Название: El síndrome de Falcón
Автор: Leonardo Valencia
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
isbn: 9789978774748
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Pero más interesante que el tema de la injerencia editorial, es que el escritor latinoamericano radicado en el extranjero siempre había cumplido el ejercicio de revisar sus tradiciones nacionales con las perspectivas propias del desarraigo. Indiscutible que la noción “latinoamericana” se potenció desde Europa, pero es menos visible que precisamente los escritores errantes, desde el caso emblemático de Alfonso Reyes, se esforzaron por desmentir (y, en los peores casos, tipificar todavía más) las cartografías existentes. Si consideramos esto podemos acercarnos al fenómeno de resistencia a tales cartografías, que se ha manifestado en la renovación de un tipo de literatura que constaba inscrita en su tradición pero que no era su eje más visible. Me refiero a la trasgresión de autores que exploran otros escenarios del mundo. Ya no se trata sólo de repensar los respectivos países de origen, sino de explorar las propias experiencias en el extranjero, los intereses imaginarios, y las condiciones específicas de escritores vinculados por su propia biografía a otras culturas. Este fenómeno también se puede constatar en cierta narrativa española altamente desterritorializada que también da cuenta de su madurez y confianza en las capacidades del idioma. Sintomático fue el caso de Vargas Llosa cuando trasgredió sus habituales escenarios peruanos y se decantó por otras culturas, como ocurre con el Brasil de La guerra del fin del mundo (1981), reforzado por los otros casos desterritorializados, en República Dominicana con La fiesta del Chivo (2000), y Francia y Polinesia con El paraíso en la otra esquina (2003), incluyendo la más móvil de sus novelas: Travesuras de la niña mala (2006). Ya no se trata tan sólo del caso del autor latinoamericano que retrata a sus connacionales en escenarios europeos, de lo cual hay muchísimas muestras desde el siglo XIX hasta novelas como La vida exagerada de Martín Romaña (1981) o Los detectives salvajes (1998), sino del abordamiento de temáticas menos vinculantes a la procedencia nacional. La suspicacia que este tipo de literatura ha producido dentro de Latinoamérica ha sido la causa del consabido debate entre literaturas y “territorios” nacionales y cosmopolitas, debate que está agotado si sólo se remite a defender posturas desde la propia condición de los implicados y no profundiza en las variantes que implica el fenómeno actual. Esta polaridad, tan discutida en décadas pasadas y que siempre termina con la conclusión evidente de que el talento no hace distinciones editoriales o temáticas, repunta de vez en cuando y olvida ciertos rasgos que son de fondo y que explican parte de la riqueza de una tradición que se ha vuelto inasible. No existe ninguna “pureza local” como argumento excluyente por parte de una postura nacionalista, así como tampoco hay ninguna garantía literaria por parte de una escritura que gratuitamente aborda temas internacionales. Estas aristas se deben resolver desde el talento de cada escritura, y esto implica los aspectos de percepción del escritor.
Lo que quiero señalar es que este nuevo rasgo está permitiendo releer otros casos de autores que habían hecho un trabajo de exploración en esa línea errante y que ha llevado a renovar la exaltación del cosmopolitismo de Borges no como una extrañeza, sino como una pauta y, después, la revisión de grandes novelas y autores inscritos en esa tradición aparentemente marginal: casos que parecían rarezas como Bomarzo (1962) de Mujica Láinez, desenvolviéndose en el Renacimiento italiano, o novelas como La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, o autores como Sergio Pitol, han pasado a considerarse como representativos de esa versatilidad del escritor. Sólo bajo esta perspectiva se puede entender la normalización de esa errancia que, bajo diferentes registros, se reforzó en la década del noventa del siglo XX. Que Jorge Volpi elija una temática alemana en novelas como En busca de Klingsor (1999), Mario Bellatin trate anécdotas japonesas en novelas como El jardín de la señora Murakami (2001) o Shiki Nagaoka (2002), Jesús Díaz se desplace a Rusia en Siberiana (2000) o Europa del Este en Las cuatro fugas de Manuel (2002), o que César Aira baile con gracia no sólo en sitios recónditos de Argentina sino de Europa, Venezuela o Panamá, son una muestra mínima. Lo cierto es que esas líneas de trabajo permiten releer su tradición y revelar la variedad de líneas de trabajo que se han desarrollado. El caso de Los detectives salvajes refleja una gran síntesis de esta explosión de territorios abordados por la literatura, donde se integran distintas voces de latinoamericanos y españoles en varios países –las esquirlas de la explosión del boom están recogidas en esta gran novela y clausuran su expansión epigonal–, por no hablar de 2666, que es donde se verifica el nuevo panorama, en el que el recorrido narrativo por el mundo responde a una problemática de índole indefectiblemente universal donde no se pierden los rasgos de cada una de las identidades transversales que aparecen en estas novelas: se las hace interactuar porque tales identidades son vasos comunicantes. Este procedimiento ha convivido con otras obras que siguen revisando las historias de cada país desde adentro. Los procesos, en cualquier caso, no son unidireccionales. Reflejan más bien una riquísima variedad de caminos, incluido tratar temas o personajes connacionales a los autores, de manera que en estos se puede encontrar incluso una vía distinta: la problematización del retorno. Volpi vuelve a México –previo paseo delirante por Francia– con El fin de la locura (2003), o el caso de Piedras encantadas (2001) de Rey Rosa, donde el protagonista intenta volver a Guatemala. Ni Bolaño ni Aira, y tantos otros autores, han descuidado a sus respectivos países en su novelística. De manera que esa errancia son varias errancias, y se experimenta incluso en cada autor que empezó proyectándose como desarraigado que vuelve, y que con la misma libertad se vuelve a marchar.
No dejemos de observar las implicaciones en la escritura novelística. En el ensayo de Carlos Fuentes de 1970, Casa con dos puertas, el autor mexicano señaló un punto clave en la novela de la época, y que no deja de serlo de cualquier novela arriesgada: “No hay una sola novela importante de los sesentas que no realice ese doble tránsito: primero, aprehender una estructura verbal previa; en seguida, liberarla sólo para crear un nuevo orden del lenguaje”. Bajo esta consideración se puede reconocer cuándo se viene abajo cualquier novela reciente que siga la cartografía tópica latinoamericana tanto como la que aborda la errancia por otros países y culturas. Esa incorporación de una estructura verbal (conocimiento de la tradición) y ese nuevo orden del lenguaje (exploración formal y lingüística), exige unas difíciles condiciones de escritura y legibilidad que muy pocos autores están dispuestos a asumir y a las que difícilmente se enfrenta el lector acostumbrado a dejarse llevar por productos de más fácil consumo y que, por lo tanto, se aparta de la media de la oferta editorial. Es como si, en aras de tal legibilidad, se optara por una resta frente a la multiplicidad latinoamericana que exige, más bien, una suma y una síntesis. En esa resta conviene detenerse.
Para empezar, se produce una pérdida si se entroniza a la novela como el eje de la literatura latinoamericana, deslindándola de sus provechosas relaciones —marcadas por su tradición— con el cuento, la poesía, el ensayo y el teatro. Es reductor olvidar que la gran narrativa de la década del sesenta estuvo atravesada por las relaciones con los poetas, el ensayo y, last but not least, el oficio del cuento. Imposible entender a Fuentes sin la impronta ensayística y poética de Reyes y Paz, a Borges sin el oficio СКАЧАТЬ