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puede volver atrás en cualquier momento y encontrar en su cuaderno de bitácora veinte años o más, después, muchos años después, esas emociones, esa luz, esa temperatura, esos olores, esa confianza ya casi perdida, escribir para leerse uno mismo, para ser uno mismo, para tenerse a sí mismo, o para desconocerse, para extrañarse de ese sí mismo que nunca acababa de ser el mismo, porque a veces sentía la extraña necesidad de poseer, de reposeer si era preciso, eso que podría llamarse su historia biográfica, ¿pero qué era Historia?, ¿y sobre todo que podía llamarse Biografía?, por una parte quería reunir todos los incidentes, absolutamente todos los incidentes, o por lo menos la mayoría de los incidentes, y desde luego el drama interior, los desgarramientos o el rock and roll de las hormonas, la narración, la suya, la de sí mismo, porque necesitaba esa narración, una especie de narración interior continua para mantener de pie su identidad, su Yo, porque al convertirlo en letra mecanografiada, vale decir letra impresa, cobraba cierta realidad, otra clase de realidad, escribir entonces para existir, escribir por ejemplo que trató de avanzar con la reescritura de las primeras páginas de su novela, pero que había dejado el radio prendido y el radio lo distraía, pero no quería levantarse a apagarlo para no perder nada de tiempo, ni un segundo de tiempo, para no distraerse más de lo que ya estaba, pero que de pronto escuchó o creyó escuchar francamente sobresaltado que nuevas balaceras y más de 300 muertos ayer en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México, y se detuvo a medio párrafo, pero la noticia ya no seguía, seguía una canción que cada vez le gustaba más y que tocaban por lo menos una vez cada hora, Those were the days, my friend, y él se quedó quieto, atolondrado, atarantado, desconcertado por lo que había oído o creído oír, y luego anotó que no se había movido hasta que una hora después, de nuevo en las noticias, repitieron que no se conocía el número de muertos con exactitud, pero que el gobierno de México aseguraba que no eran más de 30, ¿no habían dicho que 300?, se preguntó e intentó imaginarse la Plaza de las Tres Culturas, de recrear la catástrofe, y se volcó sobre su libreta y trató de reconstruir la noticia con las mismas palabras con que la había escuchado en inglés, recordó algo que le había dicho Mailer el día que cenaron juntos, algo así como que los norteamericanos no podían comprender ningún acontecimiento histórico a menos que se los redujeran a números, ¿habrían dicho 300 muertos?, lo malo es que ya no habría más noticias, pues las transmisiones de las dos estaciones locales de radio terminaban a las 10 de la noche, entonces sólo el periódico de la mañana siguiente, gratuito, sólo había que tomarlo de una pila en la planta baja del edificio, y mientras tanto escribir para tratar de comprender, para paliar lo incomprensible, para ver qué se encontraba, qué se descubría, para desahogarse, para no pensar en otra cosa, como terapia (digamos), como exorcismo, escribir entonces para olvidar, escribir por ejemplo que tuvieron una gran comilona en la espléndida y bamboleante lancha de Paul Engle bajo el rayo del sol, Hua-Lin al timón, agua por todas partes y él que se había mareado como un grumete inexperto por el vaivén inclemente, y que la borrachera de Tahereh, la poetisa persa, fue demasiado agresiva y maliciosa y divertida, y el silencio complicado del cuentista yugoslavo se le hacía sospechoso, y la arrogancia de Almeida Faria, el novelista portugués, se arruinó por una tos espantosa culpa de una migaja desviada, y la gracia y el encanto de Lindolf Bell que lo desarmaban constantemente, y los meandros del río que le recordaban aquella película a base y abuso de close-ups de Bogart y la Hepburn, ah sí, La reina africana, y la mirada intensa de la poetisa persa y su nombre, Tahereh Saffarzadeh, que le evocaba pasajes de El cantar de los cantares, escribir entonces para poder vivir, escribir para poder soñar, escribir para poder