo no cuadraba.
—Sí, así es —repliqué, decidido a mantener la farsa.
—¡Eso es mentira! —rugió—. ¡Ni siquiera has visto la obra! ¡Los actores se pasan dos horas esperando que se presenten George y Margaret y no llegan a aparecer nunca!
A pesar de todo —o quizá porque le gustó el modo en que me hice el indignado—, conseguí el trabajo. Aprendí mucho de aquel taimado anciano. En concreto, se me quedaron grabados tres de sus consejos. En una de las obras que hice en Lowestoft tenía que interpretar a un borracho y salí a escena dando bandazos. El director alzó los brazos para detener el ensayo.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó.
—Interpretar a un borracho —dije ofendido.
—Exacto. Estás interpretando a un borracho. Y yo te pago para que seas un borracho. Un borracho intenta simular que está sobrio, y tú simulas estar borracho. Lo estás haciendo justo al revés.
Dio en el clavo. En otra ocasión, yo estaba sobre el escenario y no tenía que pronunciar ninguna frase. El director alzó la mano y, de nuevo, dijo:
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—¡Nada! —repliqué.
—Exacto. No tienes diálogo, pero estás sobre el escenario y estás escuchando lo que dicen los demás. Y, en realidad, tendrías mucho que decir, pero has decidido no hacerlo. Eres tan parte de la escena como los personajes que están hablando. El cincuenta por ciento de la interpretación consiste en escuchar, y el otro cincuenta por ciento en reaccionar a lo que se dice.
Dio en el clavo. Recuerdo también una escena en la que debía llorar. A mí me parecía que estaba saliendo muy bien, pero el director volvió a interrumpirme con aquella frase que ya había escuchado más veces de las que me habría gustado.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —gritó.
—Llorar —dije muy ofendido por su impasibilidad ante mi actuación.
—¡No, de eso, nada! Yo veo a un actor intentando llorar. Un hombre de verdad trata desesperadamente de no llorar.
Una vez más, dio en el clavo.
Estaba más que dispuesto a atenerme a las reglas del teatro en lo tocante a la interpretación, pero también estaba decidido a no permitir que mi estatus de protagonista joven interfiriese en mi vida sentimental. Me había enamorado de una mujer inalcanzable: la actriz principal de Lowestoft, Patricia Haines. Pat era una verdadera belleza, dos años mayor que yo, a años luz de mí en sofisticación, y una actriz brillantísima que no necesitaba añadir papeles extra a su currículo. Aunque siempre era muy educada, daba la sensación de que aún no había percibido mi presencia. En realidad, daba la sensación de que ni se había enterado de que había un nuevo protagonista joven en la compañía, por mucho que yo lanzara a menudo miraditas elocuentes en su dirección.
Las cosas siguieron así durante un par de semanas, hasta que una noche, tras la representación, uno de los actores dio una fiesta. Como de costumbre, Pat era el centro de atención. Como de costumbre, me saludó con una breve sonrisa y luego me ignoró por completo. Comprendí que mi amor por ella estaba condenado a no ser correspondido y me concentré en ponerme de alcohol hasta arriba. Me pasé la noche sentado, solo, hundido en la miseria, hasta que los invitados empezaron a retirarse. En el preciso momento en que contemplaba la posibilidad de un tambaleante regreso a mis solitarios aposentos, escuché una voz detrás de mí.
—Qué tímido eres.
Me giré y allí estaba Pat, con su casi metro ochenta (más ocho centímetros de tacones).
—¿Tímido? —Tropecé con mis propios pies y me derramé la bebida en los pantalones—. ¿Yo? ¿Por qué lo dices?
Ella era una ruda chica del norte.
—Porque me he dado cuenta de que te gusto y ni has intentado insinuarte.
¿Insinuarme? ¿Estaba loca o qué? ¿Insinuarme yo a Pat Haines? Me tambaleé un poquito más, ebrio no solo por la ingesta de cerveza barata, sino por su proximidad y el aroma de su perfume. Decidí jugármela. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Me armé de toda la confianza que pude reunir —extraída de las películas de Bogart— y la miré directamente a los ojos.
—Estoy enamorado de ti —le dije.
Transcurrió un minuto de silencio absoluto. La sangre me golpeaba las sienes con tanta fuerza que tuve que inclinarme hacia ella para poder oír su respuesta.
—Ya lo sé —dijo sonriendo—. Y yo también estoy enamorada de ti.
Ahora sí que sabía lo que tocaba hacer. Me acerqué a ella y la besé.
Unas semanas después, Pat y yo nos casábamos en Lowestoft. Los padres de Pat, Claire y Reg, vinieron desde Sheffield y, a pesar de que Pat hizo todo lo que pudo, estaba claro que pensaban que el matrimonio no duraría.
Y, claro, tenían razón. Nos mudamos de Lowestoft a Londres y los primeros meses fueron muy duros. Alquilamos un pequeño piso en Brixton a mi tía Ellen, que fue la primera persona de la familia en tener una casa en propiedad. Como sabía que ni Pat ni yo ganábamos mucho, nos dejaba el alquiler bastante barato. Tras un período de sequía en el que solo conseguí algunos papeles como extra en televisión, dejé de buscar trabajo en la interpretación y tuve que aceptar algunas ocupaciones sin mucho futuro para mantener a Pat mientras ella trataba de dar un empujón a su carrera. Me desmoralicé mucho, pero las cosas se iban poner aún más difíciles: Pat se quedó embarazada. Nuestra preciosa hija Dominique nació con un padre que no estaba preparado para serlo y era incapaz de mantenerla. Toda aquella presión provocó la ruptura de nuestro matrimonio y yo abandoné el hogar. Pat se llevó a Dominique con su familia de Sheffield, y Claire y Reg asumieron la labor de criarla. Yo estaba desesperado: no tenía dinero, no tenía trabajo y había abandonado a mi mujer y a mi hija. A mis veintitrés años sentía que había defraudado a mi familia y a mí mismo. Las preocupaciones me tenían casi al borde del suicidio.
Volví a la casa prefabricada. En el hogar, las cosas tampoco iban bien. Papá tenía artritis reumatoide y ya no podía trabajar, así que conseguí un empleo en una siderúrgica para meter algo de dinero en casa. El trabajo físico era durísimo, despiadado, el más duro que haya tenido que hacer en mi vida. Además, era amargamente frío. Mientras tanto, el dolor de espalda de papá iba empeorando y el doctor me comunicó (pero no a él) que tenía cáncer de hígado y que solo le quedaban unas pocas semanas de vida. Contemplé cómo aquel hombre fuerte y vital se consumía ante mis ojos hasta el día en que lo saqué de casa y lo metí en la ambulancia que lo llevaría a morir al hospital St. Thomas.
Nunca olvidaré los dos últimos días de vida de papá. Agonizaba. Le pedí al médico que le administrara una sobredosis de analgésicos. Al principio se negó, pero cuando le hice ver que la muerte no podía ser peor que el infierno que estaba padeciendo papá, me miró en silencio y luego dijo: «¿Por qué СКАЧАТЬ