Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ ya tres días ausente... ¡Qué espantosamente seco está todo esto! ¿Verdad? ¿Y no hay agua ni nada que comer?

      —No, corazón; no hay nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo, pero después todo irá perfectamente. Coloca tu cabeza junto a mí y te sentirás más valiente. No es cosa fácil el hablar cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que te diga a qué punto han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido?

      —Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré a mi hermano Bob.

      —Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre con aplomo—. Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era... ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río?

      —¡Claro que sí!

      —Pues verás: calculábamos encontrar pronto otro río. Pero o la brújula o el mapa no estaban bien, lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el agua, menos unas gotas para las personas como tú, y... y...

      —Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la mirada hacia su cara mugrienta.

      —No, ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu madre.

      —Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el delantal y sollozando amargamente.

      —Sí, todos se fueron, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizás encontrase agua en esta dirección, te colgué de mi hombro, y caminamos juntos, a pie. Por lo visto, nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo queda para nosotros una probabilidad infinitamente pequeña!

      —¿Usted quiere decir que también nosotros vamos a morir? —preguntó la niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas.

      —Estoy sospechando que sí, más o menos.

      —¿Y por qué no lo dijo antes? —exclamó la niña, con risa jubilosa—. ¡Me asustó usted! Ahora, como es natural, cuando estemos muertos volveremos a reunirnos con mamá.

      —Tú sí, corazón.

      —Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Apuesto que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos gustan a Bob y a mí... ¿Tardará mucho eso?

      —Lo ignoro. No, no tardará mucho.

      El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a cada instante, de tan grande que era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las que podían observarlos. Eran busardos, los buitres del Oeste, cuya llegada es como el anuncio de la proximidad de la muerte.

      —Gallos y gallinas —exclamó jubilosa la niña, apuntando hacia aquellos seres de mal agüero, y palmoteando para obligarlos a levantar el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien hizo esta región?

      —¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la inesperada pregunta.

      —Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña—. Me parece que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes. No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles.

      —¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo.

      —¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella.

      —No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a él no le importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la galería, cuando cruzábamos Los Llanos.

      —¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro.

      —Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz alta, y yo escucharé y entraré en la parte de los coros.

      —Pues tendrá usted que arrodillarse entonces, y yo también —dijo ella extendiendo el mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece que uno se siente más bueno.

      Fue un espectáculo extraordinario, si hubiese habido por allí alguien más que los busardos para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el estrecho chal, la niña parlanchina y el aventurero temerario y empedernido. La carita regordeta de la niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin nubes, en una súplica nacida del corazón al ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos voces, delgada y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de piedad y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él. Llevaba tres días y tres noches sin descansar ni concederse reposo. Sus párpados fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de imágenes.

      Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se alzó una nubecilla de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de seres en movimiento. Si hubiera estado en zonas más fértiles, el observador habría podido concluir que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, encima del cual dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura: galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados caminantes que dormían en СКАЧАТЬ