La gran vida. Michael Caine
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Название: La gran vida

Автор: Michael Caine

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: La principal

isbn: 9788417617431

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СКАЧАТЬ zapato afectado.

      —Trae buena suerte —me dijo.

      —Lo sé —repliqué—. Ya me lo dijo mi maestra.

      Y procedimos a rodar la segunda toma de la película que me convertiría en una estrella. ¿Lo ven? Hay que confiar siempre en las maestras.

      Aquella primera evacuación no se prolongó demasiado. Stanley y yo fuimos los últimos niños que quedaron en el punto de reunión de Wargrave, Berkshire, y hubo de rescatarnos una encantadora mujer que nos condujo en un Rolls Royce hasta una casa inmensa. Una vez allí, nos colmaron de atenciones, pastel y limonada. Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad. Efectivamente. Al día siguiente apareció por allí un funcionario metomentodo graznando que estábamos demasiado lejos de la escuela y que nos separarían y llevarían a otro sitio.

      A Stanley lo acomodaron con una enfermera del barrio y a mí me acogió una pareja de sádicos. Mamá no podía venir a visitarme porque los alemanes bombardeaban las vías del tren. Cuando al fin pudo hacerlo, me encontró cubierto de llagas y famélico. Las personas que acogían a los evacuados recibían una compensación económica para cubrir los costes de manutención, y mis anfitriones decidieron ahorrar lo máximo posible: mi dieta consistía en una lata de sardinas diaria. Y lo que es peor, solían pasar fuera los fines de semana y me dejaban encerrado en un armario, bajo las escaleras. Nunca lo olvidaré: sentado en la oscuridad, hecho un ovillo, llamando a mi mamá con lágrimas en los ojos. El tiempo dejaba de existir. La experiencia me traumatizó tanto que sigo teniendo fobia a los espacios pequeños y cerrados, y aborrezco cualquier forma de crueldad hacia los niños. Todas mis acciones benéficas tienen como destinatarios a los niños, y muy especialmente a la NSPCC1. En resumidas cuentas, todo aquello me convenció de que prefería las bombas que estar encerrado en el armario. Por suerte, mi madre estuvo de acuerdo y nos llevó a Stanley y a mí de vuelta a Londres, decidida a no volver a separarse de nosotros.

      El bombardeo de Londres estaba en su apogeo y me dio la impresión de que Adolf Hitler había descubierto nuestra dirección. Las explosiones se escuchaban cada vez más cerca. Cuando las bombas incendiarias convirtieron Londres en pasto de las llamas, mi madre decidió que ya era suficiente. Llamaron a mi padre para servir en Artillería y mi madre nos llevó a North Runcton, en Norfolk, en la costa este de Inglaterra.

      En ocasiones me da por pensar que la segunda guerra mundial es lo mejor que me ha pasado nunca. Para un mocoso de la calle muerto de hambre como yo, Norfolk era un paraíso, comparado con la niebla densa y la suciedad de Londres. Cuando llegué allí, estaba hecho un tirillas, pero al cumplir catorce años ya había dado el estirón hasta el metro ochenta, como un girasol. O una mala hierba. Debido al racionamiento no había azúcar, dulces ni pasteles; nada artificial. Muy al contrario: buena comida, complementada con conejos de campo y huevos de gallineta. Y todo era orgánico, porque los fertilizantes químicos hacían falta para fabricar explosivos. En consecuencia, mis años de juventud fueron inesperadamente saludables. Vivíamos apretujados junto a otras diez familias en una vieja granja, pero teníamos aire libre, buena comida y, lo mejor de todo, podíamos corretear a nuestras anchas por el campo. Yo solía salir con un grupo de evacuados, porque las madres del pueblo no permitían a sus hijos jugar con nosotros: les parecíamos muy rudos y nuestra forma de hablar les generaba suspicacias, por decirlo suavemente. Hoy en día lo pienso y, sí, creo que éramos unos auténticos vándalos. Saqueábamos huertos, robábamos la leche de la puerta de los vecinos y nos pasábamos el día peleándonos con los chicos del lugar. Pero todas aquellas experiencias transformaron mi vida. Adoraba el campo porque había acabado allí, y adoraba Londres porque lo había dejado atrás.

      Tras seis meses en Norfolk, mi padre volvió a casa con dos semanas de permiso. Nosotros esperábamos que nos relatase sus batallas contra los alemanes al estilo del Llanero Solitario, pero él estaba agotado. Nos dijo que venía de un sitio de Francia que se llamaba Dunkerque. A nosotros aquel nombre no nos dijo nada por aquel entonces, pero hoy en día me imagino el infierno que debió de vivir allí. Cuando acabó el permiso lo destinaron al norte de África con el Octavo Ejército para luchar contra Rommel. No volvimos a verlo en cuatro años.

