A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz
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Название: A la salud de la serpiente. Tomo I

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312047

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СКАЧАТЬ los ejércitos de la noche, los desnudos y los muertos, hombre joven a la aventura, y bien pronto el vuelo a Chicago y los vientos y la llegada a Iowa City, y antes de la firma unos lacónicos patria o muerte, hasta la victoria siempre, venceremos, sufragio efectivo no reelección, digamos la izquierda exquisita ¿verdad?, Barry interesado en el esposo de Laura, ­Fletcher Knebel, autor de Seven days in May, ¿cómo lucía?, ¿de qué hablaba?, sólo que Fletcher Knebel había escrito Seven days in May en colaboración con Charles W. Bailey II, igual que Convention y No high ground, así que de pronto era como mitad escritor o medio escritor, mientras que en otras ocasiones, cuando escribió Night in Camp David, The Zinzin Road y Dark horse, que eran libros igualmente políticos y agresivos, o más bien intrigantes y pendencieros, pero los escribió él solito, o por lo menos los firmó él solo, todo esto mientras trataba de comer, la comida infame, como la de todas las cafeterías, y ni sombra de Robert Coover esta vez, el Redomado Lépero de la Hez Metropo­litana sin lograr entender por qué los norteamericanos comían tan mal, apesadumbrado por la certeza de que estaba dentro del 10% de la humanidad que podía comer bien, preguntándose cómo comerían los demás, Barry sin entender, a él no le parecía tan mala la comida universitaria, era sólo comida rápida, eso era todo, de nuevo caminando, ahora en plena calle, bajo la banqueta, los pies hundiéndose ruidosamente en una espesa capa de hojas crepitosas, de hecho, tierra y pedacería otoñal de toda clase de hojas mezcladas, cafetosas, resecas, quebradizas, vulnerables, un poquito de viento frío en las mejillas, el cielo bajo, un poquito nublado reflejando las escasas luces de la ciudad, su expresión desolada porque de pronto lo sorprendió la tentación de empezar a contar lo que le había pasado a un amigo, pero no podía o no quería, bueno un amigo sin nombre, no podía ni siquiera mencionar su nombre, o no, tampoco podía contar su historia, podía pensarla, tratar de afinar sus detalles, aunque prefería no pensarla, tampoco pensarla, incluso prefería tratar de convencerse de tener que olvidarla, o era simplemente que la sentía confusa, y por lo tanto todavía inenarrable, inexplicable tal vez, inverosímil, y por lo tanto real, demasiado real, porque podía haberle pasado a él, bastaba no haber salido de México al final de septiembre, no haber pasado el examen médico en las oficinas de la Fundación Ford, ¡bastaba un sol, un parto! (como escribió Fuentes), perder la pinche visa y entonces estar la noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, condenado una vez más, bastaba un parpadeo, una fracción de segundo, cualquier azar y él hubiera estado allí, él pudo estar allí con su amigo Athanasio, a un lado de ese amigo y otros conocidos repitiendo iracundo y desesperado politización, politización, politización, asustado y desconcertado en medio de un grupo de detenidos, jóvenes como él, limitados por hombres armados, obligados a subir a un vehículo, oyendo desde ahí las órdenes, las sirenas, los disparos, las carreras, los gritos, las voces, un muchacho llorando porque se había orinado en los pantalones, y los hombres aquellos ordenándoles con violencia fascistoide que se desvistieran allí adentro del camión policial, adonde no había de dónde agarrarse, su amigo sin saber dónde poner la ropa, creyendo que iba a desmoronarse, queriendo salvar cualquier cosa, una credencial, sus llaves, los pocos billetes que llevaba consigo, y de súbito, brutalmente apenado, porque creía que los detenidos eran sólo hombres y vio a dos mujeres, de catorce o quince años, y había otras más allá, sollozando, y las más jóvenes como no se atrevían forzaron a que un soldado les arrancara la ropa, mi amigo tratando de no mirarlas, como si pudiera protegerlas así, la ropa arrojada al exterior, al suelo mojado, pateada, arrastrada con los pies, la desnudez de ellas como una luz, y en la oscuridad del camión, de pie, sepa­rados unos de otros unos cuantos centímetros, trataban de no tocarse, temblaban de frío, se hubiesen abrazado de estar vestidos, pero estaban desnudos y sentían vergüenza y miedo y desconcierto y olían mal y su situación era inaceptable, demasiado inverosímil para ellos, y él estaba desnudo como en la peor de sus pesadillas, y en eso cerraron la puerta violentamente y él cerró los ojos y trastabilló un poco, y cuando los abrió no estaba frente ni dentro de un grabado de Gustavo Doré, no estaba hojeando ningún lujoso ejemplar de La divina comedia, aunque ellos estaban condenados igual o peor que los personajes esmerilados por Doré, y la camioneta