La gran vida. Michael Caine
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La gran vida - Michael Caine страница 9

Название: La gran vida

Автор: Michael Caine

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: La principal

isbn: 9788417617431

isbn:

СКАЧАТЬ que es peor, una morgue con reglas. Cuando entré a trabajar, mi jefe me llevó aparte y me explicó que el señor Rank era un metodista estricto y que, consecuentemente, había una larguísima lista de cosas que los empleados tenían prohibidas, entre ellas, fumar. Yo acababa de engancharme al vicio y no estaba dispuesto a que nadie me privase de ese placer, así que me acostumbré a bajar a los aseos y encenderme un pitillo cada vez que tenía un minuto libre. Un día, pocas semanas después de empezar, estaba yo sentado y ensimismado en mis cosas, echando un cigarrito rápido, cuando escuché un golpe fortísimo contra la puerta del váter. «¡¿Quién anda ahí?! ¡Sal ahora mismo! ¡Estás despedido!».

      Tras aquel episodio me tocaría a mí ser quien despidiera a otros durante algún tiempo. A resultas de la guerra, el ­Gobierno había decidido instaurar el servicio militar obligatorio y todos los muchachos de dieciocho años tenían que aprender a defender su país. Durante dos años. Cuando echo la vista atrás me doy cuenta de que las dos cosas que deberían haberme resultado desagradables fueron, en realidad, las que acabaron formándome como persona: una de ellas fue la evacuación; la otra, el servicio militar. Ambas experiencias tuvieron sus aspectos positivos y negativos, pero no puedo negar el poso que dejaron en mí. Creo que nadie debería ser sometido a dos años de servicio ni, por supuesto, ser enviado a combatir, como fue mi caso. Pero, en mi opinión, a la juventud de hoy en día le vendría bien un entrenamiento de seis meses en el Ejército para adquirir algo de disciplina y aprender a utilizar un arma en caso de que deban defender la patria. Estoy convencido de que la experiencia los transformaría de tal modo que, al terminar, se sentirían integrados en su país y ciudadanos de pleno derecho.

      Pero, en mis tiempos, aquello era bastante menos flexible. Cortesía del Queen’s Royal Regiment, fui sometido a ocho semanas de entrenamiento militar en Guilford, entrenamiento que consistía en muchas horas de instrucción absurda y, cuando no había que marchar, carreras en pareja alrededor de las barracas o limpieza de piezas inútiles del equipamiento. Alcanzamos el colmo del absurdo poco antes de la visita de la princesa Margarita: nos ordenaron encalar, pedazo a pedazo, una pila de carbón. Demencial, ya lo sé, pero no sorprenderá a nadie que haya hecho el servicio militar. Y aquello no fue lo peor: justo antes de que llegara la princesa, el sargento se percató de que, aunque habíamos barrido todo el recorrido del desfile, seguían cayendo hojas de los árboles. Estaba comenzando el otoño, era de esperar.

      —¡Súbete a esos árboles y agítalos! —me gritó el sargento—. ¡Que no quede ni una hoja! ¡Las haces caer todas y las barres antes del mediodía!

      Toda una vida después, me invitaron a comer en casa de la princesa Margarita, en la isla de Mustique. Al llegar, me la encontré recogiendo las hojas caídas en la piscina con una gran red. Le conté aquella historia, y ella esbozó una sonrisa burlona. A continuación, dijo:

      —Ya decía yo… No me explicaba cómo había podido llegar el otoño tan pronto a Surrey…

      Lo que nunca supe es qué pensó de aquella peculiar pila de carbón blanco…

      Después del entrenamiento, el Gobierno me comunicó que necesitaba desesperadamente mi ayuda para ocupar Alemania, a lo cual me dediqué durante un año entero. A continuación me informaron de que si no me reenganchaba por otro año, me enviarían a Corea a luchar contra el comunismo y defender el sistema capitalista a cambio de cuatro chelines diarios. A mí me parecía que si uno va a luchar para salvar el capitalismo, tal vez debería cobrar un poco más de cuatro chelines al día, pero lo que más me ofendió fue que me chuleasen. Los oficiales me llamaban «Revoltoso» porque, además de ayudar a los muchachos a leer y escribir cartas (muchos de mis «clientes» eran bastante iletrados), era a mí a quien pedían consejo legal: conocía al dedillo las leyes del Ejército y sabía hasta dónde podíamos tensar la cuerda. Como consecuencia, me asignaron tareas de castigo de forma casi continuada a lo largo de más de un año (entre ellas, rascar el suelo del calabozo con cuchillas de afeitar hasta dejarlo como una patena). Aunque ahora pelo patatas como nadie, no soportaba la idea de pasar otro año así y escogí la opción de Corea.

