La gran vida. Michael Caine
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Название: La gran vida

Автор: Michael Caine

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: La principal

isbn: 9788417617431

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СКАЧАТЬ se incendió. Yo interpretaba al policía, y ni siquiera aquello lo hice demasiado bien. Y Albert Finney, merecidamente, obtenía elogios por su papel teatral en The Party, dando la réplica al legendario Charles Laughton. Mientras, yo caía aún más bajo. Me presente a una audición, me llamaron, abrí la puerta y el director de reparto gritó: «¡El siguiente!». No tuve tiempo ni de abrir la boca para decir «hola». No entendía qué había hecho mal. Y es que no había hecho nada mal, aparte de crecer demasiado. La estrella de la película era Alan Ladd, famoso por su corta estatura, y si al entrar en la habitación superabas la marca que habían pintado con tiza en la puerta, te descartaban automáticamente.

      Pero poco a poco —desde luego, mucho más despacio que en el caso de mis amigos— empezaban a cruzarse en mi camino, con más frecuencia, papeles de más envergadura. Hice otro capítulo de Dixon of Dock Green y después me ofrecieron ser suplente de Peter O’Toole en The Long and the Short and the Tall, de Willis Hall, una obra de teatro sobre una unidad británica que, en 1942, lucha contra los japoneses en la jungla malaya, una de las primeras obras británicas sobre soldados corrientes. Aquello me proporcionaría ingresos regulares y la oportunidad de trabajar con algunos amigos —Robert Shaw y Eddie Judd también formaban parte del reparto, exclusivamente masculino—, pero casi me provoca un infarto. La obra fue un gran éxito porque Peter O’Toole era un genio, pero, como al resto de nosotros, le gustaba beber y a menudo se pasaba un poco de la raya. En una ocasión, en el preciso momento en que se levantaba el telón, entró como una tromba por la puerta del escenario quitándose la ropa y gritándome, mientras corría: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡No hace falta que salgas!».

      Cuando Peter lo dejó para rodar Lawrence de Arabia —la película que lo catapultó a la fama—, yo me hice con su papel en The Long and the Short and the Tall durante el resto de la gira. Interpretar a uno de los protagonistas en una obra realmente buena y con un reparto de talento (incluido el excepcional Frank Finlay) era justo lo que necesitaba para recuperar la confianza. Regresé a Londres después de cuatro meses de gira en provincias convencido, de nuevo, de que iba por el buen camino. Me mudé a una casa compartida en Harley Street con otras diez personas entre las que se encontraba un joven actor llamado Terence Stamp —cockney, como yo—, a quien había conocido durante la gira. Tomé a Terry bajo mi tutela y lo inicié en algunos secretos fundamentales para que la vida le sonría a uno durante una gira. El primero de ellos era cómo hacerse con la mejor habitación en cada hotel. En segundo lugar, el más sofisticado significado del espectáculo The Dancing Years, de Ivor Novello. Aquel espectáculo giraba por provincias de forma casi constante y si coincidías con él estabas de suerte. Ambientada en Ruritania y con un reparto compuesto por un buen número de mocitas y zagales de pueblo, la obra se conocía entre la profesión como The Dancing Queers, ya que los mocitos siempre parecían gays. Aquello tenía como consecuencia una multitud de mocitas desconsoladas… aunque no por mucho tiempo, si Terry y yo andábamos por allí.

      Por desgracia, olvidé enseñarle una regla a Terry: no revelar nunca el paradero de un amigo. Una mañana, en Harley Street, estaba en la cama tratando la resaca con un poco de sueño cuando me despertaron a trompicones. Dos tipos enormes que apenas cabían en sus trajes se cernieron sobre mí.

      —¿Maurice Joseph Micklewhite?

      Hacía mucho que nadie me llamaba así. Aquello iba en serio.

      —Está arrestado por no pagar la manutención de Patricia y Dominique Micklewhite.

      —¿Cómo me han encontrado? —pregunté mientras me escoltaban al juzgado de paz de Marlborough Street.

      —Un tal señor Stamp ha sido de gran ayuda —contestó enigmáticamente uno de ellos. Si salgo de esta, me prometí, Terry se va a enterar.

