El síndrome de Falcón. Leonardo Valencia
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Название: El síndrome de Falcón

Автор: Leonardo Valencia

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9789978774748

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СКАЧАТЬ href="#ulink_6196916e-aa91-5f11-aef5-fda8a689493b">12. La actualización del período 2009-2019 se incorpora en esta segunda edición y se centra exclusivamente en novelas de autores ecuatorianos por lo revelador del desplazamiento temático global de esta década. En el resto de novelas latinoamericanas ese desplazamiento siguió creciendo.

       Borges o el arte imposible

      Deliciosa paradoja: Borges, quien sobrepobló el siglo XX de libros imaginarios, no pudo deshacerse ni ocultar tres libros de su autoría: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). María Kodama relata o modifica o inventa la anécdota de un Borges aterrado cuando un lector, en Oxford, le dijo que había un ejemplar de El tamaño de mi esperanza en la Biblioteca Bodleiana. Kodama no lo detalla, pero debió tratarse de la Ratcliff Camera, adjunta o asociada a la Bodleiana, donde llegan los libros posteriores a 1850. Lo cierto es que Borges trató de negar la existencia del libro, pero fue inútil.

      —¡Qué vamos a hacer! —exclamó Borges—. ¡Estoy perdido!

      Y todo se debía a un librito rebelde de un tiraje que no pasó de quinientos ejemplares, cifra inmensa para un ocultador de libros. Hoy el lector puede encontrar esos tres títulos en cualquier librería. Sugiero, sin embargo, que el lector no salga corriendo a comprarlos. De lo que aquí se trata no es de difundir un libro, sino todo lo contrario, del arte imposible de ocultar libros, del arte para quitárselos al posible lector y, si la fuerza nos acompaña, entender los motivos por los que Borges no quiso reeditar lo que publicó apresuradamente. Lo que había engendrado sobre papel cuando era joven, resultó contar con vida propia, y le demostró lo incierto de cualquier descendencia, más aún para quien no tuvo hijos y terminó haciendo del estilo y los libros una voluntad y un medio de representación.

      Distinto es el caso de escritores que quieren dejar inédito un manuscrito, para lo que, al parecer, nada sirve una disposición testamentaria. Incluso más: basta disponer la última voluntad prohibiendo la publicación para que se vuelva carne de editorial. Con ese tipo de situación, el lector debe ser extremadamente tolerante y no olvidar nunca que lo escrito no satisfizo a su autor. Pero, como dije, el caso de Borges es diferente. ¿Qué ocurre cuando un escritor da a conocer un libro, lo publica, lo presenta, recurre a inusuales estrategias de difusión que describiré luego, y, por si fuera poco, lo repite con dos libros más? Fue Borges quien incurrió en este ejemplo y, por eso, demostró que publicar es menos complicado que ocultar libros y trae consecuencias imprevisibles.

      ¿Qué podían tener de terrible estos tres tristes libros, tres recopilaciones de artículos que publicó a su regreso de Europa en las revistas Proa, Nosotros y Variaciones, entre otras? Lo problemático venía precisamente de su estadía en Europa. Luego de su cosmopolita educación en Ginebra, Borges sufrió una decepción frente a la cultura española de 1919. En realidad, estaba condicionado, como señala Emir Rodríguez Monegal, por un prejuicio antiespañol propio del bienestar económico que vivía Argentina a principios del siglo XX. James Woodall, en su biografía de Borges, señala que las gigantescas oleadas de inmigrantes españoles e italianos en Argentina alcanzaron sólo en 1901 la cifra de ciento veinticinco mil personas. La mayoría de los inmigrantes españoles eran pobres. «Se trataba mayormente de analfabetos —dice Rodríguez Monegal—, y el español que hablaban no era nada elegante. Se situaron en los niveles inferiores de la sociedad». Borges, no obstante, admiró y fue amigo de Gómez de la Serna y Cansinos-Asséns, sin dejar de señalar, como lo hace en El tamaño de mi esperanza que los «españoles creen en la ajena malquerencia y en la propia gramática, pero no en que hay otros países». Y luego añade: «En cambio los ingleses —algunos— los trashumantes y andariegos, ejercen una facultá (sic) de empaparse en forasteras variaciones del ser: un desinglesamiento despacito, instintivo, que los americaniza, los asiatiza, los africaniza y los salva». Pero lo llamativo del texto no es la implicación política ni una opinión apresurada de juventud, ni siquiera el misreading que encontraría Bloom, sino una sola palabra, incluso, la ausencia de una letra, y es más, una estruendosa tilde: «facultá». Para alguien como Borges, que de vuelta a Buenos Aires necesitaba establecer un territorio propio para su obra literaria, el manejo del lenguaje debía no sólo distanciarse de un idioma español poco estimulante referido a la península ibérica, sino aproximarlo a otro lado. Recuperó raíces latinas y, por la cercanía de su entorno, enfatizó el uso de localismos argentinos. Pero esta estrategia, que produjo un llamativo híbrido, resultaba una paradoja. Recurría a la exaltación de un lenguaje criollo y, lo que es más desproporcionado, desde ese lenguaje ambicionaba un territorio cosmopolita sin restricciones. Mucho de lo que esboza en sus tres libros lo desarrollará después, pero lo hará con una prosa diferente. Buscará sintetizar el idioma, hacerlo preciso, y no convertirse en el portador de palabras sin previo discernimiento. Demoró en entender que incluso su prosa debía inventarse como un puente y no como una trinchera. Pero tampoco quería caer en el casticismo castellano que nada le decía.

