Название: La gran vida
Автор: Michael Caine
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: La principal
isbn: 9788417617431
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Cuando, en el hospital, vaciaron los bolsillos de papá, solo encontraron tres chelines y una moneda de ocho peniques. Tres chelines y ocho peniques era todo lo que tenía después de cincuenta y seis años de duro trabajo físico. Salí del hospital decidido a labrarme un futuro… y a sacar a mi familia de la pobreza.
A todo el mundo le sale una oportunidad al paso de vez en cuando, y en ocasiones no tiene nada que ver con lo que uno se esperaba. ¿Quién iba a pensar que mi experiencia como soldado en Corea me conduciría al primer contacto con la industria del cine?
Mamá había cobrado una modesta suma —veinticinco libras— del seguro de vida de mi padre y, consciente de mi penosa situación, me dio el dinero y me animó a que me marchase y reorganizase mi vida. Un gesto de generosidad típico de mi madre, que en realidad no tenía casi nada. Yo me había enamorado de París como concepto tras leer Springtime in Paris, las memorias del escritor estadounidense Elliot Paul, y decidí ir a París. El billete de ida y vuelta desde la estación Victoria de Londres costaba siete libras, así que con el dinero restante podía permitirme —al menos para empezar— un hotel cochambroso en la rue de la Huchette, precisamente donde se había alojado Elliot Paul. Sin dinero, tenía que ir andando a todas partes, pero hacía poco que había dejado el Ejército, estaba en forma y, en cualquier caso, París es la mejor ciudad del mundo para ser un flâneur. La recorrí de arriba abajo durante un par de meses, me sentaba en los cafés, en las terrazas de las aceras. Veía pasar a la gente y me juraba que algún día regresaría y visitaría la ciudad a lo grande. El dinero voló rápidamente y sobreviví a base de pequeños golpes de suerte. Aprendí a freír patatas en la calle, en el boulevard Clichy, que por aquel entonces era la calle con peor fama de París. Me enseñó un tipo que vendía perritos calientes. Yo vendía mis «patatas a un franco» a su lado. Cuando ya no pude pagarme el hotel, empecé a dormir en el antiguo aeropuerto del centro de París. Me llevaba la maleta y un billete de avión usado que había encontrado, y así podía hacerme pasar por un pasajero que había perdido el vuelo. Desayunaba gratis gracias a una compasiva estudiante americana que cubría el turno de mañana en el café de la terminal y que, además, me guardaba la maleta durante todo el día para que pudiese pasear sin esa carga. Lo sé, se supone que hay que enamorarse en París —a fin de cuentas, es una de las ciudades más románticas del mundo—, pero entre las mujeres que me crucé no percibí un gran entusiasmo hacia un inglesito melancólico, en paro y sin blanca. No me enamoré de ninguna mujer, pero me enamoré de París, y fue un amor que me acompañaría toda la vida.
Y, además, funcionó. Pasé allí varias semanas hasta que me sentí con fuerzas para volver a casa. Cuando regrese a Elephant, mamá me dio la bienvenida con un beso, un abrazo y la noticia de que había un trabajo para mí. Me esperaba un telegrama de mi agente con la oferta de un pequeño papel y un puesto como asesor técnico en una película titulada Infierno en Corea. Me eché a llorar. Los exteriores se rodarían en Portugal y el resto en los estudios cinematográficos de Shepperton, y cobraría cien libras a la semana durante ocho semanas. ¡Una fortuna incalculable! Pero había un problema: el rodaje no comenzaba hasta mes y medio después, Pat necesitaba dinero para su manutención y la de la niña y era imposible que yo encontrase un trabajo de solo seis semanas. De nuevo, mamá al rescate: sacó de la oficina de correos todos sus ahorros, que ascendían a 400 libras, y me dijo: «Ya me lo devolverás». No había nada que mamá no estuviera dispuesta a hacer por Stanley y por mí.
Tras mi chusco debut, no había vuelto a tener problemas para recordar dos horas de diálogo sobre un escenario. En Infierno en Corea me las arreglé para olvidar solo ocho frases… y eso que las tenía que pronunciar al ritmo de una a la semana. Rodar una escena es radicalmente distinto a actuar en el teatro. Para empezar, se consume la mayor parte del tiempo coordinando al equipo de rodaje. Para cuando el director, Julian Aymes, gritó «acción», yo ya era un manojo de nervios, y tampoco me ayudó mucho escuchar a uno de los cámaras murmurando: «¡Solo es una puta frase, joder!».
