Название: El síndrome de Falcón
Автор: Leonardo Valencia
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
isbn: 9789978774748
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—Se afirma —dice Vázquez— que Borges había dado su autorización para traducir algunos fragmentos de El tamaño de mi esperanza al francés e incluirlos en la colección de La Pléiade. Puede ser que haya sido así, pero sólo se trataba de fragmentos. Por otra parte, estos textos no agregan nada a la escritura de Borges, al contrario, y si se quería demostrar que ya en sus primeros libros estaba presentes casi todos los temas que abordaría en el futuro, para ratificarlo quedan Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, de los cuales, sabiamente, Borges no abjuró.
Sería un arte apasionante si se pudiera establecer normas o una especie de poética del ocultamiento de libros. Hay una muy sugerente sustentada por el escritor Anatol en los Suicidios ejemplares de Enrique Vila-Matas, pero responde a la etapa previa, a la que llamaría de retención, la fundamental, y por lo tanto ceñida a una inteligencia previsora. Existe otra, la de Monterroso, más libresca por cierto, que consiste en deshacerse de bibliotecas enteras o, mejor dicho, de los libros de otros escritores. Es la etapa posterior, muy posterior y ajena. Frente a eso, razón tenía quien dijo que un tipo inteligente es quien evita problemas, y que un astuto, en cambio, es quien sabe salir de ellos. Pero ése es el problema con las reglas de la astucia. Varían de acuerdo a los casos específicos, a la rapidez o inmovilidad del azar. Dicho de otra manera, en el campo literario la excepción es siempre la regla. Y no hay que alejarse tanto de Buenos Aires para encontrar casos próximos, porque Borges tuvo uno parecido a su lado y, por cierto, exitoso. Bioy Casares, el entrañable «Adolfito», fue muy astuto y lo fue desde muy joven: se buscó a un genio como Borges para colaborar con él, y que nadie se fijara en los libritos que había publicado tan joven como su mentor.
Por eso hay que tomar en cuenta ciertas consideraciones para no caer en el problema de tener que ocultar libros. Borges tuvo mucha capacidad para meterse en problemas cuando era joven. Cometió la imprudencia fervorosa de repartir personalmente sus libros. Así lo hizo con su primer poemario en la redacción de la revista Nosotros. Le había pedido a Alfredo Bianchi que le permitiera colocar ejemplares en los muchos abrigos colgados en el guardarropa de la revista.
Me atrevería, sin embargo, a recorrer un camino posible en el arte de hacer desaparecer libros. Consistiría en que el mismo autor hable sin parar del libro en cuestión. Al hacerlo se debe proceder como si se revelara que no se tuvo muchas ganas de escribirlo y, menos aún, incurrir en el largo proceso de enviarlo a un editor. Eso sí: nada de decir que para el autor, luego del tormento de la escritura, el libro pasa a ser un león muerto o inútil, como decía Hemingway. Actitud, la de la seca indiferencia, que responde a un principio básico: siempre resulta que por no decir nada el autor, o lo mínimo indispensable, o lo más arbitrario, todos caen feroces y ávidos sobre el libro. Ahora se trata de lo contrario. Ese autor necesitado de anonimato —hombre honesto a fin de cuentas— trata de evitar que alguien lea su libro y, por lo mismo, debe invertir el proceso: refutar el libro. Es la táctica de Borges al titular Otras inquisiciones. Son otras, no por la ampliación, sino porque se enfrentan a las primeras, a las Inquisiciones de 1925. De allí que esta recopilación de ensayos empiece con un texto sobre el emperador Shih Huang Ti. En La muralla y los libros se nos habla de «la imagen de un rey que empezó a destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía». Para luego añadir: «Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un sólo recuerdo: la infamia de su madre. (No de otra suerte un rey, en Judea, hizo matar a todos los niños para matar a uno)». Sólo que la estrategia todavía falla en Borges: el veneno —publicar una refutación, es decir, seguir publicando— no necesariamente es un antídoto, porque la literatura no suele responder exactamente a las analogías con procesos biológicos.
