Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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      Mientras hablaba, vertió el contenido del vaso en un platillo y colocó este delante del terrier, que se apresuró a lamerlo hasta no dejar gota. La seriedad con que actuaba Sherlock Holmes nos había impresionado hasta el punto que permanecimos sentados y en silencio, con la atención concentrada en el animalito, esperando ver algo sorprendente. Sin embargo, no ocurrió tal cosa. El perro siguió tendido encima del almohadón, respirando fatigosamente, pero ni mejor ni peor por efecto del brebaje.

      Holmes había sacado su reloj, y conforme fue pasando un minuto tras otro sin que se observase resultado alguno, los rasgos de su cara fueron tomando una expresión de grandísimo pesar y desilusión. Se mordiscó los labios, tamborileó con los dedos encima de la mesa y dejó ver todos los síntomas de la más viva impaciencia. Era tan grande su emoción, que yo llegué a sentir un sincero pesar por él, mientras que los dos detectives se sonreían burlonamente. Aquel fracaso de Holmes no parecía desagradarles en modo alguno.

      —No puede ser una simple coincidencia —exclamó al fin, saltando de su asiento y yendo y viniendo como un desatinado por la habitación—. Es imposible que se trate de una simple coincidencia. Encontramos después de la muerte de Stangerson unas píldoras idénticas, las que yo sospeché que se habían empleado en el caso de Drebber. Y, sin embargo, resultan sin ninguna acción. ¿Qué puede significar esto? Con seguridad, que no puede existir un fallo en la cadena de mis razonamientos. ¡Imposible! Y, sin embargo, ningún daño le han hecho a este desgraciado chucho. ¡Ya di con ello! ¡Ya di con ello!

      Dejó que se le escapara un chillido de júbilo, se abalanzó hacia la cajita, dividió en dos la otra píldora, la disolvió, le agregó leche y se la presentó al terrier. Casi ni tiempo había tenido el desdichado animal de humedecer su lengua en el líquido cuando sufrió un temblor convulsivo en todos sus miembros y quedó tan rígido y sin vida como si lo hubiese herido el rayo. Sherlock Holmes hizo una aspiración profunda y se enjugó el sudor de la frente.

      —Debería tener una fe mayor —dijo—. Debería saber ahora que cuando un hecho parece contradecir un largo cortejo de deducciones resulta, de una manera invariable, capaz de ser interpretado de diferente manera. De las dos píldoras que había en la caja, una contenía el más mortífero de los venenos, en tanto que la otra era totalmente innocua. Debí saberlo sin necesidad de tener delante de mí la cajita.

      Esta última afirmación me pareció tan sorprendente, que me costó trabajo convencerme de que Holmes estaba en su sano juicio. Sin embargo, allí estaba el cadáver del perro para disipar gradualmente las nebulosidades de mi propio cerebro, y empecé a entrever de una manera vaga y confusa la verdad.

      —Todo esto les sorprende a ustedes —prosiguió Holmes— porque no llegaron a captar desde el principio de la investigación la importancia de la única clave auténtica que tenían delante. Tuve yo la buena suerte de aferrarme a ella, y todo cuanto ha ocurrido desde entonces ha servido para confirmar mi suposición primera, mejor dicho, no fue sino secuencia lógica. De ahí que las cosas que a ustedes los dejaban perplejos y que hacían que el caso se les presentase más oscuro, sirviesen para iluminármelo a mí y para reforzar las conclusiones a que había llegado. Es un error confundir lo extraordinario con lo misterioso. El más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que puedan hacerse deducciones. Habría resultado mucho más difícil desenredar este asesinato si el cadáver de la víctima hubiese sido encontrado simplemente en mitad de la calle, sin ninguno de los detalles accesorios, excesivos y sensacionales que lo han convertido en extraordinario. Estos detalles raros, lejos de hacer más difícil el caso, han contribuido verdaderamente a hacerlo más fácil.

