Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 12

Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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СКАЧАТЬ lado.

      —¿Qué clase de ne­go­c­ios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayu­dar­la en cual­q­u­ier ne­go­c­io que de­se­a­ra… a cambio de la in­for­ma­ción que ne­ce­si­ta­ba.

      Ella lo miró fi­ja­men­te y per­ma­ne­ció en si­len­c­io.

      Pro­ba­ble­men­te tenía as­pi­ra­c­io­nes como mo­dis­ta o som­bre­re­ra, ambos ne­go­c­ios le com­pra­rí­an una casa, pero nin­gu­no de ellos le daría una for­tu­na. ¿No sería mejor que bus­ca­se un futuro como esposa y madre? Pa­re­cía la mujer ade­c­ua­da para ser la señora de una casa.

      Eso, y que nin­gu­no de sus cuatro puntos tenía sen­ti­do en el con­tex­to del burdel de Shel­ton Street. Señaló el papel que sos­te­nía en el puño.

      —¿Qué es­pe­ra­ba de Nelson, una in­ver­sión?

      —De cierto tipo. —Hattie se rio de la pre­gun­ta.

      —¿De qué tipo? —Whit en­tre­ce­rró los ojos, in­te­rro­ga­ti­vo.

      —Hay un quinto punto —dijo.

      Un reloj sonó en el pa­si­llo, alto y grave, y Whit sacó sus re­lo­jes sin pensar, com­pro­ban­do la hora en ambos antes de de­vol­ver­los a su lugar.

      —¿Y cuál es?

      —¿Tiene hora? —Su mirada siguió sus mo­vi­m­ien­tos.

      —Las once. —No ignoró la burla en la pre­gun­ta.

      —¿En los dos re­lo­jes?

      —¿El quinto punto?

      Sus me­ji­llas se ti­ñe­ron de rojo al es­cu­char la pre­gun­ta, y la cu­r­io­si­dad que sintió Whit por aq­ue­lla ex­tra­ña mujer se volvió casi in­so­por­ta­ble.

      —Cuerpo —dijo ella en­ton­ces, en un tono claro como el tañido del pa­si­llo.

      Cuando Whit tenía die­ci­s­ie­te años, salió del cua­dri­lá­te­ro tam­ba­leán­do­se, tras un com­ba­te que duró de­ma­s­ia­do con un opo­nen­te de­ma­s­ia­do grande; el rugido de la mul­ti­tud se le clavó en los oídos por la can­ti­dad de golpes que so­por­tó. Ate­rri­zó en el ca­lle­jón tra­se­ro de un al­ma­cén, donde llenó de aire frío sus pul­mo­nes mien­tras se ima­gi­na­ba en cual­q­u­ier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.

      La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofre­ció a lim­p­iar­le la sangre de la cara. Sus pa­la­bras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sen­ti­do en su vida.

      Hasta el mo­men­to en que es­cu­chó a Hattie decir la pa­la­bra «cuerpo».

      Se hizo el si­len­c­io entre ellos. Ella rio, ner­v­io­sa.

      —Su­pon­go que es más bien el primer punto, con­si­de­ran­do que es esen­c­ial para el resto.

      «Cuerpo».

      —Ex­plí­q­ue­se —gruñó Whit.

      Pa­re­cía estar con­si­de­ran­do la po­si­bi­li­dad de no dar ex­pli­ca­c­io­nes, como si él le fuera a per­mi­tir salir de la ha­bi­ta­ción sin ha­cer­lo.

      —Hay dos ra­zo­nes —dijo fi­nal­men­te, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Al­gu­nas mu­je­res se pasan toda la vida bus­can­do un ma­tri­mo­n­io.

      —¿Y usted no?

      Negó con la cabeza.

      —Tal vez en algún mo­men­to lo con­si­de­ré… —Se alejó, y Whit con­tu­vo la res­pi­ra­ción es­pe­ran­do ver qué venía a con­ti­n­ua­ción. La vio en­co­ger­se de hom­bros—. Mañana cumplo vein­ti­n­ue­ve años. En este mo­men­to, soy una dote y nada más.

      Whit no la creyó ni por un mo­men­to.

      —No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me con­v­ier­tan en mer­can­cía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.

      —Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —dijo.

      Ella sonrió sa­tis­fe­cha, for­man­do aquel mal­di­to ho­y­ue­lo que cen­te­lle­a­ba, y él no pudo re­sis­tir­se a re­pa­rar en esos labios, cuya sen­sa­ción re­cor­da­ba vi­va­men­te desde el prin­ci­p­io de la noche. Los vio mo­ver­se de nuevo.

      —Solo hay una manera de ase­gu­rar que se me per­mi­ta elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me desha­go de la única cosa de mí que es pre­c­ia­da. Me re­cla­mo a mí misma. Y gano.

      —Y vino aquí para… —Se alejó sa­b­ien­do la res­p­ues­ta, pero quería que ella lo dijera.

      Quería es­cu­char­lo.

      Ese rubor otra vez.

      —Perder la vir­gi­ni­dad —dijo fi­nal­men­te.

      Las pa­la­bras re­so­na­ron en sus oídos.

      —Bueno, yo sola no puedo perder mi propia vir­gi­ni­dad, ob­v­ia­men­te. Es más bien una me­tá­fo­ra. Nelson iba a ha­cer­lo por mí —añadió ella bro­me­an­do.

      Dejó que el si­len­c­io rei­na­ra un se­gun­do mien­tras él ponía en orden sus pen­sa­m­ien­tos.

      —Se libera de su vir­gi­ni­dad y se vuelve libre para vivir su vida.

      —¡Exac­ta­men­te! —dijo como si es­tu­v­ie­ra en­can­ta­da de que al­g­u­ien lo en­ten­d­ie­ra.

      —¿Y cuál es la se­gun­da razón? —gruñó Whit.

      Se ru­bo­ri­zó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como ver­gon­zo­sa?

      —Su­pon­go… —se in­te­rrum­pió para acla­rar­se la gar­gan­ta—. Su­pon­go que es lo que quiero.

      «¡Dios!».

      Podría haber dicho mil cosas y todas las hu­b­ie­ra es­pe­ra­do. Cosas que lo ha­brí­an man­te­ni­do ca­lla­do, im­pa­si­ble. Y en vez de eso, había dicho algo tan con­de­na­da­men­te sin­ce­ro que no tuvo otra opción que de­se­ar­la.

      Lo detuvo antes de que em­pe­za­ra, re­pri­mió su deseo me­t­ien­do la mano en el bol­si­llo y sa­can­do un sa­q­ui­to de papel; del que sacó un ca­ra­me­lo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel ex­plo­ta­ron en su lengua.

      Lo que fuera para dis­tra­er­se de sus pa­la­bras.

      «La СКАЧАТЬ