Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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      —Eso es lo que debió de ocurrir. Me pasé toda la tarde de ayer investigando, sin resultado alguno. Reanudé la tarea esta mañana muy temprano, y a las ocho llegué al Hotel Reservado de Halliday, en la calle de Little George. Al preguntar si se hospedaba allí un señor Stangerson, me contestaron afirmativamente en el acto.

      »—Es usted, sin duda, el caballero a quien él espera —me dijeron—. Lleva dos días esperando a un caballero.

      »—¿Dónde está ahora? —le pregunté.

      »—Arriba, acostado. Encargó que se le despertara a las nueve.

      »—Subiré, porque quiero hablar con él en seguida —contesté.

      »Lo hice en la creencia de que mi súbita aparición quizá lo pusiese nervioso y lo llevase a decir algo antes de ponerse en guardia. El botones se ofreció a llevarme hasta la habitación. Esta se hallaba en el segundo piso, y había que andar un pequeño pasillo para llegar hasta ella. El botones me indicó cuál era la puerta, y ya se disponía a marchar escaleras abajo cuando vi algo que, a pesar de mis veinte años de experiencia, hizo que me sintiese mal. Una pequeña cinta roja de sangre se abarquillaba, saliendo por debajo de la puerta; había cruzado en líneas sinuosas el pasillo y formaba un pequeño charco a lo largo de la orla de la pared de enfrente. Di un grito, que hizo retroceder al botones. Casi se desmayó al ver aquello. La puerta estaba cerrada por dentro, pero arrimamos a ella los hombros y la derribamos. La ventana de la habitación estaba abierta, y junto a ella, hecho un ovillo, yacía el cadáver de un hombre en camisa de dormir. Estaba muerto y así debía llevar bastante tiempo, porque tenía los miembros rígidos y fríos. Al ponerlo boca arriba, el botones lo identificó en el acto como el mismo caballero que había alquilado la habitación a nombre de Joseph Stangerson. La muerte había sido producida por una profunda cuchillada en el costado izquierdo que penetró seguramente hasta el corazón. Y ahora viene lo más extraordinario del caso... ¿Qué creen ustedes que descubrimos por encima del cadáver del hombre asesinado?»

      Sentí que me hormigueaba el cuerpo, con el presentimiento de que iba a escuchar algo espantoso, aun antes que Sherlock Holmes contestase de esta manera:

      —La palabra Rache escrita con sangre.

      —Eso mismo —dijo Lestrade en tono de espanto.

      Y todos permanecimos unos momentos en silencio. Los crímenes de aquel incógnito asesino estaban rodeados de un algo metódico e incomprensible, que los hacía aún más espantosos. Mis nervios, que solían mantenerse bastante tranquilos en el campo de batalla, se estremecían ahora.

      —El asesino fue avistado por una persona —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, que iba hacia la lechería, pasó casualmente por el camino que arranca desde las caballerizas que hay en la parte trasera del hotel. Se fijó en que una escalera portátil que suele haber allí arrimada al suelo se encontraba ahora en pie contra una de las ventanas del segundo piso y que la ventana estaba abierta de par en par. Después de cruzar por delante, se volvió a mirar y vio a un hombre que bajaba por la escalera. Bajó con tanta tranquilidad y tan sin hacer misterios, que el lechero se imaginó que se trataría de algún carpintero o fontanero que trabajaba en el hotel. No le prestó una atención especial, fuera de que pensó para sus adentros que era una hora demasiado temprana para que estuviese ya trabajando. Tiene la impresión de que era un hombre alto, de cara rubicunda y que vestía una chaqueta larga y tirando a color pardusco. Debió de quedarse en la habitación un ratito después de cometer el asesinato, porque encontramos agua sanguinolenta en la jofaina, donde se había lavado las manos, y marcas de sangre en las sábanas, en las que había limpiado cuidadosamente su cuchillo.

