La gran vida. Michael Caine
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Название: La gran vida

Автор: Michael Caine

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: La principal

isbn: 9788417617431

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СКАЧАТЬ gran pantalla, tendría que ser con otro nombre.

      Pero incluso yo era consciente de que mi nombre era el menor de mis problemas. Yo era alto, desgarbado, flacucho y desmañado. Era rubito, tenía la nariz grande, espinillas y acento cockney. Las estrellas de cine de aquella época —Robert Taylor, Cary Grant y Tyrone Power, por ejemplo— tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Incluso los feos, como mi héroe, Humphrey Bogart, tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Ahora es más fácil, por supuesto, pero entonces a nadie se le habría ocurrido darme siquiera el papel del mejor amigo del protagonista. En cierta ocasión, el mismísimo Steve McQueen me dijo que, de haber trabajado en los años treinta, le habría tocado ser «el mejor amigo».

      Así pues, ¿cómo logré ser actor? Hasta llegar a Alfie, trabajé muy duro durante diez años en el teatro y la televisión, pero además de saber actuar había que tener el aspecto adecuado. Mírense al espejo. ¿Ven ese blanco sobre el iris del ojo en posición relajada? ¿Ven sus orificios nasales cuando miran de frente? ¿Ven las encías sobre los dientes superiores al sonreír? ¿Su frente es mayor que espacio que hay entre la punta de su nariz y la de su mentón? Si es usted un hombre, ¿tiene la cabeza pequeña? Si presenta alguna de estas características faciales, nunca será el protagonista de una película romántica. Si las presenta todas, sin embargo, probablemente se haga rico protagonizando películas de terror.

      En última instancia, todos los años que pasé actuando en el Clubland y, después, en el teatro profesional, no me sirvieron de gran cosa. El arte de la actuación en el cine es, precisamente, el opuesto al de la actuación en el teatro. En el teatro tienes que ser todo lo exagerado, histriónico y aparatoso que puedas, incluso en las escenas más reposadas, algo que solo los mejores actores saben hacer. Por el contrario, el cine consiste en permanecer a dos metros de una cámara bajo una luz cegadora y no dejar que trasluzca el menor atisbo de actuación. Si uno lo hace bien, parece fácil, pero conseguirlo requiere muchísimo trabajo. Es como cuando ves bailar a Fred Astaire y piensas que tú también podrías hacerlo… y no podrías ni en un millón de años.

      A lo largo de mi carrera he ido incorporando a mi repertorio algunos trucos muy útiles. Durante un primer plano, mira fijamente solo uno de los ojos del actor que tienes enfrente, no mires a uno y otro ojo porque parecerías taimado; escoge el ojo que haga que tu cara se acerque más a la cámara; si ­interpretas a un personaje duro o amenazador, no parpadees (¡y no olvides la caída de ojos!); si interpretas a un pusilánime o a un inútil, parpadea todo lo que quieras (solo hay que fijarse en Hugh Grant); y si tienes que hacer una pausa después de que hable otro actor, primero habla y haz la pausa después, de ese modo podrás alargar esa pausa tanto como desees. Por último, el desnudo integral frontal. No lo hagas. En la actuación el control lo es todo, y en cuanto te quedas desnudo pierdes el control de la mirada del público. Pero si, a pesar de todo, insistes en hacer caso omiso de mi consejo en este último aspecto, permite que te haga una última recomendación: no te muevas. Cuando preguntaron al legendario bailarín de ballet Robert Helpmann —al hilo del estreno en Londres del espectáculo de variedades Oh! Calcutta, interpretado por bailarines desnudos— si él se avendría a bailar desnudo, respondió: «Terminantemente, no». Y ante la cuestión de por qué no, repuso: «Porque no todo se detiene cuando lo hace la música». Un hombre sabio.

      Incluso contando con la cara adecuada, tienes que irradiar cierto sentido del humor. Creo que soy un buen actor dramático, pero transmito la impresión de que conmigo uno se puede echar unas risas. Se establece una conexión entre el actor y su público que va mucho más allá del papel que interpretas y que no tiene nada que ver con tus dotes interpretativas. Carisma. Lo tienes o no lo tienes. ¿Quién lo tiene, hoy en día? Yo señalaría a Jude Law, Clive Owen y Matt Damon. De entre ellos, me identifico con Jude Law. Al fin y al cabo, se me parece un poco… y ha hecho remakes de dos de mis películas. Y también me identifico con él en otro sentido. La prensa se pasa el día criticando su vida privada. Cuando trabajamos juntos en La huella, un crítico mencionó que se había beneficiado a la niñera, y yo pensé: «Espera un momento… ¡Pero si no se beneficia a ninguna niñera en la película!». Es un actor magnífico, un gran padre… y un poco mujeriego, como lo era yo, aunque quizá yo me lo montaba mejor para que no trascendiera. Pero antaño, cuando mis colegas y yo nos dábamos la gran vida y salíamos con un montón de chicas, no teníamos que vérnoslas con los paparazzi y las revistas de cotilleo, a diferencia de las estrellas actuales. Hoy en día no nos habríamos ido de rositas.

