A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz
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Название: A la salud de la serpiente. Tomo I

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312047

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СКАЧАТЬ rechazado no era tan valioso, o más o menos valioso que el publicado, había que escribir entonces de más, con el afán de explorar hasta el fondo el material empleado, escribir sin parar, como si eso permitiera convocar ciertos fragmentos dispersos de sí mismo (si es que había un sí mismo), o como si mediante la escritura lograra reparar lo irreparable que había sido, lo estúpido o lo brillante, o lo anodino y lo prejuicioso que había sido, lo tímido y silencioso que había sido, o como si mediante el lenguaje pudiera llegar a conocer mejor algo que no conocía demasiado bien, o que no conocía del todo, o para decirlo simbólicamente, como si escribir le permitiera cerrar algunas cicatrices de sus innumerables heridas, digamos que en principio para cauterizarlas, pero también para mantenerlas abiertas, para exhibirlas y mirarlas mejor, con morbosidad, entonces escribir cualquier cosa, especialmente por no saber, porque nadie, absolutamente nadie sabe qué es lo que vale la pena ser escrito, escribir por ejemplo que al subir al camión azul del Mayflower por primera vez, no aceptaron que pagara su pasaje con dinero y había tenido que regresar al edificio para comprar una tarjeta-abono también azul que le costó 4.64 y el autobús lo había estado esperando allí todo ese tiempo, y sin duda gracias a este acontecimiento, que con el tiempo podía llegar a convertirse en causa, podrían establecerse posteriormente muchos devastadores e interesantes efectos, pues El Personal y Admirado Amigo requerirá invariablemente subir a ese autobús para salir del Mayflower, por ejemplo, para buscar a Paul Engle, generalmente sin suerte, porque el poeta Paul Engle hacía un trabajo predominantemente administrativo, gestionando fondos para el programa o improvisando actividades, resolviendo problemas muchas veces inverosímiles, como cambiar de casa al escritor sudafricano porque había murciélagos en los clósets, en fin, había que esperar el autobús y después de dos o tres viajes ya podía saludar a David, el conductor, que era un temprano veterano de la guerra de Vietnam, herido quién sabe en qué parte, pero con quien, a medida que terminaba el otoño, El Personal y Admirado Amigo iba involucrándose más y más, sentándose siempre a espaldas suyas para conversar, aunque no podía hablarse con el chofer cuando el autobús estaba en marcha, entonces conversando sólo mientras subían los demás, en los minutos de espera de cada una de las dos estaciones, o ya cerca de Navidad, en el pequeño restorán del Mayflower, mientras jugaban en las pin-ball machines en las que El Personal y Admirado Amigo había llegado a ser un verdadero maestro que conseguía juegos gratis para todos los comensales con inusitada frecuencia, o escuchaban Those were the days, my friend en la rockola de ese extraño tugurio, El Personal y Admirado Amigo inquiriendo siempre sobre Vietnam, por ejemplo, que era eso de entrar en un país asiático para matar asiáticos, en un paisaje tan diferente a las llanuras sembradas de su rinconcito del medio este, qué era eso de vivir en un país adonde nadie hablaba el idioma de uno ni se vestía como uno ni comía como uno, qué era eso de caminar entre los pantanosos arrozales, qué era eso de tener que quedarse inmóvil conteniendo la respiración entre las ramas complicadas de la jungla, qué era eso de caminar entre pastos tan altos como él mismo, qué era eso de vivir asustado, de dormir asustado, de sentirse prisionero de la angustia o de un sistema que no podía prometerle más que la muerte, qué era eso de matar seres humanos, soldados, sí, pero también mujeres y niños y ancianos civiles, y David, el bueno de David, un poco cacarizo, pero alto, fuerte, de enorme y poderoso cuello y mirada intensamente comprensiva, hablaba, luego de vencer una terrible resistencia, hablaba despacio, arrastrando las palabras, y trataba de describir diversos ataques, emboscadas, tiroteos en los que había estado implicado, de algunos amigos, hasta que las lágrimas le impedían seguir y las palabras le faltaban, las lágrimas que no se animaban a salir le cerraban la garganta, así era David, muy serio atrás del volante de su autobús que partía y llegaba a las estaciones siempre a horas precisas, y El Personal y Admirado Amigo subía a ese autobús, sonreía para David que le hacía un guiño de complicidad y camaradería, y se bajaba en la biblioteca o en Main Street para mirar las tiendas, para comprar The Paris Review y cuatro pares de calcetines, unas fundas para la almohada y cambiar una de las sábanas que le quedaba chica a su cama, o a sus camas, porque había cuatro camas en su departamento, y en la biblioteca había libros que no había visto