Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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—Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado.
—A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos a Río Grande —dijo el otro.
—No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido.
—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo.
Iban ya a reiniciar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de ellos. En su cima ondeaba un pequeño trozo de tela de color de rosa, resaltando brillante y fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo un enfrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra “pieles rojas”.
—No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de indios —dijo el hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas.
—Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó uno de la partida.
—Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces.
—Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más anciano.
Los jóvenes echaron pie a tierra al instante, amarraron sus caballos y empezaron a trepar por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad. Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores experimentados. Los que los veían desde el llano vieron cómo pasaban de una roca a otra hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista.
En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña, que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de blanquísimos dientes, y una sonrisa retozona jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se habían posado tres solemnes busardos que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente.
Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos, diciendo entre dientes:
—Esto es lo que llaman delirio...
La niña se había puesto en pie a su lado, agarrándose al faldón de su chaqueta. No hablaba, pero miraba en torno suyo con ojos infantiles de asombro y de interrogación.
El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la subió a los hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia las galeras.
—Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed y de hambre.
—¿Es hija suya?
—¡Claro que ahora lo es! —exclamó con acento resuelto el interrogado—. Es hija mía porque yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes son ustedes? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y atezados salvadores—. Por lo visto son un grupo numerosísimo.
—Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del Ángel Moroni.
—Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, los ha elegido en cantidad.
—No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre placas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto.
El nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier; y dijo:
—Ahora caigo. Vosotros sois los mormones.
—Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros.
—¿Adónde van?
—No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes que venir a su presencia. Él dirá lo que hemos de hacer.
Para ese momento habían llegado al pie del collado, y se vieron rodeados por muchedumbres de peregrinos, mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada. Cuando vieron los pocos años de uno de aquellos extranjeros y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que se distinguía por su gran volumen y por su aspecto chillón y elegante. Tiraban de ella seis caballos, siendo así que las de los demás solo estaban tiradas por dos o a lo sumo cuatro animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no podía tener más de treinta años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo puso de lado al ver acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se volvió hacia los dos extraviados.
—Si hemos de llevarlos con nosotros —dijo con frases solemnes—, será únicamente como creyentes de nuestra propia fe. No aceptaremos lobos en nuestro redil. Es preferible con mucho que sus huesos se blanqueen en este desierto a que vengan a convertirse en la manchita de podredumbre que acaba por corromper el fruto. ¿Quieren venir con nosotros en estas condiciones?
—Yo iré con ustedes aceptando cualquier condición, por lo que veo —dijo Ferrier, poniendo tal énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa. Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa y solemne.
—Hermano СКАЧАТЬ