      Al escuchar la descripción del asesino, miré a Holmes, porque cuadraba exactamente con la suya. No descubrí, sin embargo, en su cara rastro alguno de júbilo o de satisfacción.

      —¿Y no encontró usted en la habitación nada que pueda servir de clave para descubrir al asesino? —preguntó.

      —Nada. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa que, según parece, era lo corriente, puesto que era él quien hacía todos los pagos. Contenía ochenta y tantas libras, que estaban intactas. Cualesquiera que sean los móviles de estos extraordinarios crímenes, hay que descartar, desde luego, el del robo. En los bolsillos del muerto no se encontraron documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado hará un mes en Cleveland, y cuyo texto era: “J. H. está en Europa”. El mensaje no traía firma.

      —¿Y no había nada más? —preguntó Holmes.

      —Nada que tuviese la menor importancia. Una novela, que el muerto estuvo leyendo hasta que concilió el sueño, estaba encima de la cama, y su pipa, en una silla al lado de la misma. Sobre la mesilla había un vaso de agua, y en el antepecho de la ventana una cajita de pomada, que contenía dos píldoras.

      Sherlock Holmes saltó de su asiento lanzando una exclamación de alegría, y dijo luego, jubiloso:

      —¡El último eslabón! Mi caso está ya completo.

      Los dos detectives se le quedaron mirando con asombro.

      —Tengo en mis manos todos los hilos que tan enredados estaban —dijo muy seguro mi compañero—. Faltan aún, claro está, detalles complementarios; pero estoy ahora tan seguro de todos los hechos principales que ocurrieron desde que Drebber y Stangerson se separaron en la estación, hasta el momento en que se descubrió el cadáver de este último, como si los hubiera estado viendo con mis propios ojos. Le daré a usted una prueba de lo que sé. ¿Tiene usted a mano las píldoras en cuestión?

      —Las tengo encima —dijo Lestrade, sacando una cajita blanca—. Las cogí, lo mismo que el monedero y el telegrama, con el propósito de guardarlas en lugar seguro en la comisaría. Lo hice por verdadera casualidad, porque no tengo más remedio que decir que no les atribuyo la menor importancia.

      —Démelas —dijo Holmes—. Y ahora, doctor —prosiguió volviéndose hacia mí—, ¿quiere decirme si se trata de píldoras corrientes?

      No lo eran, desde luego, Eran de un color gris perla, pequeñas, redondas y casi transparentes a contraluz. Comenté:

      —Por lo livianas y transparentes que son, yo calculo que han de ser solubles en el agua.

      —Eso es precisamente —contestó Holmes—. Y ahora, ¿tendría usted la amabilidad de ir al piso de abajo y traerse a ese pobrecito terrier que lleva tanto tiempo enfermo y que nuestra patrona le pedía ayer a usted que lo librase de tanto sufrimiento?

      Descendí al piso bajo y volví a subir con el perro en brazos. A juzgar por lo fatigoso de su respiración y lo vidrioso de su mirada, no se hallaba muy lejos de su final. A decir verdad, su hocico, de una blancura de nieve, pregonaba que el animalito había ya sobrepasado la edad corriente en la vida de un can. Lo coloqué sobre un almohadón, encima del felpudo.

      —Voy a proceder a dividir en dos una de estas píldoras —dijo Holmes, y sacando un cortaplumas puso sus palabras en acción—. Una mitad la volvemos a meter en la cajita para futuras demostraciones. Echará la otra mitad dentro de este vaso de vino, que tiene en el fondo una cucharadita de agua. Ya ven cómo tenía razón nuestro amigo el doctor, y lo fácilmente que se disuelve.

      —Quizás esto sea muy interesante —dijo Lestrade con el tono ofendido de quien supone que se están riendo de él—, pero no alcanzo a ver qué relación tiene con la muerte del señor Joseph Stangerson.

      —Tenga paciencia, amigo; tenga paciencia. СКАЧАТЬ