Shakey. Jimmy McDonough
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Читать онлайн книгу Shakey - Jimmy McDonough страница 38

Название: Shakey

Автор: Jimmy McDonough

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9788418282195

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СКАЧАТЬ es que yo pensaba que iba a volver, ¿vale?

       De toda la gente que he ido dejando atrás a lo largo del camino, Ray Dee fue el que se llevó la peor parte. No entiendo el motivo, porque el tío era genial. Pero creo que era tan irresponsable que ni siquiera me daba cuenta de lo que hacía.

       —Ray se quedó muy dolido.

       —Vaya… La verdad es que lo siento mucho. No tenía ni idea de lo que hacía —ni del efecto que tenía—, ni de lo mucho que la gente se preocupaba por todo lo que pasaba. En realidad, nunca había visto que nadie se preocupara por mí hasta entonces, por eso no acababa de darme cuenta, ¿sabes? Pero Ray sí lo hizo, estuvo ahí desde el principio. Le importaba en serio todo aquello y podía haber llevado las riendas hasta el final. No podía regresar a Fort William; tenía que seguir adelante. Me daba la impresión de que sin el coche no sería lo mismo…

      Mort fue muy importante para mí. Mi primer coche. Era parte de mi identidad. Era un rollo muy raro: El Grupo y El Coche. Me acuerdo de cuando me lo compré. Por ciento cincuenta pavos. Le daba al grupo un toque diferente.

       Es como la relación entre un cowboy y su caballo, ¿sabes por dónde voy? Eso es tu caballo. ¿Te acuerdas de Hopalong Cassidy, Roy Rogers y el caballo? Si el tío se quedaba sin el puto caballo, era en plan: «Hostia, menuda putada. ¿Y ahora qué hacemos con Roy? ¡Se ha quedado sin caballo!». A nadie se le hubiera pasado nunca por la cabeza la idea de que se agenciara otro caballo.

      CAPÍTULO 4 UN AMASIJO DE IMÁGENES BORROSAS

      Un hombre corpulento que viste unos vaqueros con la cremallera rota y una camisa de muselina, ambas prendas de color blanco, merodea alrededor de un gran Cadillac blanco con el motor en marcha. Nos encontramos en los recónditos parajes de Topanga Canyon, delante de una casa hippie que había visto tiempos mejores, ahora venida a menos y con ese regustillo a Charles Manson. Está molesto y me hace gestos para que me apresure. Tardo un momento en darme cuenta de que ese hombre es Bruce Palmer, el magnífico bajista conocido sobre todo por haber formado parte de Buffalo Springfield.

      Palmer está de mala leche. Me pasea por aquel desastre de casa, mientras se queja por haber perdido una apuesta con su amigote Rick James la noche anterior. «Por cierto, es una peluca», dice en referencia al payaso del funk. Por el suelo hay esparcidos grandes cubos de compuestos sin etiquetar, y en un rincón reposa una guitarra Martin que le fue legada por la desaparecida Tannis Neiman, una cantante de folk que había realizado la mayor parte del viaje a California junto a Neil y Bruce muchos años atrás. Palmer dice que tiene que salir a hacer un recado y que vuelve enseguida. «No entres al cuarto de baño», me dice entre risas. «Ahí es donde guardo las agujas sucias.» Bruce hace la broma, porque en los sesenta las frecuentes redadas por drogas que protagonizó acabaron precipitando la separación de los Springfield.

      Palmer regresa al cabo de varias horas con el mal humor intacto. A continuación, intenta sacarme dinero por la entrevista y se me planta a un palmo de la cara a exigirme quinientos dólares la hora. «Soy un músico profesional y eso es lo que vale mi tiempo, colega», me grita a la vez que su rostro peludo enrojece por momentos. «¿Eres un estupa? ¿Trabajas para el gobierno de Estados Unidos?»

      Al caer la tarde, hace su aparición una panda de melenudos para ensayar. Por lo visto, esta variopinta pandilla con los ojos inyectados en sangre forma parte del último intento de Palmer por resucitar a los Springfield —«White Buffalo», en este caso—. Empieza a rular una pipa. Lo único que recuerdo es a un tipo tocando un instrumento de viento con la nariz. Al fondo se vislumbra vagamente a una mujer demacrada ocuparse de la cocina. Bruce se encorva sobre su bajo y empieza a pulsar las cuerdas entre resuellos, con los ojos cerrados, como en la quinta dimensión. Cuenta la leyenda que Palmer se quedó colgado en un viaje lisérgico en los sesenta y nunca acabó de regresar, pero por un instante parece inocente, incluso dichoso.

