A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz
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Название: A la salud de la serpiente. Tomo I

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312047

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СКАЧАТЬ por el aliento de la mañana, reflejándose en su pared oculta por tantas latas rojas de coca-colas vacías, y El Personal y Admirado Amigo dejando la correspondencia allí, una vez leída, y caminando hacia la cocina para rumiar un poco qué debía responder y en qué orden, y llenaba de agua la cafetera, le arrojaba cuatro cucharadas de café colombiano, una de cocoa, una pizca de menta, otra pizca de sal, un poco de nuez moscada, la cubría, conectaba y volvía al escritorio, metía una hoja en la máquina de escribir, aspiraba el olor a café que inundaba el cuarto y que lo trastornaba favorablemente, se acercaba al montón de cartas leídas con una sonrisa torcida y satisfecha, y empezaba, después de mecanografiar la fecha, por ejemplo, con

      José Donoso

      “Son Donaire”

      Pollensa, Mallorca

      España

      Querido Pepe:

      … las letras saltando sobre la página, golpeando la página, mancillando la virginidad de la página, El Personal y Admirado Amigo siempre sufriendo alguna pequeña digresión, pues ineludiblemente, cada vez que empezaba a escribir cartas se acordaba de la bella Nélida Piñón, la novelista brasileña, quien al despedirse de él varios meses atrás en su espléndido departamento en un rascacielos de Rio de Janeiro, le advirtió que ella no contestaba las cartas, que le escribiera, sí, por favor, pero que considerara que ella quería emplear su energía principalmente para proseguir con su producción literaria (había empezado en esa época su República de los sueños), y él no supo qué contestar, quizás repitió te escribo de todas maneras o algo así, pero su sorpresa fue real y no tenía palabras para paliarla, pero lo cierto es que esa idea, que lo había enseñado a valorar su tiempo frente a la máquina de escribir, lo llevaba a la obligación de mecanografiar tantas cuar­tillas para su novela como cuartillas de corres­pondencia hiciera cada día, y si era posible, una más, porque de esa manera se sentiría más o menos tranquilo al fin de la jornada, aunque le doliera el dedo mecanógrafo, así que una o dos veces por semana leía el correo acumulado, lo respondía y sin levantarse de la mesa ni retirarse de enfrente de la máquina, retomaba la escritura de su novela, que un día se llamaba Obsesivos días circulares, y otro Adolescente rostro perseguido, y otro Años fantasmas, y otro Entienda quien pueda, y trataba de ir adelante, escribiendo cualquier cosa si no se sentía especialmente apto, es decir, inspirado, es decir, energético, seguro de sí, lo importante era seguir adelante, aunque luego volviera una y otra vez sobre esas nuevas y apresuradas líneas, plenas de errores mecanográficos, y a veces, hasta lograba sacar partido de algunos errores, o se sentía tentado a dejar los titubeos (como Christine Brooke-Rose en Between), las diferentes alternativas (como Vicente Leñero en Estudio Q) que exponía una tras otra (a la John Fowles), o las aclaraciones que también deletreaba para considerarlas más adelante, al día siguiente, o al fin de semana, cuando ya no lograba reconocer esas páginas exactamente como suyas, cuando habían pasado ya tantas nuevas lecturas y tantas padres experiencias o inexperiencias, e insomnios, vigilias y pesadillas, y tantos pequeños y grandes cambios fisiológicos, o biológicos sobre él que era otro, más allá de Borges y Rimbaud, o como Borges y Rimbaud, pero al pie de la letra, porque en verdad le costaba reconocer esas líneas, a veces crípticas, esa perversa costumbre de falsear y magnificar, a veces felices, a veces torpes, demasiado felices o poco explicables, aunque habían salido de su entorno biográfico, de su dedo saltando rítmica y velozmente sobre el teclado, de su vacilante memoria, por ejemplo: …curioso, quería escribir su novela, continuar con su novela, con la página 7 de su novela y le acechaban por todas partes i­mágenes de un volkswagen de un modelo reciente, rojo, con dos mil pesos de equipo especial, aunque curioso no era la palabra justa ni precisa, tendría que haber dicho o haber escrito increíble o incoherentemente, o de pronto y de súbito otra vez esa sensación de estar adentro de un círculo, algo como una tienda cilíndrica de campaña o un huevo alquímico, no precisamente un coche, sino más bien algo parecido, y no a cualquier coche, sino a uno de esos volkswagen ordinarios, de los más comunes, esos que llaman bugs o ­beatles, una especie de círculo de la invulnerabilidad, algo que se manejaba, que ocasionalmente