La gran vida. Michael Caine
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La gran vida - Michael Caine страница 13

Название: La gran vida

Автор: Michael Caine

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: La principal

isbn: 9788417617431

isbn:

СКАЧАТЬ en tierra de nadie. A tres de nosotros —el comandante de mi pelotón, Robert Mills (que también acabaría siendo actor), un operador de radio y yo— nos enviaron al valle, con la cara embadurnada de barro y hasta las cejas de repelente para mosquitos, hasta el mismísimo límite de las líneas chinas. Demencial. Y pudo haber sido todavía más demencial. Avanzábamos en cuclillas por un arrozal, con los insectos comiéndonos vivos, cuando Bobbie Mills, que era hijo de un general, tuvo una genial idea.

      —Ya sé lo que vamos a hacer —dijo—. ¡Tenemos que apresar a un chino! Y os doy cinco libras a cada uno.

      Me quedé mirándolo fijamente. Había detectado mi vena mercenaria, pero había errado juzgando el interés que podía tener yo en llevar a cabo una acción tan evidentemente inútil.

      —¿Tú estás mal de la puta cabeza? —susurré. Al parecer, herí su sensibilidad.

      —¿Me estáis diciendo que no venís conmigo?

      —Claro que no, joder —contestamos al unísono el operador de radio y yo.

      —En ese caso —dijo como si nos estuviera privando de una fabulosa recompensa—, vamos a tener que volver.

      Ya estábamos a mitad de la colina, avanzando con cautela, cuando nos llegó un olorcillo a ajo —los chinos masticaban ajo como si fuera chicle— y nos dimos cuenta de que nos seguían. Echamos cuerpo a tierra justo a tiempo, en el preciso momento en que una tropa de soldados chinos surgía de entre la hierba alta y emprendía nuestra búsqueda. Me quedé allí tumbado, muerto de miedo, con la mano en el gatillo del arma y el enemigo merodeando tan cerca que podía escucharlos hablar. Y en mi interior comenzó a crecer la rabia: iba a morir sin haber tenido oportunidad de vivir, sin haber tenido oportunidad de hacer todo lo que quería, sin haber tenido oportunidad de cumplir siquiera uno de mis sueños. Decidí que ya no tenía nada que perder. Si debía morir, me llevaría a un buen puñado de chinos conmigo. No estaba solo: a los tres nos poseía la misma sensación. Bobby Mills propuso que, en lugar de salir corriendo hacia nuestras líneas, pilláramos por sorpresa al enemigo cargando contra ellos y escupiendo fuego. En esta ocasión estuvimos todos de acuerdo. «Tengo que mear», dijo el operador de radio, y también en eso estuvimos todos de acuerdo. Nos arrodillamos entre los matorrales y meamos todos juntos. A continuación, nos pusimos en pie y nos abalanzamos contra la oscuridad. Los chinos disparaban en todas direcciones, pero no tenían ni idea de dónde estábamos exactamente y nosotros seguimos corriendo hacia las líneas enemigas hasta que nos pareció seguro cambiar de sentido y dirigirnos hacia las nuestras. No sé cómo, pero conseguimos regresar de una pieza. Aunque estuvimos muy cerca de no contarlo.

      No es que me despierte cubierto de sudor en medio de la noche reviviendo aquel incidente, pero sí que me viene a la cabeza en los momentos difíciles, sobre todo cuando alguien pretende atacarme o herirme. Entonces pienso —al igual que pensé en aquella colina de Corea— que no voy a dejarme amedrentar, que no van a poder conmigo, y que si lo intentan me llevaré por delante todo y a todos los que pueda, aunque yo también tenga mucho que perder. Si no me buscas las cosquillas soy un tío genial; pero como me las busques…

      Infierno en Corea no tenía nada que ver con la realidad y a nadie le importaba un pimiento. A George Baker —que ahora es más conocido como el inspector Wexford de la serie The Ruth Rendell Mysteries— lo hacían entrar en combate con un sombrero de oficial y cubierto de insignias para evidenciar su estatus de protagonista. Yo les hice ver que, en una auténtica guerra, aquello lo habría señalado como blanco prioritario para los francotiradores y que habría durado dos segundos en un avance. Me ignoraron. También me ignoraron cuando sugerí que las tropas deberían desplegarse durante el avance para maximizar su rango de tiro. No, se apelotonarían, me dijeron, porque la lente de la cámara no era lo suficientemente amplia. Estuve a punto de aventurar que, en mi opinión, Corea se parecía más a Gales que a Portugal, pero me mordí la lengua porque… ¿dónde preferirían ustedes rodar exteriores?

