Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 15

Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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СКАЧАТЬ el sonido de su ex­ci­ta­ción, de su deseo.

      Había ido más allá de lo que había ima­gi­na­do. Aquel hombre había ido más allá de lo que ella había ima­gi­na­do. Al pen­sar­lo, lo atrajo de nuevo, sus dedos as­ie­ron su pelo, tiró de él hasta que vol­v­ie­ron a be­sar­se. Esta vez, sin em­bar­go, fue ella la que lamió sus labios. Fue él quien se abrió a ella. Ella la que saqueó. Él el que se so­me­tió.

      Y fue glo­r­io­so.

      Las manos mas­cu­li­nas lle­ga­ron a sus pechos, sus pul­ga­res bus­ca­ron sus eri­za­dos pe­zo­nes, que aca­ri­ció y pe­lliz­có hasta que ella jadeó y se re­tor­ció contra él, per­di­da en él.

      Y ni si­q­u­ie­ra sabía su nombre.

      La idea la pa­ra­li­zó.

      «Ni si­q­u­ie­ra sé su nombre».

      —Espera. —Se apartó de él, la­men­tan­do la de­ci­sión al se­gun­do, cuando la soltó sin du­dar­lo; su con­tac­to de­sa­pa­re­ció como si nunca hu­b­ie­ra exis­ti­do. Él dio un paso atrás.

      Se cerró el cor­pi­ño sobre los pechos, que pro­tes­ta­ron, y cruzó los brazos, su hambre re­gre­só con un gran pin­cha­zo de dolor en todos aq­ue­llos lu­ga­res en que se habían tocado. Sus labios co­men­za­ron a hor­mi­g­ue­ar, su beso pa­re­cía un fan­tas­ma. Se lamió los labios y la mirada ámbar de él se posó en su boca. Tam­bién pa­re­cía ham­br­ien­to mien­tras la es­cu­cha­ba.

      —No sé tu nombre.

      —Bestia. —Por una vez, no dudó.

      —¿Perdón? —Había es­cu­cha­do mal.

      —Me llaman Bestia.

      —Eso es… —Sa­cu­dió la cabeza. Buscó la pa­la­bra—. Ri­dí­cu­lo.

      —¿Por qué?

      —Porque… tú eres el hombre más guapo que he visto jamás. —Hizo una pausa—. Eres el hombre más per­fec­to que cual­q­u­ie­ra haya visto jamás. Em­pí­ri­ca­men­te ha­blan­do.

      —No es normal que una dama diga cosas así. —Arqueó las cejas, alzó una mano y se la pasó por el ca­be­llo hasta llegar a la nuca. ¿Era po­si­ble que es­tu­v­ie­ra sin­t­ien­do ver­güen­za?

      —Pero es que es obvio. Como el calor o la lluvia. Pero su­pon­go que la gente señala lo evi­den­te cada vez que te llaman con ese ab­sur­do apodo. Me ima­gi­no que se supone que es iró­ni­co.

      —No lo es —dijo, ba­jan­do la mano.

      —No lo en­t­ien­do. —Par­pa­deó.

      —Lo harás.

      —¿Lo haré? —La pro­me­sa la re­co­rrió cau­sán­do­le in­q­u­ie­tud.

      —Los que me roban, los que ame­na­zan lo que es mío, ellos co­no­cen la verdad. —Se acercó de nuevo y le cubrió la me­ji­lla con la palma de la mano, ha­c­ien­do que ella qui­s­ie­ra en­tre­gar­se al calor de él.

      Su co­ra­zón co­men­zó a ace­le­rar­se. Se re­fe­ría a Augie. Este no era un hombre que cas­ti­ga­ra a medias. Cuando fuera a por su her­ma­no, no ten­dría ningún reparo. Su her­ma­no era un ver­da­de­ro im­bé­cil, pero ella no quería que su­fr­ie­ra. O algo peor. No, lo que fuera que Augie hu­b­ie­ra hecho, lo que fuera que hu­b­ie­ra robado, ella se lo de­vol­ve­ría. Y en­ton­ces se dio cuenta de que el beso que aca­ba­ban de com­par­tir, la oferta que él le había hecho, no había sido porque la de­se­a­ra.