se podía manejar o podía intentarse dirigir como un coche, o quizás tendría que pres­cindir de una palabra como episodio, tan limitada, y en vez de eso elegir una sensación, una confusa e indescriptible sensación, algo más difuso, algo intuido, apenas sospechado, soñado pero en medio de la bruma, en un coche una mañana neblinosa… páginas que salían fuera de orden, como si alguien o algo escribiera a través suyo, como si estuviera fuera de sí, o fuera del tiempo, vamos a a decir 20 años adelante, como si pudiera sacar conclusiones de su pasado, páginas que no sabía cómo iban a acomodarse, inclusive tampoco sabía si iban a quedar como parte del libro, porque el libro al final tenía que responder a cierto equilibrio, a cierto orden de composición, a cierto balance, en el que también tenía que haber cierto respaldo social, y por lo tanto algo totalmente ajeno al escritor o a quien escribía, un entorno que privilegiaba novelas flacas o no­velas gordas, libritos breves o librotes extensos, lo que podía verse con facilidad ojeando el mercado editorial, o leyendo entre muchas otras cosas esa desesperante y hermosa biografía de Thomas Wolfe, adonde no se hablaba más que de las páginas que tenía que quitar por aquí y por allá, pero páginas o párrafos, o frases escritas eso sí, con inusual energía, en un estado de altísima concentración, y hasta con cierta violencia, como pensaba que Bela Bártok o Thelonius Monk harían ejercicios de calentamiento de dedos, como para lubricar la máquina, pero no la máquina de escribir sino la máquina del amor, es decir del cuerpo, y del cuerpo esos centros nerviosos en donde descansaba o emanaba (podría decirse) eso que los románticos llamaban inspiración, entonces sí, ejercicios de calentamiento, semejantes o equivalentes a los que hacen los deportistas, o más propiamente, los bailarines o bailarinas, los boxeadores o los corredores de fondo, aunque él era escritor o quería serlo, y por eso se imponía escribir todos los días no como maldición ni como una manda, ni de ninguna manera como un castigo o una condena, sino como apartando un espacio para el lado del placer, de cierto placer, el placer de reproducir íntegramente lo que él creía que podía ser, o llegar a ser, el desarrollar las situaciones de una escena real, o simplemente verosímil, y volvió a acordarse de Wolfe, que había llevado adelante un capítulo en el que cuatro personas conversaban durante cuatro horas continuas, y todos eran buenos conversadores, eso era lo peor, y a menudo hablaban o intentaban hablar a la vez, unos encima de otros, y claro que la conversación era muy animada, muy chispeante, muy entretenida, muy vital, porque Wolfe conocía muy bien las vidas, el vocabulario y el carácter de toda esa gente, y no quería dejar fuera absolutamente nada, y lo único que puntuaba la escena era una mujer que había bajado del automóvil de su marido y entrado a casa de su madre, le decía al impaciente esposo cada vez que éste hacía sonar el claxon, cálmate, cálmate, espera cinco minutos más, por favor, sólo que los cinco minutos se iban convirtiendo a golpe de palabras y risas y lágrimas y más palabras, en cinco horas, mientras el hombre tocaba y volvía a tocar el claxon, y en la casa las dos mujeres y dos jóvenes de la misma familia seguían su torrencial conversación contándose con pelos y señales la vida y milagros de todos los vecinos del pueblo, recordando historias pasadas y chismes presentes, haciendo especulaciones acerca del futuro, y Thomas Wolfe había recogido todo eso en su manuscrito tal como lo había recreado, conocido y vivido miles de veces, y gozaba la espontaneidad de esa conversación, su vitalidad y los colores de su lenguaje, su perfecta naturalidad, la fluidez de la escena, pero se angustiaba también porque había hecho que hablaran cuatro personajes durante doscientas páginas de apretada mecanografía, y eso para la escena secundaria de un libro enorme, y aunque era buena, aunque era verdadera, aunque era deslumbrante, terminó creyendo que era un error y decidió suprimirla, y eso era lo que angustiaba particularmente al Personal y Admirado Amigo, por­que varios años después esas doscientas páginas descritas por Wolfe hubieran constituido una excelente novela, o antinovela, bastaba pensar en los libros de Henry Green o de Claude Mauriac o de Sergio Fernández, y lo que desconcertaba profundamente al Personal y Admirado Amigo era cómo Thomas Wolfe, el gran Thomas Wolfe, el escritor Thomas Wolfe, no había podido intuir que todo ese material rechazado que no podía integrarse a Del tiempo y del río, quizás podría descomponerse o estructurarse en otros textos, dar origen a otros géneros, en fin, como si eso lo fuera a convertir СКАЧАТЬ