Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 14

Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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СКАЧАТЬ Sus me­ji­llas llenas, sus cejas de­ma­s­ia­do anchas y su nariz de­ma­s­ia­do grande. Su boca, que otro hombre com­pa­ró una vez, como si le es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un favor, con la de un ca­ba­llo. Si aquel hombre veía todo eso, podría cam­b­iar de opi­nión.

      —¿Po­de­mos em­pe­zar ya? —dijo Hattie con cierto des­ca­ro, ani­ma­da por aq­ue­llas ideas.

      Un pro­fun­do gru­ñi­do de asen­ti­m­ien­to anun­ció su beso, un sonido tan glo­r­io­so como el choque de sus bocas cuando él posó sus labios sobre los de ella y le dio justo lo que ella quería. Más que eso. No de­be­ría ha­ber­le sor­pren­di­do la sen­sa­ción de te­ner­lo contra ella, lo había besado con va­len­tía en el ca­rr­ua­je antes de echar­lo, pero ese había sido su beso.

      Este era de los dos.

      Él tiró de ella in­cli­nán­do­la de tal manera que que­da­ron per­fec­ta­men­te em­pa­re­ja­dos, hasta que su her­mo­sa boca estuvo ali­ne­a­da con la de ella. Y en­ton­ces le en­ce­rró la cara entre las manos, le aca­ri­ció la me­ji­lla con el pulgar mien­tras asal­ta­ba su boca con pe­q­ue­ños besos, uno tras otro, una y otra vez, mien­tras ella creía en­lo­q­ue­cer. Él le cap­tu­ró el labio in­fe­r­ior y se lo lamió; su lengua ca­l­ien­te y áspera, con sabor como a limón azu­ca­ra­do le pro­vo­có…

      «Hambre». Eso fue lo que sintió. Como si nunca hu­b­ie­ra comido antes y ahora se pre­sen­ta­se frente a ella un ban­q­ue­te sa­bro­so, solo para ella.

      Aq­ue­llos la­me­ta­zos la vol­v­ie­ron sal­va­je. No sabía cómo so­por­tar­los. Cómo ma­ne­jar­los. Todo lo que sabía era que no quería que se de­tu­v­ie­ran.

      Lo agarró por el abrigo para acer­car­lo, se apretó contra él, anhe­lan­do sentir el con­tac­to de aq­ue­llas manos en cada cen­tí­me­tro de su piel. Quería me­ter­se dentro de él. Lanzó un pe­q­ue­ño sus­pi­ro de frus­tra­ción que él en­ten­dió; sus brazos la ro­de­a­ron como si fueran de acero, y la le­van­tó, la forzó a en­tre­gar­se al tiempo que las manos de ella se des­li­za­ban sobre sus enor­mes hom­bros y al­re­de­dor de su cuello. Sobre los mús­cu­los tensos y muy ca­l­ien­tes.

      Ella jadeó al sentir el calor de su cuerpo, y él se separó. ¿Se había de­te­ni­do? ¿Por qué se había de­te­ni­do?

      —¡No! —Por Dios, ¿había dicho eso en voz alta?—. Es que… —Sus me­ji­llas se en­cen­d­ie­ron al ins­tan­te—. Eso es… —Él arqueó una ceja a modo de pre­gun­ta si­len­c­io­sa—. Pre­fe­ri­ría…

      —Sé lo que pre­fe­ri­rí­as. Y te lo daré. Pero antes… —dijo aq­ue­lla bestia si­len­c­io­sa.

      Re­cu­pe­ró el al­ien­to. Antes, ¿qué?

      Whit le agarró la mano que tenía sobre su hombro; Hattie mostró su miedo a que se de­tu­v­ie­ra antes de que tu­v­ie­ran la opor­tu­ni­dad de em­pe­zar, mien­tras él la apar­ta­ba sin llegar sol­tar­la.

      ¿Qué estaba ha­c­ien­do? Él le giró la muñeca y posó los dedos en la línea de bo­to­nes del guante que le cubría el brazo.

      —Es usted muy hábil con los bo­to­nes. —Lo miró. Él lanzó un gru­ñi­do con­cen­tra­do en su tarea—. Ni si­q­u­ie­ra tiene gancho para bo­to­nes —dijo ella con tor­pe­za y deseó poder re­ti­rar las pa­la­bras antes de que hu­b­ie­ran salido de su tonta boca.

