Название: La gran vida
Автор: Michael Caine
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: La principal
isbn: 9788417617431
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Gracias a la señorita Linton —y, de no haber aprobado, al señor English— pude hacer el bachillerato. La escuela de evacuados más cercana, Hackney Downs Grocers, era principalmente judía. Yo nunca había visto antes a un judío, pero mi madre me dijo que el corredor de apuestas de papá era judío, y que también lo era Tubby Isaacs, el tipo que vendía a papá sus jellied eels2. Ambos estaban gordos. Mamá también me dijo que los judíos eran tan listos porque comían mucho pescado (yo odiaba todo lo que papá traía del mercado antes de la guerra) y que la mayoría de ellos tenían mucho dinero, lo cual me parecía lógico, dado que papá gastaba casi todo el suyo en las apuestas, y lo poco que le quedaba, en jellied eels. Así pues, me impactó llegar a mi nueva escuela y descubrir que, aunque eran muy listos, aquellos muchachos ni estaban gordos ni eran ricos: eran, la verdad, exactamente como yo. Incluso compartíamos nombre. «Maurice» era un nombre bastante raro en Elephant and Castle, pero allí parecía que todos se llamasen así. Es más, muchos de ellos, además, se apellidaban Morris3. Muy desconcertante todo. La única diferencia apreciable respecto a los chicos con los que había ido antes a la escuela era que estos trabajaban duro. Habían heredado esa actitud de sus padres. Los padres de mi mejor amigo, Morris (no me invento el nombre), estaban obsesionados con su educación y, efectivamente, casi todos los días comían pescado.
Volvimos a Londres en 1946. Fue una época deprimente. Muchas de las calles de mi infancia habían desaparecido y todo estaba cubierto por los escombros de edificios derruidos. Cuando desmovilizaron a mi padre, después de haber luchado durante toda la guerra, desde El Alamein hasta la liberación de Roma, el Ayuntamiento nos reubicó en una casa prefabricada. Años después, durante el rodaje de La batalla de Inglaterra, comí con el general Adolf Galland, el antiguo jefe de la Luftwaffe, que colaboraba como asesor técnico. Yo no sabía si darle un bofetón o felicitarlo por su programa de erradicación de los suburbios, pero habría dado lo mismo: al parecer, todavía no se había enterado de que los alemanes habían perdido. Se suponía que las casas prefabricadas eran un arreglo temporal mientras se reconstruía Londres, pero acabamos viviendo allí durante dieciocho años. Para nosotros, tras el diminuto piso con el aseo en el exterior, aquello era lujo bendito. Aunque afuera siempre olía a plástico quemado —provocado por la limpieza de los puntos de impacto de las bombas— mezclado con el espeso smog que emitían los fuegos de carbón. Las tiendas estaban desabastecidas y se formaban largas colas para comprar lo poco que había. Mis únicas formas de evasión eran el cine y la biblioteca pública. Para los chavales de clase obrera como yo, Estados Unidos eran sinónimo de emoción. Las películas bélicas británicas siempre estaban protagonizadas por oficiales, mientras que en las americanas los personajes principales eran muchachos recién alistados. Y también los escritores británicos escribían sobre oficiales, pero en la biblioteca descubrí Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, y De aquí a la eternidad, de James Jones. Al fin encontraba historias sobre las experiencias de soldados con los que podía identificarme.
Sí, visitaba la biblioteca pública con frecuencia, pero no disfrutaba tanto de los estudios. Tuve que trasladarme de Hackney Downs Grocers a una escuela más cercana a nuestra casa y aquello no benefició ni al personal de la Wilson’s Grammar School ni a mí. La única asignatura que me interesaba remotamente era Francés —y tan solo debido a las falditas de la profesora, que nos permitían vislumbrar sus muslos cuando se sentaba sobre el frontal de su mesa—, de manera que dediqué mi talento creativo al arte de hacer novillos. Todos los días mamá me daba dinero para la comida y yo, siempre que podía, gastaba la mitad en una barra de chocolate para evitar la inanición y el resto en una entrada del cine Tower, en Peckham.