Digamos que Borges debió haber extremado sus argumentos de refutación, dejando atrás los medios escritos. Tuvo que dedicarse a hablar del librito en cuestión. Por un reiterado hostigamiento nadie tendría ganas de leerlo. El autor habla tanto de él que lo cuenta por partida doble. Si se trata de una novela policíaca de la que reniega, contará de entrada no sólo quién es el asesino sino qué alternativas barajó el autor antes de decidirse, e incluso dará las razones, o las inventará, de por qué se escogió al asesino.
Este método de resumir lo contado es borgiano y viene al caso. ¿Para qué ir al tomo ocho de la Enciclopedia Británica si el autor nos menciona la entrada exacta, la página, el renglón y, por si fuera poco, hasta un error? ¿Para qué molestarse en buscar una novela cuando se nos dice que todo se resume en una metáfora y sus carencias? El método muy bien podría llevarse al extremo. Consistiría en agitar en las manos el libro que se quiere ocultar y hablar sobre él sin entregarlo, o contar todas las peleas y los esfuerzos para dar con los nombres de los personajes, los motivos inspiradores y los descartados, o revelar que una extraña voz habló a lo largo de meses y años, aunque en brevísimos instantes y a pesar de nosotros mismos, para darnos uno a uno los hilos de una trama hasta entonces desconocida.
Con estos modos, el lector potencial lo sabrá todo y ya pocas ganas le quedarán de leer el libro que agitamos bajo su nariz. Pero ese método de sobreexposición se debe realizar con mucho cuidado, amorosamente. Nada de desplantar al lector negando un autógrafo o insultándolo, o diciendo que no se escribe para él, porque el lector despreciado, si es bueno, es persistente, y siempre vuelve justamente cuando se lo reta a carta cabal. Por eso mismo, a los buenos lectores, de los que importa que no lean el librito, hay que tratarlos al revés. El autor debe empalagarlo con información sobre sí mismo, confiarle los derroteros que sufrió el librito. Decirle, como habría dicho Borges respecto a la publicación de Fervor de Buenos Aires, que se hizo rapidísimo, en cinco días, y que ni siquiera corrigió las pruebas de imprenta, o que el nombre de Inquisiciones se lo puso a su primer libro de ensayos porque nadie le hizo caso cuando propuso ese mismo título para una revista que terminaría llamándose Proa. O llevar de paseo al lector, tomarlo del brazo y mientras caminan confiarle que, llegando a esas alturas, por la evidente simpatía, no le queda más que revelar que todo no es más que un plagio de un remoto libro del que sólo se debe mencionar el título y el autor, y nada más. Así, el lector agasajado, confidente, apenas se despida, saldrá corriendo a buscar el libro original.
—El libro de Beta —dirá, gritará, escribirá ese lector— es un plagio del magnífico y desconocido libro de Alfa. Mejor leer el original —y el lector no dirá, por supuesto, que fue confesión del autor.
Por si eso fallara, a pesar de la caminata y el descrédito, todavía queda un último recurso. Es el más paciente y el menos seguro, y es póstumo. Consiste en dejar que el tiempo pase, que se desvanezcan los prejuicios para analizar el libro, para olvidar sus caprichos y divertidas declaraciones. Que las montañas de exégesis y revisiones, los miles de libros y artículos —éste incluido, y todos los lugares donde se reproduzca y encarne— se conviertan en polvo y baste un soplo para esparcirlo, como ocurre en el cuento de Ribeyro, “El polvo del saber”. Sólo entonces, cuando ya ni se lean Ficciones o Discusión, menos aún se leerán aquellos tres libritos que debieron permanecer en quinientos ejemplares, sólo asequibles para quienes estén preparados para comprender lo precario de la prisa y lo imponente del talento, esa larga paciencia, grande incluso a pesar de sí mismo. Como si la obra definitiva tuviera vida y la ilusión de que podrá conducir a quien cree que la domina, el escritor y sus procesos, hasta librarse finalmente de él.
Y de hecho se libera.
Juarroz en el extremo del lenguaje
En junio de 1994, el poeta argentino Roberto Juarroz visitó Perú. Se quedó dos semanas, participó en el Primer Encuentro Hispanoamericano de Poesía organizado por la Universidad de Lima y llegó a conocer Cuzco y Macchu Picchu. Fue un periplo agotador y arriesgado: al volver СКАЧАТЬ