Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!

      —¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones.

      Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la comida.

      —Se quedarán aquí —les dijo—. En unos días se recobrarán del cansancio. Entretanto, no olviden que de ahora en adelante pertenecen a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él habló con la voz de Joseph, que es la misma voz de Dios.

      Capítulo II:

      La flor de Utah

      Este no es lugar apropiado para relatar las penurias por las que pasaron los emigrantes mormones hasta que llegaron al refugio final. Habían avanzado con una constancia que casi no tiene paralelo en la historia, desde las vertientes occidentales de las Montañas Rocosas hasta las orillas del Mississippi. Con tenacidad anglosajona habían vencido todos los escollos que podía la naturaleza ponerles en el camino: el hambre, la sed, la fatiga, los salvajes, las fieras y la enfermedad. Pero aquella larga travesía y los horrores que se iban acumulando habían quebrantado hasta las voluntades de los más fuertes. Todos se arrodillaron para hacer una plegaria que les salía del corazón cuando vieron a sus pies el ancho valle de Utah bañado por la luz del sol, y oyeron de labios de su jefe que aquella era la tierra prometida y que habían de ser suyos aquellos acres de tierras vírgenes para siempre.

      Young mostró muy pronto que era tan buen administrador como jefe decidido. Se trazaron mapas y se prepararon planos, en los que se hizo el proyecto de la futura ciudad. Alrededor de esta se concedieron terrenos para granjas en proporción a los méritos de cada cual. Al comerciante se le estableció en su comercio y al artesano en su oficio. Surgieron las calles y las plazas como por ensalmo. En el campo se hicieron labores de drenaje y de vallado, se plantó y se limpió de manera que, al llegar el verano siguiente, toda la región estaba dorada de trigales maduros. Todo prosperó en aquella extraordinaria colonia. En primer lugar, el gran templo que habían erigido en el centro de la ciudad se hizo cada vez más alto y más espacioso. Desde el primer arrebol del alba hasta que cerraba el crepúsculo vespertino, no cesaba de oírse el golpear de los martillos y el chirriar de la sierra en el monumento que los emigrados erigían a Aquel que los había llevado a buen puerto, atravesando mil peligros.

      Los dos extraviados, John Ferrier y la muchachita, que habían compartido su fortuna y a la que adoptó por hija, acompañaron a los mormones hasta el fin de su peregrinación. La pequeña Lucy Ferrier fue llevada con bastante comodidad en la galera del anciano Stangerson, refugio que ella compartía con las tres mujeres del mormón y con su hijo, muchacho de doce años, terco y audaz. Habiéndose repuesto, con la elasticidad propia de la niñez, de la emoción que le causó la muerte de su madre, la niña se convirtió pronto en mimada de las mujeres, y se adaptó a esta nueva clase de vida en su casa ambulante de techo de luna. Entretanto, Ferrier, repuesto de sus privaciones, se distinguió como guía útil y cazador infatigable. Tan rápidamente se ganó el aprecio de sus nuevos compañeros que, una vez llegados al final de sus andanzas, acordaron por unanimidad que se le otorgase un trozo de tierra tan espacioso y tan fértil como el de cualquiera de los colonos, con excepción de los del mismo Young y de los de Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber, que eran los cuatro principales ancianos.

      John Ferrier se construyó en su granja una sólida casa de troncos, que en años sucesivos recibió tantos ensanches que acabó siendo un chalet espacioso. Era hombre de sentido práctico, inteligente en sus tratos y hábil de manos. Su constitución férrea le permitía trabajar desde la mañana hasta la noche en la mejora y el laboreo de sus tierras. Por esta razón, su granja y todo cuanto le pertenecía prosperaron de manera extraordinaria. En tres años había aventajado a sus convecinos, a los seis estaba en la abundancia, a los nueve era rico, y a los doce no había en toda Salt Lake City media docena de hombres que pudieran compararse con él. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch no había nombre mejor conocido que el de John Ferrier. En una sola cosa, y solo en una, Ferrier hería las susceptibilidades de sus correligionarios. No hubo razonamiento ni persuasión que lograse inducirlo a que tomara mujeres siguiendo la norma de sus compañeros. Nunca dio razones por aquella persistente negativa, y se alegró con mantenerse en su determinación de una manera resuelta e inflexible. No faltaron algunos que le acusaron de tibieza en la religión que había adoptado, y otros que lo atribuían a avaricia y a desgana de incurrir en gastos. Otros, por último, hablaban de ciertos amores juveniles y de una joven de cabellos blondos que se consumió de nostalgia en las costas del Atlántico. Fuese cual fuese el motivo, Ferrier permaneció rigurosamente célibe. En todos los demás aspectos se amoldó a la religión de la flameante colonia, y ganó fama de ser hombre ortodoxo y de recta conducta.