      Le quitó el guante que dejó a la vista la muñeca cu­b­ier­ta de man­chas de tinta, re­c­uer­do de su tarde en las ofi­ci­nas exa­mi­nan­do los libros de con­ta­bi­li­dad. Ella re­tor­ció la mano para ocul­tar aq­ue­llas feas marcas, pero él se lo im­pi­dió. En vez de eso, las es­tu­dió du­ran­te un mo­men­to, las aca­ri­ció con temor con su pulgar, como si que­ma­ran como una llama, antes de volver a poner la mano en su hombro. Sus dedos, ahora des­nu­dos, al­can­za­ron el lugar donde su cuello se en­con­tra­ba con la cálida piel de su nuca. De­ses­pe­ra­do por sentir sus dedos, soltó un gru­ñi­do de placer cuando la piel de ella rozó la de él. Se olvidó de la tinta.

      —Antes, esto —dijo Whit.

      Al­g­u­ien más debió re­pli­car, porque con se­gu­ri­dad no fue ella quien hundió los dedos en su pelo negro y rizado, ti­ran­do de él.

      —¿Y ahora me darás lo que quiero? —exigió ella a la vez.

      Pero fue ella quien lo re­ci­bió, su beso la re­cla­mó mien­tras des­li­za­ba una mano para apre­tar­la contra él, le le­van­tó un muslo hasta su cadera, apre­tán­do­le la es­pal­da contra el grueso poste de ébano.

      Su lengua la aca­ri­ció, la in­va­dió, y ella la re­ci­bió con an­s­ie­dad, acom­pa­san­do sus mo­vi­m­ien­tos con los de él, apren­d­ien­do. Ab­sor­bién­do­lo todo. Debió de ha­cer­lo bien, porque él gruñó de nuevo —un sonido que le pa­re­ció un puro tr­iun­fo—, y se apretó contra ella, rudo y per­fec­to, en­ca­jan­do sus muslos, ha­c­ien­do que se fijara en un ex­tra­ño dolor justo allí, un dolor que, estaba segura, él podía curar. Ojalá él…

      Le arrasó la boca con una mal­di­ción, una pa­la­bra que la atra­ve­só y la hizo sentir pro­vo­ca­do­ra, ma­ra­vi­llo­sa e in­men­sa­men­te po­de­ro­sa. Una pa­la­bra que no le hizo querer dejar de hacer lo que estaba ha­c­ien­do. Y no lo hizo, así que empujó sus ca­de­ras contra las de él de nuevo y au­men­tó la pre­sión, de­se­an­do que sus faldas de­sa­pa­re­c­ie­ran.

      —¿Aquí? —su­su­rró Whit des­pués de su­bir­le la bar­bi­lla con el pulgar para le­van­tar­le el rostro y posar sus labios sobre la suave piel del cuello. Luego la besó desde la parte in­fe­r­ior de la man­dí­bu­la hasta la oreja. «Sí»—. Mmm. ¿Aquí? —Con­ti­nuó ba­jan­do por el cuello. Un viaje glo­r­io­so. Un de­li­c­io­so la­me­ta­zo. «Sí»—. ¿Más?

      «Más». Se es­tre­chó contra él. ¿Había sol­ta­do un que­ji­do?

      —Po­bre­ci­ta… —gruñó él. La apretó un poco más y elevó sus pies del suelo. «¿Cómo era tan fuerte?». No im­por­ta­ba. Le rozó el borde de su ves­ti­do, la tela estaba de­ma­s­ia­do tensa. De­ma­s­ia­do ti­ran­te. De­ma­s­ia­do apre­ta­da—. Esto parece in­có­mo­do. —Pasó la lengua sobre la curva ca­l­ien­te y llena de sus pechos, po­nién­do­los, si cabe, aún más ca­l­ien­tes; si cabe, aún más llenos. Ella jadeó.

      —Hazlo. —Aq­ue­lla per­so­na, que no era Hattie, habló de nuevo. Él no dudó en obe­de­cer­la: la colocó sobre el alto borde de la cama y acercó sus po­de­ro­sos dedos al borde del cor­pi­ño. Ella abrió los ojos, miró hacia abajo y vio las fuer­tes manos de él sobre la bri­llan­te seda.

      Re­gre­só la cor­du­ra. Se­gu­ra­men­te no era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte para…

      El ves­ti­do se rasgó como si fuese papel al con­tac­to con sus manos, el aire frío la atrapó, y en­ton­ces…

      Fuego.

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