      La plaga en la que se convirtió el abuso del color y el habla local se extendió por Latinoamérica arrasando con la imaginación a favor de estrechísimas parcelas de la realidad y del lenguaje. Borges anticipó esa consecuencia y aunque publicó Evaristo Carriego en 1930, su lenguaje buscó ser menos local, y prescindió de particularismos fonéticos en la escritura. Esto no quiere decir que Evaristo Carriego sea un libro superior a los anteriores, sino que, aunque mantuvo su obsesión por los temas locales, su uso del lenguaje iba en la línea con lo que esbozaría en su futura conferencia de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores, sobre la concepción de disponibilidad hacia todas las tradiciones mundiales, conferencia conocida como El escritor argentino y la tradición. Por cierto, como una forma de valerse del destiempo para alterar el pasado, Borges decidió incluir la conferencia en una reedición de Discusión, libro originalmente publicado en 1932, es decir, diecinueve años antes de dictar la conferencia en cuestión (Borges, veremos después, empezaba a ejercer la astucia de reordenar su propia obra).

      La lección estilística estaba en sintonía con la época. Los años realmente fundacionales de la mejor literatura latinoamericana son del 50: desde los grandes poemas de Octavio Paz, los primeros cuentos de Cortázar, Pedro Páramo, La vida breve y Los pasos perdidos. Por ellos, por Borges, nadie tuvo que resignarse a escuchar al narrador de Cien Años de Soledad diciendo lo que por suerte nunca dijo:

      «Mucho año depué, frente al pelotó de jusilamiento, mi coronel Aureliano Buendía». Con lo que no conviene olvidar lo que siempre se olvida en desmedro del artificio: en Colombia nadie habla como escribe García Márquez, ni levitan las mujeres, salvo las que se van «volando» con sus amantes.

      La avalancha del coloquialismo criollo que se veía venir hizo incómodos a Borges sus libros juveniles. En uno de ellos había escrito, para su propio y posterior espanto: «me ha estremecido largamente la añoranza del campo donde la criolledad se refleja en cada yuyito». Él se dirigía al mundo, previo saqueo del mundo, pero el prefacio de Inquisiciones parecía una forma de exclusión nacionalista completamente inadecuada: «A los criollos les quiero hablar» (Alejandro Vaccaro rescata una entrevista, publicada en 1929, donde Borges se expresa de una manera completamente diferente: « la prosa la dedico a mis contemporáneos»). Y es que la palabra «criollo» era una forma de elogiar la diferencia. Era, por lo tanto, una táctica discursiva de la que él mismo terminó descreyendo, anticipándose a desenmascarar las «buenas intenciones» lingüísticas de lo políticamente correcto, es decir, la discriminación solapada de la diferencia. Borges resumió sus conclusiones recuperando la burla que hacía Plutarco de quienes afirmaban, en pro de particularismos fuera de sitio, que la luna de Corinto no era tan bella como la luna de Atenas, y se podría añadir la graciosa luna de Leopardi, la atroz de Rimbaud, la pálida de Shelley o la sentimental de Lugones.

      Por eso debían desaparecer los tres libros juveniles. El asunto ya revestía carácter de urgencia. Borges aplicó las minucias de un estratega. Desde que se empezaron a publicar sus obras completas СКАЧАТЬ