Allí donde los intentos de Wilson’s por educarme fracasaban, el Tower hacía un gran trabajo. Y no solo en lo tocante al cine. Un día llegué a la taquilla con mi chocolatina, como de costumbre. Me disponía a comprar mi entrada cuando la taquillera se inclinó hacia mí y susurró:
—Si me das el chocolate te enseño las tetas.
Casi me da un pasmo. Eché un buen vistazo a su pecho por encima de la ropa. No es que fuera una modelo, pero cuando tienes catorce años casi todas las chicas tienen su encanto.
—Vale —accedí con mi mejor voz grave, y le alargué la chocolatina a través de la ventanilla antes de que pudiese arrepentirse.
Miró a derecha e izquierda. El vestíbulo estaba vacío.
—Aquí las tienes, Romeo —me dijo.
Alzó lentamente un lateral de su suéter, dejando al descubierto un sujetador más bien mugriento. Con un dedo, levantó la copa izquierda, revelando un pezón, primero, y un blanquísimo pecho al completo, después. ¡Era enorme! Lo bamboleó ante mi atenta mirada durante dos segundos, a lo sumo, y volvió a embutirlo en el sostén, se bajó el suéter, agarró la barrita de chocolate y cerró la ventanilla. A medida que recorría el largo, solitario y oscuro pasillo del interior del cine, sentí como la indignación crecía dentro de mí. ¡Había dicho «tetas», en plural! Yo solo había visto una. Y me había quedado sin chocolate. No me pareció justo y me prometí que jamás volvería a pagar a cambio de sexo. Y no lo he hecho. A cambio de amor, sí —en varias ocasiones—, pero esa es otra historia.
Dicen que, como media, un adolescente varón piensa en sexo cada quince segundos. En mi caso, ni se le acerca. Pero, claro, siempre había ayuda a mano, por así decirlo. Recibí otro tipo de ayuda, más constructiva, por parte de un club juvenil llamado Clubland, en Walworth Road, que ofertaba un gimnasio y variedad de deportes para mantener nuestras mentes puras y nuestros cuerpos exhaustos. El programa también incluía duchas frías, pero yo enseguida me percaté de su auténtico propósito. Como ya medía un metro ochenta, me uní al equipo de baloncesto, pero era un desastre: lo único que me interesaba perseguir era a las chavalas.
Estaba loquito por una chica que se llamaba Amy Hood. Un día, subiendo las escaleras del gimnasio, la vi a través del cristal de una puerta junto a las chicas más guapas del club. Tenía la cara pegada al vidrio y, de repente, la puerta se abrió y caí al interior de la habitación. Me puse rojo como un tomate y las chicas soltaron unas risitas nerviosas. Apareció una profesora, me agarró del pescuezo y me dijo: «¡Adelante!», arrastrándome hacia el grupo de chicas. «Eres el primer chico en todo el año». Era mi día de suerte, mis dos grandes intereses en la vida reunidos: ¡chicas e interpretación! Había ido a caer en la clase de teatro.
Nunca me han gustado los críticos, y posiblemente se deba a la primera reseña sobre mí, que apareció en la revista del Clubland. Yo hacía el papel de robot en R.U.R.4, una obra vagamente intelectual de Karel Čapek. No conseguí entender de qué iba. Ni siquiera entendía la única frase que debía pronunciar. Lo que sí comprendí claramente fue el sarcasmo que destilaba el crítico sobre mi interpretación: «Maurice Micklewhite interpretaba a la perfección la dicción anodina, mecánica y monótona del robot». Capullo.
Con malas críticas o sin ellas, yo empezaba a recorrer mi camino, o eso pensaba, al menos. Desde aquel mismo momento hasta que me llamaron para cumplir el servicio militar, no dejé de participar en obras de teatro. Recibí el patrocinio de un tipo que se llamaba Alec Reed, un fanático del cine que todas las tardes de domingo proyectaba alguna de las películas mudas de dieciséis milímetros de su colección en el Clubland. Alec no solo me enseñó todo lo que sabía sobre la historia del cine, sino que también me descubrió los aspectos técnicos. Cada verano, el club al completo se iba de vacaciones a la isla de Guernsey, en la costa sur de Inglaterra, y Alec rodaba un documental sobre el СКАЧАТЬ