corría hacia alguna prisión, o hacia algún cuartel, de pronto frenaba y se echaba en reversa, cambiaba de direción, alguna pequeña aspereza del terreno, un alto por algún semáforo, otro y otro, y luego una marcha continua, el rugir del motor, alguno que otro vaivén, y él de pronto sintiendo un olor lacerante en el muslo derecho, y los olores ácidos a sudor, o era que se podía oír el miedo y la incertidumbre y la impotencia y la desesperación, o era que dos o más habían empezado a evacuar o a peerse ahí mismo, hipos, sollozos, y de pronto un codo clavado en sus costillas, y su mano contra una cadera, un seno frutal, asustado, terriblemente asustado, pero a la vez capaz de desbordarse en infinita ternura, porque no quería que las mujeres lloraran, eran apenas adolescentes, ahora sí que “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, su pene brutalmente disminuido, casi inexistente, y el llanto tan desolado, y él no sabía qué palabras podría decirles, qué había que decir, cómo ayudarlas, y la camioneta rodando cada vez más aprisa, como si fuera descendiendo y luego ascendiendo, dejando atrás esa noche del 2 de octubre de 1968, alejándose de Tlatelolco, cerrando los ojos y volviendo a abrirlos, podían distinguirse pocas cosas en la oscuridad, pero no era un sueño, iba en una camioneta, prisionero, desnudo, en compañía de una veintena más de jóvenes para cumplir quién sabe qué voluntad o capricho de quién sabe qué militar o político o policía, y de pronto la idea de los cuerpos quemados por el ejército, los desnudaban primero, y luego desperdigaban las cenizas, les quitaban la ropa para evitar que alguien los reconociera de lejos, y quedaran testigos que vieron subir a fulanito o a fulanita a determinada camioneta, a determinada hora, les quitaban la ropa para hacerles sentir su superioridad, porque eran fascistas debidamente uniformados y ellos, los desnudados, eran como los judíos, o los negros, o los indios, o los árabes, o los libaneses, o los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, y en eso ¿hueles?, preguntó alguien al reconocer un olor de estiércol, ¿oyeron algo?, y al poco rato otra voz oscura dijo estamos fuera de la ciudad, en el campo, y él no sabía qué podía oírse, si grillos o perros o vacas, o el lenguaje de las piedras, del pasto, de los árboles, de la noche, o el de la luna, él creía oler el miedo de su piel, el sudor de los más cercanos, la juventud de las muchachas, la erización de sus vellosidades, la protesta de sus vísceras, el escándalo de su corazón, pero dejaban atrás la ciudad de México y era como si dejaran atrás su vida, sus posibilidades de futuro, sus utopías de justicia social, de un nuevo orden, la posibilidad de hacerse oír, de formar parte, hasta que de pronto la camioneta se detuvo y todos los cuerpos, él incluido, se sacudieron y gimieron, ya nos llevó la, dijo alguien, y abrieron la puerta y los hombres tenían ametralladoras de cañón corto y con ellas les indicaban los movimientos, para allá, los hacían bajar y hacer espacio para que siguieran bajando los demás, lloviznaba ligeramente y no había más iluminación que la proporcionada por los faros del ve­hículo y una decena de linternas sordas, los prisio­neros tiritando de frío, encogidos, temblando, tratando de formarse a la orilla de esa carretera solitaria, el paisaje extendiéndose hacia los cuatro puntos cardinales sin nada que entorpeciera la vista, se oían saltar los cuerpos al brincar de la camioneta, y se adivinaban sus pasos en la noche del lobo, quizá a lo lejos una perversa luminosidad, cierto sucio resplandor allá abajo, y entonces, en vez de los disparos o la orden de fuego, los golpes, los cadáveres que iban a caer a su lado, porque los iban a matar a todos menos a él, quizás, él se fingiría muerto, y las muchachas seguían sollozando, eran muchas, y podían verse algunas estrellas y él era inmortal, él era invulnerable como Clark Kent, aunque tenía ganas de orinar, incontenibles ganas de orinar, la vejiga inflamadísima, se iba a fingir muerto y se levantaría al día siguiente sucio de tierra y sangre, hambriento, sediento, y caminaría entre los cadáveres, buscaría a otros sobrevivientes, alguien que se quejaba, y luego ya no sabía muy bien, no podía jurar que hubo una orden o si todo empezó como una desbandada, pero lo cierto es que estaban todos corriendo, casi nadie en la misma dirección, como una diáspora, estableciendo toda la distancia posible entre ellos y la camioneta con los hombres armados, y entre ellos mismos, esperando oír en cualquier momento ráfagas de disparos, ver cruzar fogonazos, estelas de fuego, sentir entrar en carne propia balas calientes en cámara lenta, pero corría y corría, ya no sabía qué habría sido de los demás, quizás vendría alguno o algunas detrás de él, quería volverse, pero necesitaba guardar su energía para poder seguir, sospechaba figuras informes bailando sobre zancos СКАЧАТЬ