Название: La gran vida
Автор: Michael Caine
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: La principal
isbn: 9788417617431
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Hice lo que me pedía.
—¡No! —gritó cuando reaparecí—. No voy a permitirlo.
Yo no tenía ni idea de a qué se refería, así que pregunté:
—¿Qué es lo que no vas a permitir?
—¡Tus aires de estrellita! ¡Esto es un grupo de teatro!
Hice todo lo que pude por integrarme en el resto del elenco, pero Joan nunca lo vio muy claro. Cuando terminaron las representaciones, me largó de la compañía con lo que, desde la perspectiva de hoy, fue un halago inintencionado:
—A la mierda Shaftesbury Avenue5. Solo sirves para estrella de cine.
Lo cierto es que Joan era la única que confiaba en que yo alcanzaría el estrellato. Los siguientes meses, los siguientes años, fueron muy complicados. Me acercaba a menudo a una agencia de contratación de actores en Trafalgar Square dirigida por un tal Ronnie Curtis con la esperanza de conseguir algún papel sin diálogo en teatro, televisión o cine, lo que fuera. En cierta ocasión me dieron un papel tan solo porque me iba bien el uniforme de policía que la compañía de cine ya tenía en el armario. Cuando no trabajaba (la mayor parte del tiempo) y ya no aguantaba sentado en la oficina de Ronnie, iba a los lugares que frecuentaban los demás actores jóvenes y desempleados: el café junto al Arts Theatre de Shackville Street, el pub Salisbury en St. Martin’s Place, la cafetería Legrain en el Soho o el Raj’s, un garito ilegal. Saber que las cosas estaban igual de complicadas para todos era un gran alivio, pero fue una época muy desalentadora. Y no solo por la falta de trabajos: cada vez que me rechazaban en una prueba, tenía que recomponerme y volver a empezar. Algunas personas han criticado las sumas de dinero que he ganado haciendo cine. Y yo siempre recuerdo aquellos diez años de durísimo trabajo, de miseria, de pobreza y de incertidumbre que tuve que atravesar para poder situarme en la casilla de salida. Como actor desempleado no podía alquilar una habitación, pedir un préstamo al banco ni hacerme un seguro. No me sorprende que muchos acaben tirando la toalla.
Yo estuve a punto de ser uno de ellos. Una noche, cuando estaba al mismísimo límite, hice mi habitual llamada a Josephine. Cada tarde, a las seis en punto, todos los jóvenes aspirantes a actores nos abalanzábamos sobre las cabinas telefónicas de Leicester Square para llamar a nuestros agentes y comprobar si ese día había entrado algo para nosotros. Generalmente no había nada, pero en esta ocasión Josephine tenía buenas noticias: me había conseguido un pequeño papel en una representación para televisión de The Lark, de Jean Anouilh, cortesía de Julian Aymes, el director de Infierno en Corea, que había preguntado por mí. Solo había un problema: tenía que afiliarme a Equity, el sindicato de actores, y en sus registros ya había un actor con mi nombre artístico, Michael Scott. Josephine me dio un plazo de media hora para cambiarme el nombre y así poder devolver el contrato firmado. Colgué el teléfono y me senté en un banco de Leicester Square. Al igual que ahora, aquel era el lugar donde se estrenaban todas las películas. Recorrí con la vista los cines, los nombres iluminados de todas las estrellas, y traté de imaginarme entre ellos. ¿Michael qué? Y entonces lo vi. Humphrey Bogart, mi actor favorito, mi ídolo, protagonizaba El motín del Caine. Caine. Porque era corto, porque era fácil de pronunciar y porque me sentía un amotinado. Y porque, como el Caín del Antiguo Testamento, yo también había sido expulsado del paraíso. Así me llamaría: Michael Caine.