      Corea fue la experiencia más terrorífica y, también, más importante de mi vida. Tuve suerte de salir con vida. A mi regreso, papá me dio la bienvenida a casa, pero nunca hablamos de lo que él había pasado durante la segunda guerra mundial y nunca me preguntó sobre Corea. Los veteranos nunca lo hacen. Su actitud era de «ya eres un hombre, ya sabes lo que hay», pero nunca lo verbalizó. Ahora estábamos al mismo nivel. No quería hablar de su guerra porque no quería quedar como un héroe. Y yo, tampoco. No hay héroes en una guerra. Haces lo que tienes que hacer y sobrevives, eso es todo. Y solo sé que sobrevivir a Corea hizo que me empeñase aún más en hacer realidad mi sueño de convertirme en actor.

      Quizá trabajar en una fábrica de mantequilla no les parezca el primer paso más obvio hacia el estrellato, pero las opciones eran escasas e infrecuentes cuando me desmovilizaron. Era 1952, la mantequilla seguía racionada. Me pusieron junto a un ancianito y nos encomendaron la labor de mezclar mantequilla de distintas calidades hasta formar un único gran pegote. Líbrenos Dios de que existan mantequillas de distintas calidades. Un buen día, estábamos allí mezclando y, de pronto, el abuelo dice, sin venir a cuento:

      —Tú no quieres pasarte la vida en este trabajo, ¿verdad?

      —No —contesté.

      —Bueno, y entonces, ¿qué quieres hacer? —insistió.

      —Quiero ser actor —dije esperando que soltara una carcajada, como hacían todos. Pero no se rio.

      —¿Y cómo piensas conseguirlo?

      Me encogí de hombros.

      —No lo sé —murmuré, y volví a la mantequilla.

      —Hazte con The Stage —me dijo—. Al final del periódico hay anuncios para actores. Mi hija es cantante semiprofesional y consigue ahí un montón de trabajo. Acércate hasta Solosy’s, el quiosco de Charing Cross Road. Ahí lo tienen.

      El sábado siguiente ya esperaba frente a Solosy’s antes de que abrieran. Cinco minutos después, estaba sentado en un banco de Leicester Square, a la vuelta de la esquina, leyendo el anuncio de una pequeña compañía teatral de Horsham, Sussex, que buscaba un ayudante de director de escena («y pequeños papeles como actor»). El lunes mandé mi solicitud (bajo el nombre de «Michael Scott», que esperaba fuera menos risible) adjuntando una apresurada fotografía mía en la que parecía tener los labios pintados. Una semana después, me encontré sentado en el despacho del propietario y director de la compañía, el señor Alwyn D. Fox. Lo vi un poco defraudado.

      —No se parece usted en nada a su foto —dijo.

      Entonces lo comprendí. Medía un metro noventa, tenía veinte años, el pelo rubio, largo y ensortijado y un tono bronceado que había adquirido en el barco que me trajo de Corea, pero era, sin ningún género de duda, un tipo viril. De pronto, Alwyn D. Fox lanzó un grito agudo: «¡Edgar!». De otro despacho surgió un hombre aún más bajito y delicado que el señor Fox. Se quedaron ahí parados los dos, con los brazos en jarras, observándome. Finalmente, Edgar dijo: «Ay, yo creo que nos sirve». Y me contrataron.

      Una de las ventajas de trabajar en una compañía mayoritariamente gay es que hay menos competencia, y mi vida sexual experimentó un drástico incremento. Otra de las ventajas fue que, para foguearme, me dieron casi todos los pequeños papeles de machote. Mi primer trabajo como actor profesional fue interpretar al poli que aparece al final de la obra para arrestar al villano que acaba de ser descubierto por el típico detective pijo y amanerado. No recuerdo ni el título de la obra ni a su autor, pero recuerdo mi única frase: «Venga conmigo, caballero». Lo cual es ciertamente notable habiendo transcurrido cincuenta años, especialmente porque en aquel momento la olvidé. El problema fue que СКАЧАТЬ