      «Compartir escenario con Neil es probablemente la experiencia más intensa… Cuando tocas con Neil, estás tocando para él», explicaba Palmer a la revista Mojo en 1997. «Las expectativas que tiene puestas en ti al tocar son enormes, jamás tocarás con nadie que esté tan en sintonía con el sonido perfecto. Y si te apartas un mínimo de como se supone que debe sonar aquello —si te distraes, te montas tu rollo y te pones a hacer algo distinto a lo que está acostumbrado a oír—, ya se encargará de que te enteres; no de una manera específica, puede ser en aquel mismo momento sobre el escenario o más tarde, cuando te pilla por banda a ti solo, ja, ja. Es bastante duro. O haces las cosas bien y a su manera, o no las haces.

      »Había siempre un control total de la situación, nunca te podías soltar. La cuerda floja sobre la que nos balanceábamos era: tiene que sonar suelto. Muy suelto… Pero él tiene que estar al tanto de cada nota que toca cada uno de los músicos, y poder apoyarse en ella. No es broma: lo escucha todo a la vez, desde la batería hasta todo lo demás. Si se te ocurre añadir una nota de más entre mil, se queda con el detalle y luego te lo echa en cara en plan: “Has cambiado una nota, esa nota en particular”; y tú ahí sin poder dar crédito, negando con la cabeza y pensando: ¿Cómo ha podido darse cuenta?»

      Neil se deshacía en elogios hacia Palmer como no lo hacía con ningún otro músico, y lo cierto es que debió de ser todo un portento allá por el año 65. Era un muchacho esquelético, con el pelo largo y gafas de abuela, tímido, pero intrépido en el plano musical. Las chicas le llamaban «Brucey bassey»32. Palmer sería un enorme catalizador en la vida de Neil Young, pero Neil tendría que rebuscar mucho entre toda la morralla de la escena musical de Toronto hasta llegar a dar con él.

      «Ahora ya entiendo de coches viejos, Comrie.» Aquellas fueron las primeras palabras que Young le soltó por teléfono a Comrie Smith, su viejo colega encargado de tocar los bongos, al final de una tarde de julio de 1965. Smith, que por aquel entonces ya tenía su propia banda, los Zen Men, se quedó sorprendido. Después de aquella carta garabateada que Neil le había enviado al poco de marcharse a Winnipeg, Comrie dio por supuesto que se había olvidado de él. Ahora Young estaba de vuelta en Toronto, y por lo visto se iba a quedar un par de noches con un viejo amigo de Lawrence Park, Rick Mundell, antes de dirigirse al domicilio de su padre. Smith se fue con el coche hasta la casa de Mundell, donde había una fiesta y Neil observaba a la gente emborracharse. «Fue tremendamente crítico», comentaba Smith, que recuerda a Young dando lecciones: «Mira a toda esta gente, ahí apalancados sin parar de beber. Yo soy capaz de sentarme ahí con una birra y aguantar con ella una hora mientras estos tíos se ponen del revés». Comrie se quedó impresionado de lo serio que se había vuelto Young. «Era mucho más maduro.»

      Comrie escuchó las batallitas de Young sobre Fort William y Mort, y durante los ocho meses siguientes volverían a ser colegas, a pesar de que Comrie se percató de que su amigo se había vuelto un ser un tanto huraño y misterioso. «Neil desaparecía sin más», comentaba la entonces novia y futura esposa de Comrie, Linda Smith. «Nunca contestaba las llamadas de nadie… Hacía lo que le daba la gana cuando le daba la gana.»

      Young llamó a Ken Koblun y a Bob Clark, que seguían pasándolas canutas en Fort William, y pronto empezaron a dejarse caer, uno a uno, sus escuchimizados compañeros de grupo por la casa que tenía su padre en Inglewood Drive. La lujosa residencia del escritor les debió de parecer un tanto surrealista comparada con todos aquellos hostales y hoteles cochambrosos de Fort William a los que estaban acostumbrados. Terry Erikson recuerda a Scott pulsar un botón y que apareciera un mini-bar de la pared. «Era muy amable, pero formal», le contó Erikson a John Einarson. «Neil y su padre no estaban muy unidos, pero se mostró cortés con nosotros y se ofreció a ayudarnos.» Algunos amigos pensaban que la visita de Young era más que un simple alto en el camino. «Creo que cuando Neil fue a Toronto, en realidad estaba buscando su aprobación para seguir adelante», comentaba Ray Dee. Neil respetaba las reglas de su padre; les impuso a sus СКАЧАТЬ