4. Todos tenemos algún golpe de suerte…
Ya tenía un nombre que encajaba en las carteleras, pero las carteleras escasearon a lo largo de los siguientes años. Conseguía algún papelito en el cine o la televisión, incluidos un par de episodios de la popular serie de policías Dixon of Dock Green (la Policía de barrio de la época), pero nada importante, de manera que me puse a buscar otra ocupación para llegar a fin de mes. Acepté un trabajo de portero de noche en un pequeño hotel, en Victoria. Dinero fácil, pensaba yo. La clientela era muy afable —el hotel tenía muchísimo éxito entre las parejas apellidadas Smith (por lo general, el señor Smith era un soldado americano)— y me permitía acudir a las pruebas de reparto en horario diurno, en el caso improbable de que me llamasen. Pero, como de costumbre, aquello no resultó tan sencillo como parecía. Una noche me disponía a retomar mi libro tras acompañar a sus habitaciones a un grupo de seis clientes borrachos como cubas y a seis señoritas cuando escuché un tremendo jaleo proveniente del piso de arriba. Allá cada cuál, pensé con intención de ignorarlo, pero al cabo de un rato me di cuenta de que aquello iba en serio. Estaban pegando a una chica. Y a ella no le gustaba. Subí las escaleras a toda velocidad con el estilazo de mi ídolo, Humphrey Bogart, forcé la puerta cargando con un hombro (no estaba cerrada), aparté al tipo de la chica y lo noqueé. Ya estaba dando los toques finales a mi papel de caballero en su brillante armadura ayudando a vestirse a la muchacha (que estaba muy asustada) y tranquilizándola, cuando me rompieron una botella en la cabeza y me dejaron inconsciente. Había olvidado a los cinco amigos de aquel tipo. Y ahora estaban lo bastante sobrios como para darme una buena paliza.
El mundo es un pañuelo: el hijo del propietario de aquel hotel es Barry Krost, cuyo primer salto a la fama se produjo cuando interpretó al joven Toulouse-Lautrec en el biopic de John Huston de 1952, Moulin Rouge. Ahora es agente en Hollywood y buen amigo mío: él apañó mi participación en Asesino implacable. Las vueltas que da la vida.
Seguía sin trabajo, y la inesperada y trágica muerte de mi querida y tenaz agente Josephine Burton durante una operación rutinaria supuso la pérdida de una de las pocas profesionales que realmente creían en mí. Mi nueva agente, Pat Larthe, tampoco parecía capaz de ofrecerme el papel que me lanzara a la fama. De hecho, sin querer, casi logró hacerme desesperar. En principio, sus noticias sonaban muy bien. Me había conseguido una entrevista con Robert Lennard, el director jefe de reparto de Associated British Pictures, una de las compañías cinematográficas más importantes de Inglaterra en la época, con gran cantidad de actores en nómina. Un contrato con ellos habría supuesto ingresos regulares y, tal vez, la oportunidad para saldar algunas deudas. Por fin entendía cómo se había sentido mi madre años atrás, cuando los acreedores llamaban a la puerta. Yo me pasaba el día cambiando de acera para evitar a los míos y, lo que era más preocupante, llevaba retraso en la manutención de Dominique.
El señor Lennard parecía buena gente, pero tenía un inclemente mensaje que transmitirme. Me dijo que aquel negocio era muy duro. Menuda noticia.
—Algún día me darás las gracias por lo que te voy a decir. Conozco bien este mundillo y, créeme, Michael, tú no tienes futuro —me dijo.
Me quedé allí sentado, intentando mantener la compostura aunque por dentro me carcomiera la rabia.
—Gracias por el consejo, señor Lennard —conseguí decirle educadamente, y me marché para evitar darle un puñetazo.
De vuelta a casa la ira crecía en mi interior. Aquello fue lo que me salvó de la desesperación más absoluta. Iba a intentarlo con más ahínco. A mí nadie me decía lo que podía o no podía hacer.
Finalmente resultó que el señor Lennard no tenía tan buen ojo como él pensaba. Yo no era el único actor al que le costaba labrarse una carrera. Había otros que merodeaban por ahí esperando que cayera algo, y entre ellos se encontraban Sean Connery, Richard Harris, Terence Stamp, Peter O’Toole y Albert Finney. Todo esto mientras el señor Lennard mantenía en nómina a docenas de personas cuyos nombres permanecen a día de hoy fuera de los anales de la historia del cine. A pesar de su consejo, una vez más, me recompuse y tiré hacia delante, sobreviviendo a base de migajas. Sin embargo, algunos de mis amigos empezaban a lograr buenos pedazos del pastel. Sean Connery —descubierto en un gimnasio por un director de reparto que buscaba marineros americanos más convincentes que СКАЧАТЬ