Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
isbn:
Aquel hombre se adelantó con expresión arisca y desafiadora y apoyó sus manos para ayudar. Se oyó de pronto un clic seco, un tintineo metálico y Sherlock Holmes volvió a ponerse en pie de un salto, exclamando con ojos centelleantes:
—Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
Todo fue cosa de un instante. Tan inmediato fue, que ni tiempo había tenido yo para darme cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del rostro y del timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar su vista en las centelleantes esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus muñecas. Durante uno o dos segundos habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor, se liberó de un tirón de las manos de Holmes, y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se quebraron por el golpe, pero antes que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se tiraron a él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros cuatro. Se habría dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante un ataque epiléptico. Tenía la cara y las manos terriblemente laceradas por los cristales rotos de la ventana, pero ni con la pérdida de sangre disminuía su resistencia. Solo cuando Lestrade consiguió meterle la mano dentro de la corbata, y retorciéndola hasta casi estrangularlo, logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun entonces no nos tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso, nos levantamos sin aliento y jadeando.
—Disponemos de su coche —dijo Sherlock Holmes—. Así lo conduciremos hasta Scotland Yard. Y en este momento, caballeros —continuó sonriente—, estamos cerca de dilucidar nuestro misterio. Me pueden hacer las preguntas que deseen, que no escatimaré en contestarlas.
Segunda Parte: El país de los santos
Capítulo I: En la gran llanura de Álcali
Hay un desierto árido y abominable en el centro del continente norteamericano, que fue durante muchos años una barrera al avance de la civilización. Se extiende en una región en que todo es desolación y silencio. Desde el río Yellowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, y desde la Sierra Nevada hasta Nebraska. Aunque la naturaleza no es igual en toda esa ceñuda zona: tiene desde valles tenebrosos y lúgubres, hasta altas montañas, coronadas de nieve. Hay ríos de rápida corriente que se precipitan por dentados cañones y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali. Pero todo ello tiene como características comunes lo inhóspito, la aridez, lo mezquino.
En esta región de la desesperanza no hay quien habite. De cuando en cuando cruza por ella alguna partida de pawnees o de pies negros en busca de nuevos cazadores, pero hasta los más esmerados de entre los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas llanuras y de volver a pisar la región de las praderas. El coyote anda entre los matorrales, pasa el busardo aleteando torpón por los aires, y el desgarbado oso gris camina pesadamente por los oscuros barrancos buscando como puede el sustento entre las rocas. No hay más habitantes en aquel desierto.
No hay en el mundo más deprimente panorama que el que se ve desde la vertiente norteña de la Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señales de vida en aquella gran extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y, por encima de todo, el silencio más absoluto.
He comentado que no hay nada cercano a la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Se ven aquí y allá, desperdigadas, unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los yacimientos de álcali. ¡Vengan a examinar aquello! Son osamentas: unas grandes y toscas, otras más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del camino.
El día 4 de mayo de 1847, un solitario viajero contemplaba desde lo alto este mismo panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de los huesos; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural; su barba y su cabellera, largas y de color castaño, estaban veteadas y salpicadas de blanco, y la mano que empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y decrépita. El hombre aquel se moría, se moría de hambre y de sed.
Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura, con la vaga esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por parte alguna apareciesen una planta o un árbol que mostrasen la existencia de agua. No había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el Oeste con ojos desatinados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco.
—¿Qué más da aquí que en un lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre dientes, sentándose al cobijo de un peñasco.
Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un hato voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho. Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos.
—Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil.
—¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No fue mi intención.
Apenas dicho esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda niña de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa galano y delantalito de lienzo pregonaban los cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza.
—Bésame ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá... ¿Dónde está mamá?
—Se marchó, pero creo СКАЧАТЬ