dormir y no ser reconocido, para volver verosímil la realidad, para intentar ordenarla, para creer que se le entiende, o por el contrario, escribir para despistar, embrollando la propia pista, confundiéndolo todo, volviendo ilegibles todos los pasajes, escribir por ejemplo que acompañó a los Veiravé, a Alfredo, el poeta de Gualeguay y su esposa Pía, nutrióloga también de la ciudad de Resistencia, o mejor chaqueña, a otro supermercado, al Eagle, en la calle Church, y Pía había logrado establecer a las primeras de cambio que El Personal y Admirado Amigo comía demasiada azúcar y demasiados almidones, es decir, demasiadas pastas, a lo que él respondió con cierto cinismo que lo que no mataba, engordaba, ya se sabía, y siguieron hablando como si se conocieran desde hacía años, como si hubieran sido exiliados de un pasado común y necesitaran recuperarlo, o escribir por ejemplo que en la radio pasaron el sermón de la iglesia Holly Christians, y que él había comido ravioles en casa de los Veiravé, una animada reunión llena de risas y de fiestas, también había estado Lindolf Bell que calificó los ravioles de “comida típica argentina”, y Alfredo les leyó algunos de los poemas que integrarían un libro suyo titulado Puntos luminosos, y El Personal y Admirado Amigo le pidió quedarse con copia de uno, una especie de recetario que lo había deslumbrado, Lo que se precisa para comenzar un poema, que Alfredo no dudó en endosarle,
Todo el silencio de los otros puesto bajo el alma de los
Shamanes
un sentimiento náufrago
que inunde los mares subterráneos
la claridad de los helechos fosforescentes
devorados
la cápsula en órbita de la mente
Para comenzar un poema se precisa
una expiación cualquiera
el mapa de una ingratitud pasajera
transfiguraciones reliquias orgullos
Espejismos
el alma de una momia un ónix ceniciento
dientes crueles
las rayas del pudor
el tigre del delirio / el espacio absoluto
Para terminar
destruir el poema y unir los elementos
necesarios incapaces de
morir con violencia
a lo que siguió una discusión sobre el espacio en los poemas que cayó de picada sobre Mallarmé y saltó a la poesía concretista brasileña, tem entrado gradualmente na nossa poesia a importancia da palabra em si: a palabra como valor plástico e encantatórico, como absoluto sônico declamaba Lindolf, como exploração mítica cada vez mais desligada da ganga discursiva, y de allí a Nanni Ballestrini que en Milán, hacia 1961, había realizado una desquiciante experiencia seleccionando fragmentos de textos antiguos y modernos, y alimentando con ellos una computadora, reorganizándolos y combinándolos en más de 3 000 posibilidades, increíble ¿no?, y de allí a otro libro no brasileño sino portugués, tenían que preguntarle a Faria, un libro titulado Electrònico-lírica, de Herberto Helder, Lindolf luciferino entusiasmadísimo, describiendo después una futura exposición que preparaba, titulada Naufragios, con poemas dentro de botellas transparentes con tapón de corcho, una fascinante velada que valdría la pena recordar, Lindolf subrayando que o princípio combinatório é, na verdade, a base lingüística da criação poética, o escribir por ejemplo que más tarde casi a medianoche, o pasada la medianoche, le prestó algunas de sus entrevistas sobre Gazapo y las primeras 80 páginas de su nueva novela a Carlos Cortínez, el estudiante chileno, y bajó por coca-colas y se encontró en la planta baja a las niñas de siempre, maravilloso gineceo todo sonrisas y contoneos mientras ensayaban como todas las noches, a cuarteto Those were the days, my friend, we thought they’d never end, we’d sing and dance forever and a day, y que la noche siguiente regresó Carlos y le devolvió las cuartillas y los recortes, que no le habían gustado, lo sentía mucho, que quizás si leyera un poco más, si lograra comprender el porqué de semejante rebuscamiento, en Chile jamás lo publicarían, y sobre todo de qué se trataba el libro precisamente, pero no, no participaba, y siguieron hablando de todo un poco, de Borges principalmente, ésa sí era
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