      Aunque Portugal reavivase muy pocas de las pesadillas de Corea, hube de enfrentarme a un omnipresente recordatorio del horror de la línea del frente: el ajo. En el hotel, la comida flotaba en aceite y ajo. Yo devolvía los platos a la cocina una y otra vez hasta que no quedaba rastro de ninguno de los dos. Aquello enervaba a mi compañero de reparto Robert Shaw. Una noche, tras dar ambos buena cuenta de demasiadas botellas de vino, explotó:

      —¡Come y calla, puto cockney filisteo! ¡En tu vida te habían puesto por delante algo así de bueno!

      Yo no tenía la menor idea de lo que era un filisteo, pero creí entender que estaba insultando las dotes culinarias de mi madre. Me abalancé hacia él por encima de la mesa y lo agarré por las solapas.

      —¡A mí no me hablas así! —rugí.

      Nos enzarzamos y armó una buena. Derramamos el vino, la comida voló por los aires y los camareros salieron por piernas. Fue una auténtica bronca de bar, a la vieja usanza. ­Ciertamente, hoy en día entiendo que Robert tenía toda la razón, y uso constantemente el aceite y el ajo en la cocina. Pero, a veces, cuando tengo la guardia baja, percibo aquel olorcillo y me siento transportado al arrozal. Cosas así nunca se olvidan del todo.

      Regresé a casa, devolví el préstamo a mamá, me instalé en una habitación de alquiler y aún me quedó dinero suficiente para viajar hasta Sheffield y visitar a Dominique, que para entonces era ya una encantadora criatura de un año. Pat había vuelto al mundo de la farándula y sus padres cuidaban de nuestra hija. Hacían un trabajo magnífico. Claire y Reg fueron muy hospitalarios conmigo y siempre les agradeceré todo lo que hicieron por Dominique. Me alivió comprobar la entrega con la que habían acudido a nuestro rescate, y prometí visitarlos siempre que pudiera. De vuelta a Londres, en el tren, incluso me permití relajarme y creer que mis problemas se habían terminado.

      Ni mucho menos. Mi agente, Jimmy Fraser, vio la versión definitiva de Infierno en Corea y me dio puerta al instante. Para ser sincero, desde el primer minuto fue reacio a incluirme en su cartera de representados.

      —Tienes algo, Michael —me dijo cuando lo visité en su gran despacho de Regent Street—. Que me aspen si sé lo que es y no tengo la menor idea de cómo voy a venderlo, pero voy a representarte durante un tiempo, a ver si se me aclaran la ideas.

      Bueno, pues ya se le habían aclarado las ideas. Me dijo que, si no me teñía las pestañas y las cejas, no llegaría a ninguna parte. El tiempo demostraría que no tenía razón, pero su impresión sobre mí en Infierno en Corea sí que era acertada. En las pocas escenas mías que sobrevivieron a la sala de montaje estaba fatal. Tampoco es que mucha gente tuviera ocasión de comprobarlo: con un apabullante sentido de la oportunidad, la película se estrenó la noche que invadimos Suez.

      Después de que Jimmy me diera la patada, encontré a otra agente, Josephine Burton, pero los trabajos no entraban ni con rapidez ni en suficiente cantidad y tuve que volver a vivir con mamá y Stanley. En el horizonte no había ninguna película, pero conseguí un papel en uno de los legendarios espectáculos que el Theatre Workshop, la compañía de Joan Littlewood, ofrecía en el West End. Todos los miembros de la compañía eran comunistas militantes. Yo había apoyado el capitalismo en Corea y ahora tenía la oportunidad de comprobar cómo funcionaba el otro lado. No me impresionó demasiado: los sueldos eran más bajos que en Horsham y los diálogos me dieron la impresión de ser muy artificiales. Pero por aquel entonces yo no tenía la menor idea de qué era el proletariado… y me sorprendió enormemente descubrir que yo formaba parte de él.

      Pronto resultó evidente que Joan no me consideraba apto para ser un actor del método, la técnica desarrollada por el ruso Konstantín Stanislawski a la que ella había entregado su vida. En realidad, después, he basado todas mis interpretaciones en ese método y en su principio básico de que los ensayos son el auténtico СКАЧАТЬ