Mis primeros pasos en el cine no transcurrían tan bien como habría deseado, pero en el papel de asesor técnico me sentía en terreno seguro. Yo era la única persona en el rodaje que había puesto un pie en la maldita Corea… pero daba la sensación de que nadie quisiera saber nada. Nadie entendía qué fuimos a hacer allí y, en ocasiones, incluso parecía como si nadie supiera que habíamos estado en aquel país. Cuando se lo mencionaba a mis amigos americanos, se quedan estupefactos: «¿Los ingleses estuvisteis en Corea?». Sí, y no solo los ingleses. En mi división también había australianos, neozelandeses y sudafricanos, pero a nadie le importaba un bledo. Tengo una gran simpatía por los soldados. Sé cómo se siente uno cuando lo envían a una guerra que en tu país nadie entiende o que a nadie le importa y, al volver, te topas con una absoluta incomprensión —o, lo que es peor, indiferencia— por lo que has tenido que soportar.
Soy profundamente antibélico. Sé lo que les espera a esos jóvenes que envían a Irak y Afganistán. Soy incapaz de ver las noticias sobre víctimas mortales del Ejército, tengo que apagar el televisor cada vez que las emiten. Es demasiado triste. Al igual que muchos de ellos, yo tenía diecinueve años cuando me enviaron a Corea con los Fusileros Reales y, al igual que muchos de los que son enviados a Afganistán, nunca había oído hablar de aquel sitio. Mi entrenamiento en el servicio militar consistió en aprender a disparar un rifle 303 Lee Enfield (que ya había quedado obsoleto cuando terminó la segunda guerra mundial) y un subfusil Sten. Este subfusil tenía un fallo garrafal de diseño: o se atascaba después de la tercera ráfaga o seguía disparando cuando dejabas de apretar el gatillo. Eso fue lo que le pasó a uno de mis compañeros en el campo de tiro, y el muy idiota se volvió hacia el sargento para preguntarle qué hacer… ¡sosteniendo el subfusil y rociando balas en todas direcciones! Nunca he visto a un grupo de reclutas besar el suelo tan rápido.
En todo caso, ningún entrenamiento podría haberme preparado para lo que me esperaba en realidad: para mi primera guardia en una trinchera, para la oscuridad absoluta de la noche coreana, para la primera vez que las bengalas refulgieron en el cielo y, sobre todo, para la primera vez que contemplé a una horda enemiga cargando contra mí. Aunque, en realidad, yo sentía mucha más hostilidad hacia las ratas que infestaban nuestro búnker que hacia los soldados chinos que debíamos combatir. Nunca olvidaré aquella noche en que estaba de guardia y, como de costumbre, soñaba que interpretaba al protagonista de una heroica película bélica. De pronto, me sacó de mi ensoñación el sonido de una trompeta. «¿Qué cojones ha sido eso?», pregunté a mi compañero, Harry. Antes de que pudiese contestar lo que ya era obvio, en el valle estalló el rugido no de una, sino de cientos de trompetas, se encendieron los reflectores y allí, frente a nosotros, se iluminó una terrible estampa: miles de chinos avanzando hacia nuestra posición precedidos por una demoníaca tropa de trompetistas. Nuestra artillería abrió fuego, pero ellos seguían avanzando, marchando hacia nuestras ametralladoras y hacia una muerte segura. De pronto, los campos de minas que protegían nuestra retaguardia nos parecían irrelevantes: la primera ola de chinos se suicidó arrojándose contra los alambres de espino para que sus compañeros los utilizaran a modo de puente. Al final, ganamos, pero la valentía de aquellos hombres rayaba en la locura.
Supongo que las personas que te envían a una guerra son demasiado mayores para ir ellas mismas. O demasiado listas. Los sargentos que nos instruían nos contaron historias sobre la increíble valentía de los soldados durante la segunda guerra mundial, pero cuando llegamos a Corea todos esos sargentos se habían volatilizado y, por arte de magia, a nosotros, unos jovenzuelos, nos ascendían a sargento. Bueno, a mí no. Tuve la suerte de quedarme en soldado raso. También creo que ir a la guerra te avejenta. Cuando por fin llegó el momento de regresar a casa, teníamos veinte años. En el camino nos cruzamos con el regimiento de reemplazo. Aquellos muchachos tenían diecinueve años, nuestra edad al llegar. Los miré, luego miré a mi grupo y comprobé que aparentábamos diez años más que ellos. Ellos parecían niños mayores, nosotros parecíamos hombres jóvenes.
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