      El señor Gregson, que había escuchado esta plática con mucha impaciencia, no se pudo ya contener, y dijo:

      —Escuche, Holmes: estamos dispuestos a aceptar que es usted un hombre inteligente y que posee sus métodos propios de trabajo. Pero en este caso necesitamos algo más que teorías y sermones. De lo que se trata es de atrapar a ese hombre. Yo me había hecho mi composición del caso, pero estaba equivocado, según parece. No es posible que el joven Charpentier haya tomado parte en este segundo suceso. Lestrade salió en pos de su hombre, de Stangerson, y, por lo que se ve, también estaba equivocado. Usted ha ido dejando caer insinuaciones aquí y allá, y parece saber más que nosotros; pero ha llegado el momento en que nos sentimos con derecho a pedirle que nos diga sin rodeos todo lo que sabe del asunto. ¿Puede usted darnos el nombre del criminal?

      —Yo no puedo menos de creer que Gregson tiene razón, señor —hizo notar Lestrade—. Ambos lo hemos intentado y ambos hemos fracasado. Desde que entré en esta habitación no ha dejado usted de decir que poseía todos los elementos de juicio que le hacen falta. Estoy seguro de que no seguirá usted reservándoselos.

      —Toda demora en detener al asesino —hice notar yo— pudiera darle tiempo para perpetrar alguna nueva atrocidad.

      Al sentirse presionado de esa manera por todos nosotros, Holmes dio señales de irresolución. Siguió paseándose de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza caída sobre el pecho y con las cejas contraídas sobre los ojos medio cerrados, como solía hacerlo cuando estaba sumido en sus pensamientos.

      —No cometerá más asesinatos —dijo al fin, deteniéndose bruscamente y encarándose con nosotros—. Pueden hacer a un lado esa consideración. Me han preguntado si conozco el nombre del asesino. Lo conozco. Sin embargo, poco significa el conocer su nombre, comparado con la posibilidad de atraparlo, y yo espero poder hacer esto muy pronto. Tengo muy buenas razones para pensar que lo conseguiré gracias a las disposiciones que he tomado; pero es preciso actuar con mucha habilidad, porque nos hallamos ante un hombre astuto y desesperado, que cuenta con el apoyo, como ya he tenido ocasión de demostrarlo, de otro que es tan hábil como él. Mientras este hombre no sospeche que haya alguien que quizá tiene una clave, tendremos ciertas posibilidades de atraparlo; pero en cuanto adquiera la más ligera sospecha, cambiará de nombre y se esfumará instantáneamente entre los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin ánimo de herir las susceptibilidades de ninguno de ustedes, me veo obligado a decir que, en mi opinión, estos hombres son contrincantes con los que no puede luchar el personal oficial de la policía, y por esa razón no les pedí a ustedes ayuda. Si fracaso, recaerá sobre mí, como es lógico, todo el vituperio que merezco por esta omisión, y estoy dispuesto a cargar con él. Por el momento, prometo, sin dificultad, que me pondré en comunicación con ustedes en el instante mismo en que pueda hacerlo sin poner en peligro mis propias combinaciones.

      Gregson y Lestrade no quedaron ni mucho menos a gusto con esta seguridad ni con la alusión despectiva hecha de la Policía detectivesca. El primero de los aludidos había enrojecido hasta la raíz de sus cabellos blondos, mientras que los ojillos de abalorio del otro brillaban de curiosidad y de resentimiento. Sin embargo, ninguno de los dos tuvo tiempo de hablar, porque alguien dio unos golpes en la puerta y el joven Wiggins, portavoz de los vagabundos callejeros, introdujo su personalidad insignificante y desagradable.

      —Con permiso, señor —dijo, llevándose los dedos a la guedeja delantera—. Tengo abajo el coche.

      —Eres buen muchacho —dijo Holmes con benignidad—. ¿Por qué no adoptan este modelo en Scotland Yard? —prosiguió mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero—. Fíjense en lo bien que actúan los resortes. Se cierran de una manera instantánea.

      —Con el modelo antiguo nos bastará si llegamos a dar con el criminal al que hemos de ponérselas —comentó Lestrade.

      —Está muy bien, está muy bien —dijo, sonriente, Holmes—. El cochero podría ayudarme a cargar mis maletas. Pídele que suba, Wiggins.

      Quedé impresionado al oír hablar a mi compañero como si fuera a salir de viaje, ya que no me había dicho una palabra al respecto. СКАЧАТЬ