      Y la guerra alcanzó incluso al aletargado Norfolk. Estados Unidos se sumó al conflicto y de pronto vivíamos rodeados de siete enormes bases para bombarderos del Ejército del Aire estadounidense, espectadores en primera fila de la guerra aérea. Desde tierra veíamos a los aviones alemanes atacando a nuestros propios cazas. Fuimos testigos de sus mortales resultados: uno tras otro, los aviones caían en picado y se estrellaban en los campos que nos rodeaban. Nunca se me había ocurrido relacionar las batallas que veía en las películas con la vida real. Ahora, cuando nos acercábamos hasta los aviones abatidos, a menudo antes que la policía o la Guardia Nacional, veía cadáveres por primera vez.

      Quizá Hitler no llegó a invadirnos, pero los americanos, ciertamente, sí que lo hicieron. Los pueblos y aldeas de ­Norfolk estaban infestados de despreocupados y afables aviadores americanos que masticaban chicle, parecían pensar que todo aquello era una guasa y asombraban a los lugareños con su generosidad y sus ganas de diversión. Todo lo que yo sabía sobre los Estados Unidos lo había aprendido en mis visitas semanales al cine, y aquellos valientes jóvenes fueron los primeros americanos que conocí de primera mano. Fue el comienzo de un romance con los Estados Unidos y sus costumbres que ha perdurado durante toda mi vida.

      Pero no solo me eduqué a través del cine. Tuve mucha suerte con mi maestra en la escuela primaria: la señorita Linton, una marimacho, fumadora empedernida, bebedora de whisky, y también una gran influencia positiva. Ahora que lo pienso, probablemente era lesbiana y quizá me consideraba el hijo que nunca tuvo. Y también supo ver algo en mí, me animó a leer vorazmente, me enseñó matemáticas a través del póquer, y un día inolvidable atravesó a toda velocidad la pradera del pueblo, ataviada con su indumentaria académica, para comunicarme que, tras superar el examen, me habían concedido una beca para hacer el bachillerato en Londres. Yo era el primer alumno de la escuela local que lo lograba. Mi madre había encontrado un trabajo como cocinera y nos habíamos mudado a las dependencias del servicio de una casona llamada The Grange, en las afueras del pueblo. Comparado con Elephant and Castle, aquello era un lujo inimaginable: luz eléctrica, cocina totalmente equipada, comida de primera ­categoría e inagotable (nos dejaban las sobras) y agua corriente, fría y caliente. Incluso tenían un piano en la sala de visitas, con un lateral en forma de arpa, nada que ver con los armatostes que yo había visto en los pubs de Londres.

      La casa era propiedad de una familia apellidada English y su fortuna provenía de una compañía maderera: Gabriel, Wade and English. El nombre se me quedó grabado. Años después, Shakira y yo dábamos un paseo junto al Támesis un domingo soleado cuando pasamos frente a un viejo almacén que, para mi sorpresa, tenía pintado aquel nombre en un lateral. Creo que, por algún motivo, nunca me creí del todo que fuera una auténtica empresa. El señor English era encantador conmigo e incluso se había ofrecido a costearme el bachillerato y la universidad si no conseguía la beca. Yo era un muchacho peculiar, bastante solitario, pero caía bien a la gente, y el señor English a menudo me invitaba a pasar a las dependencias principales de la casa para tomar el té en la sala de visitas. Yo pensaba: algún día, también yo poseeré todo esto… Y la casa de Surrey en la que ahora vivo es, en realidad, su casa, porque he replicado su vida. Y eso incluye también la comida. Como solíamos alimentarnos de las sobras de las cenas de los English, de joven me acostumbré a la caza —faisán y perdiz—, y aquello me condicionó para siempre. Hoy en día me alimento como un terrateniente… ¡pero como un terrateniente que visita Francia a menudo!

      A medida que envejeces, te das cuenta de que hay muchas cosas que quizá estés haciendo ya por última vez. Hace un par de años volví a North Runcton con mi hija Natasha. Me habían invitado para inaugurar una placa en el colegio en el que hice mi primera actuación. Nos ofrecieron una gran bienvenida y nos mostraron las instalaciones, que se habían modernizado de manera impresionante, y después nos llevaron a The Grange, donde el actual propietario me permitió СКАЧАТЬ