      3. Levando anclas

      Aún hoy la gente me pregunta si el personaje de Alfie está basado en mí. Cuando se estrenó la película, los periodistas me acribillaban con la misma pregunta: «Alfie eres tú, ¿verdad? Eres un joven ­cockney, te gustan las chicas como a él…». Yo respondía invariablemente: «Sí, soy cockney, pero ¿acaso somos iguales todos los cockney? ¿Todos los cockney a los que nos gustan las chicas somos el mismo género de persona?». Había algo que no acababan de comprender —y aún hoy presiento que algunos siguen sin entenderlo—, y es que Alfie trataba a las mujeres de forma diametralmente opuesta a como yo lo habría hecho.

      En realidad, para interpretar a Alfie me basé en un tal Jimmy Buckley que apareció un día por el Clubland, dejando fascinadas a todas las chavalas. Jimmy tenía carisma. En aquel momento no supe identificar en qué consistía (creo que no habría sabido ni deletrear la palabra), pero supe que funcionaba, y al poco Jimmy se convirtió en mi nuevo mejor amigo. Por desgracia, su éxito con las mujeres no era contagioso, aunque yo me sentía tan desesperado que me habría conformado con las sobras. Lo que sí percibí es que le daba lo mismo una chica que otra y, a su debido tiempo, Alfie manifestaría la misma actitud. Yo, en cambio, soy muy tiquismiquis con mis gustos.

      Al final, no fue Jimmy Buckley quien me guio hasta la tierra prometida, sino un amigo que me había invitado a la fiesta de su decimosexto cumpleaños. Yo no bebía en aquella época. Estaba sentado en la cocina, taciturno, alargando mi limonada y viendo triunfar a mis amigos, cuando se abrió la puerta trasera y la tía de mi amigo me hizo gestos para que saliera al jardín. Estaba bebida. No hasta el punto de perder sus facultades, pero, misteriosamente, había extraviado la falda. Hice un caballeroso —y poco entusiasta— intento de ayudarla a encontrarla, aunque al poco rato la búsqueda dejó de ser prioritaria. De vuelta a casa, todavía abrumado y con una recién adquirida confianza en mí mismo, casi no podía creerme mi buena estrella. ¡Conque de eso se trataba!

      La educación que recibía en algunos de los aspectos fundamentales de la vida iba viento en popa, pero los estudios seguían sin despertar mi interés y no sé quién se sintió más aliviado, si el director o yo, cuando a los dieciséis años abandoné Wilson’s con un puñado de aprobados en los exámenes finales. Al fin era libre para perseguir mi sueño de dedicarme al mundo del espectáculo.

      Mi primer trabajo fue de chico de los recados en Frieze Films. Era, ciertamente, una empresa dedicada al cine, pero a un tipo de cine muy concreto: películas de ocho milímetros sobre Londres para turistas y, los fines de semana, bodas judías. Como consecuencia de ello, yo era el único chico del Clubland que se sabía la letra de Hava Nagila. Una noche de domingo grabábamos una boda judía en la que actuaba una banda llamada Eddie Calvert and his Golden Trumpet. Todo transcurría según lo previsto. Bajamos la intensidad de las luces, la novia aferró la mano del novio, una ola de emoción atravesó a los invitados y el mismísimo Eddie Calvert comenzó a ascender desde debajo del escenario interpretando —efectivamente— Hava Nagila con su trompeta dorada. Yo era el encargado de la iluminación y, ansioso por capturar el clímax de la noche en el celuloide, encendí de golpe las luces. Saltaron a la vez todos los fusibles del edificio, la estancia se sumió en la oscuridad y Eddie Calvert quedó encallado en su ascenso, con la barbilla al nivel del escenario y aún soplando su trompeta dorada. Me despidieron en el acto.

      El siguiente trabajo me duró mucho menos. Seguía siendo recadero, pero ya estaba un poco más cerca de Hollywood. La J. Arthur СКАЧАТЬ