nunca (y eso lo hacía extraña y perversamente feliz), por decir algo, la colección completa de los Anales de Buenos Aires, de El Hogar, de Sur, y también había copias de Gazapo, de La tumba, y hasta de Blas Ojeda, el primer libro de su amigo Ceballos Maldonado, tendría que escribirle, le iba a dar gusto saber eso, y en la tienda Penny’s había suéteres gruesos, pachones, geniales, por sólo 12 dólares, escribir entonces con morosidad al volver al departamento para estar solo, como quien cierra la puerta con doble llave y pone una tranca, escribir sobre su pequeño recorrido en beneficio de la nostalgia inmediata, y luego, por ejemplo, que extrañaba la comida y las calles resquebrajadas, irregulares y polvorientas de la ciudad de México, el parque Sullivan y las comidas con su amigo Otaola, la sagacidad y la malicia de Arquímedes Kastos y el relajo y la solidaridad del gran Polo Duarte, la oficina de Cinematografía, las preguntas incontestables de Pollo y Pillo, los papeles en perfecto orden sobre su escritorio en el departamento de Río Nazas 77-6, la señora Toña por ahí y, de repente, cuando ya creía haberla olvidado, como un fantasma, con cierta turbadora fuerza y claridad, como surgiendo de lo más lejano de su olvido, la risa barroca de Viviana ensayando pasos de danza frente a un espejo, la presencia desvaneciente de Viviana, sus vestidos y su desnudez, sus discos y sus increíbles maneras de bailar, de sentir el ritmo, de hablar, y sus senos y los chismes, sus olores, su firme­za, su lucha tan desesperada por la expresión artísti­ca, las tribulaciones de sus amigos de la escuela de danza, sus zapatillas tiradas al fondo de la cama, sus nalgas prominentes y casi sólidas, la perfección de sus muslos y su calor, esa temperatura tan extraordinaria que emanaba de ella, como si aquello que tan pacientemente creía haber extirpado de su vida siguiera existiendo, como si con todas esas operaciones, con toda esa distancia que él había logrado interponer entre los dos, no hubiera conseguido nada porque ella continuaba existiendo y él existía, los dos existían, continuaban existiendo por más que él tratara de ocultarlo bajo una serie de complicadas y cerebrales mentiras, soy un vidrio ultracoloreado en el Palacio Nacional de los Vidrios y la luz se dirige en cierto sentido al doble centro invertido de mi hospital insenescente y fugaz, por ejemplo, así hablaba Viviana, más o menos, y con ese recuerdo, al que iba unido el del timbre de su voz, ligeramente ronca, el olor de la refinería de Atzcapotzalco, cierto olor a podrido de algunas tardes en la ciudad de México, y los periódicos cotidianos, los muñequitos de los domingos, su colección de Tarzán y la del Príncipe Valiente, escribir entonces para consolarse, para estar acompañado, para establecer más y más lazos con el mundo, como quien iza el pañuelo blanco del naufragio para señalar que ahí está y debe ser rescatado, para corporeizar los recuerdos, escribir por ejemplo que se levantaba a veces sobresaltado y confuso al ver la hora, porque a veces dormía de más, y se bañaba apresuradamente y bajaba a tiempo para tomar el autobús de las 11:10, pero el autobús no pasó una mañana y entonces entró en el mercadito de la planta baja y gastó 2.40 en pan, queso, jamón, mostaza y un cuchillo, y subió al departamento a esperar desde allí el autobús de las 11:30 que tampoco llegó, hasta que se le ocurrió pensar que los fines de semana habría un orden distinto, era su primer fin de semana, y afortunadamente apareció Lindolf Bell, el melenudo poeta brasileño, y caminaron hasta el centro y El Personal y Admirado Amigo se compró un radio en 18 dólares que mantenía sonando casi siempre, y también compró otra cobija en 4, y tres manzanas, y lo mejor fue cuando detuvieron a una chica en la calle, una saludable adolescente de impresionante estatura y le preguntaron por el mercado, y ella los llevó a uno llamado “Yo También” y les dijo que odiaba a la gente, que odiaba especialmente los mercados y el consumo, que odiaba minuciosamente la comida y las reuniones familiares, odiaba los coches y a los que no tenían coche, y además talking is a load of shit, walking is a load of shit, decía, y al Personal y Admirado Amigo le gustaban sus labios, pero no había nada que no fuera un montón de mierda, the economy is a load of shit, knowledge is a load of shit, the planetary system is a load of shit, enjoyment is a load of shit, life is a load of shit, ambition is a load of shit y se enfurruñaba, pero bajo presión decía, ella era honesta, tenía 18 años, decía y no tenía vicios llenos de mierda decía, y se llamaba Cindy, aunque ese nombre no le gustaba, y sí, su padre y su madre estaban separados, ella vivía con unos primos lejanos y si los veía otra vez, ya pensaría si les iba a dar su número de teléfono, sólo que no se quiso ir sin preguntarles, además de su nacionalidad, su estado civil, su edad, sus nombres y su sueldo, I am fair, СКАЧАТЬ