      Lucy Ferrier fue creciendo en la casa de troncos y ayudó a su padre adoptivo en todas sus iniciativas. El aire bueno de las montañas y el balsámico olor de los pinares sirvieron a la muchacha de niñera y de madre. Con los años fue creciendo y haciéndose cada vez más fuerte, sus mejillas se colorearon más y su caminar se hizo más elástico. Muchos caminantes que cruzaban por la carretera que pasaba junto a la granja Ferrier sintieron revivir en su espíritu pensamientos hacía mucho tiempo olvidados, al contemplar su figura esbelta y juvenil paseando por los campos de trigo, o al verla cruzar montada en el caballito mustang de su padre, al que gobernaba con la gracia y soltura de una verdadera hija del Oeste. Así es como el capullo se hizo flor, y el mismo año que vio a su padre convertido en el más rico de los granjeros, la convirtió a ella en un ejemplar de muchacha norteamericana tan preciosa como la que más en toda la vertiente del Pacífico.

      Pero no fue el padre el primero en descubrir que la niña se había desarrollado hasta convertirse en mujer. Eso ocurre muy raras veces. Ese cambio misterioso es demasiado sutil y demasiado gradual para que pueda ser medido por fechas. Y la que menos se entera de ello es la propia doncella, hasta que el tono de una voz o el contacto de una mano hacen estremecer su corazón, y comprende, con una mezcla de orgullo y de temor, que ha despertado dentro de ella una naturaleza nueva y de mayor vuelo. Son pocas las que no recuerdan ese día y no conservan la memoria del pequeño incidente que anunció el alborear de una nueva vida. En el caso de Lucy Ferrier, la ocasión fue en sí misma seria, independientemente de su influencia futura en el destino de la joven y en el de otros muchos, además de ella.

      Era una mañana calurosa de junio, y los Santos del Último Día andaban tan atareados como las abejas, cuya colmena habían elegido para emblema de su pueblo. Tanto en los campos como en las calles resonaba el mismo rumor de actividad humana. Por las polvorientas carreteras desfilaban largas filas de mulas fuertemente cargadas que iban todas en dirección hacia el Oeste, porque en California había estallado la fiebre del oro, y la rata continental cruzaba por la ciudad de los Elegidos. Venían también rebaños de ovejas y de ganado vacuno desde las tierras lejanas de pastos, y cortejos de emigrantes en los que hombres y caballos estaban cansados por igual de su marcha interminable. Por entre toda aquella multitud abigarrada, abriéndose camino con la habilidad de un perfecto jinete, galopaba Lucy Ferrier, la cara sonrosada encendida por el ejercicio y su extensa cabellera castaña flotando a las espaldas. Llevaba un encargo de su padre para realizar en la ciudad, y marchaba a cumplirlo como lo había hecho otras muchas veces, con toda la decisión de la juventud, pensando únicamente en su tarea y en cómo tenía que realizarla. Aquellos aventureros, sucios de viajar, se la quedaban observando con asombro, y hasta los estólidos indios, que se trasladaban de un lado a otro con sus pieles, aflojaban su habitual estoicismo contemplando maravillados la belleza de la doncella de rostro pálido.

      Había llegado ya a los arrabales de la ciudad cuando se encontró la carretera bloqueada por un gran rebaño de ganado vacuno, conducido por media docena de pastores de СКАЧАТЬ