      Había sido porque de­se­a­ba ven­gar­se.

      «No ha sido por mí». Por su­p­ues­to que no.

      Des­pués de todo, aquel hombre, con su pasión con­tro­la­da y su ob­ser­va­ción si­len­c­io­sa, no era el tipo de hombre que de­se­a­ra a Hen­r­iet­ta Sedley, sol­te­ro­na re­gor­de­ta con man­chas de tinta en las mu­ñe­cas.

      No, a menos que ella pu­d­ie­ra en­tre­gar­le algo. Podía ser que aquel hombre no qui­s­ie­ra una dote, sin em­bar­go, algo de­se­a­ba.

      Ignoró la pun­za­da de tris­te­za que la in­va­dió al en­ten­der­lo, fingió no notar el es­co­zor en los ojos ni el in­di­c­io de una emo­ción no de­se­a­da en su gar­gan­ta. Cruzó con más fuerza los brazos sobre el pecho y pasó por de­lan­te de él hasta donde se había dejado el chal.

      Una vez en­v­uel­ta en la rica tela de color tur­q­ue­sa, se volvió hacia él, que miró al lugar donde el chal cubría el ves­ti­do des­ga­rra­do que ella misma le había exi­gi­do rasgar.

      Hattie res­pi­ró hondo. Si podía decir una cosa, tam­bién podía decir otra.

      —Me parece, señor, que usted pre­fe­ri­ría hablar de ne­go­c­ios. —El arqueó una de sus os­cu­ras cejas con cu­r­io­si­dad—. No negaré que sé quién ha tenido algo que ver con la «si­t­ua­ción» de esta noche. Los dos somos de­ma­s­ia­do in­te­li­gen­tes para jugar al gato y al ratón.

      Él asin­tió con un gru­ñi­do.

      —Iré a buscar lo que ha per­di­do. Se lo de­vol­ve­ré. Por un precio —le ofre­ció.

      —Tu vir­gi­ni­dad. —La ob­ser­vó du­ran­te un largo ins­tan­te.

      —Usted quiere un cas­ti­go; yo quiero un futuro. Hace dos horas, estaba pre­pa­ra­do para una es­pe­c­ie de tran­sac­ción, así que ¿por qué no ahora? —Hattie hizo un gesto de asen­ti­m­ien­to que él no res­pon­dió, así que le­van­tó la bar­bi­lla ne­gán­do­se a dejar que viera su de­cep­ción—. No hay ne­ce­si­dad de fingir que de­se­a­ba ha­cer­lo por la bondad de su co­ra­zón. No soy una in­ge­n­ua. Tengo ojos y un espejo.

      Sin em­bar­go, lo había sido por un mo­men­to. Casi la había en­ga­ña­do para que hi­c­ie­ra ese papel.

      —Y usted no es un ca­ba­lle­ro de bri­llan­te ar­ma­du­ra, an­s­io­so de cor­te­jar­me. —Si­len­c­io. Mal­di­to si­len­c­io—. ¿Verdad?

      —No lo soy. —Whit se apoyó en el poste de la cama y cruzó los brazos.

      El hombre podría al menos haber fin­gi­do. Pues no. No quería fingir. Pre­fe­ría la sin­ce­ri­dad.

      —¿Y en­ton­ces? —La ob­ser­vó du­ran­te un largo rato; aq­ue­llos ojos in­fer­na­les que lo veían todo se ne­ga­ban a qui­tar­le la vista de encima —. ¿Quién eres?

      —Hattie —dijo en­co­g­ien­do le­ve­men­te los hom­bros.

      —¿Tienes un ape­lli­do?

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