      En realidad, los policías fueron muy comprensivos. Enseguida vieron que yo estaba sin blanca y famélico, de manera que, de camino, me invitaron a un auténtico desayuno inglés. Fue mi mejor comida en meses, pero la realidad me golpeó de lleno al llegar a las celdas. Me metieron en una ocupada por —al menos eso me pareció— un psicópata que no dejó de mirarme fijamente hasta que lo llevaron ante el juez. A mi alrededor, ruido de chalados y borrachos gritando, maldiciendo y, de cuando en cuando, emitiendo monumentales ventosidades. Esta es la gota que colma el vaso, me dije. Nunca, jamás me veré de nuevo en una situación similar.

      Estaba allí sentado, compadeciéndome de mí mismo, cuando uno de los guardas gritó:

      —¿Quién quiere el último pedazo de pastel?

      Aquella voz fue ahogada por el clamor de chalados y borrachos. Yo no estaba dispuesto a rebajarme aún más y me quedé en silencio. Entonces, escuché al guarda:

      —Oye —me dijo—, ¿no salías tú el otro día en Dixon of Dock Green?

      —Sí —contesté esperando el consecuente pitorreo.

      En lugar de eso, abrió la ventanilla, me alargó el último pedazo de pastel y desapareció sin decir palabra.

      Cuando finalmente me condujeron a la sala de juicios, Pat y su abogado ya estaban allí. Llevábamos tiempo divorciados y hacía años que no la veía. Tenía buen aspecto: vestía un caro abrigo de pieles y su maquillaje era impecable. Yo, por el contrario, tenía una pinta horrorosa, y no solo por culpa de la resaca. Tenía la ropa raída y arrugada por haber dormido con ella puesta. No tenía nada que perder y, cuando recorrí la sala con la vista, comprendí que aquello solo era una audiencia más. Dixon of Dock Green había funcionado con los guardas del calabozo, de modo que puse toda la carne en el asador con un apasionado alegato para que me dejasen en libertad y así poder interpretar mi (inexistente) papel en el siguiente episodio. La mayoría de los presentes debían de ser aficionados a la serie, porque sentí cierto deshielo en el ambiente. Ataqué mi argumento con entusiasmo renovado. Cuando aún no había alcanzado el ecuador de mi argumentación, escuché al magistrado gritar:

      —¡Cállese!

      Era la tercera vez que intentaba interrumpirme. Hice una pausa para tomar aliento y aprovechó la ocasión.

      —¿Cuánto dinero lleva encima, joven?

      Me registré los bolsillos: tres libras y diez chelines.

      —A partir de ahora, pagará esa cantidad semanalmente en concepto de manutención —dijo—. Y si vuelvo a verlo por aquí por el mismo motivo, lo enviaré a la cárcel.

      Ni lo sueñes, pensé.

      Al salir de la sala arriesgué una sonrisa hacia Pat y, para mi sorpresa, me la devolvió. Desde entonces solo volví a verla en contadas ocasiones, siempre con nuestra hija Dominique, y estuvimos en buenos términos hasta que finalmente desapareció de mi vida. Murió de cáncer en 1977.

      Entonces no fui consciente, pero aquel juicio en 1960 marcó el punto más bajo de mi vida. Las cosas solo podían ir a mejor, y lo hicieron. Comencé a recibir más trabajo en televisión y por vez primera disfrutaba de unos ingresos más o menos estables. Me mudé con Terence Stamp (le perdoné su amabilidad con la policía) de Harley Street a una casita tras Harrods. Aunque ahora ambos teníamos trabajo más o menos fijo, acordamos que, si alguno de los dos «descansaba» (ese gran eufemismo entre los actores), el otro pagaría el alquiler. La casa contaba con una ubicación excelente, pero estábamos un poco apretados: solo había un dormitorio. Aquello originó más de un problema, dadas nuestras intensas vidas amorosas. Llegamos a un trato: el primero en triunfar se quedaba con la cama. El otro pobre memo tiraba un colchón y unas sábanas en la salita y esperaba. A base de práctica, ambos alcanzamos una asombrosa destreza en el arte de hacer la cama: menos de cinco segundos.

      El año 1961 comenzó СКАЧАТЬ