Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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СКАЧАТЬ a su amiga, se acercó al edi­fi­c­io con los ojos cla­va­dos en la pe­q­ue­ña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el mo­men­to en el que llamó, por donde apa­re­c­ie­ron un par de ojos os­cu­ros que la eva­l­ua­ron al ins­tan­te.

      —¿Con­tra­se­ña?

      —Regina.

      La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.

      Le llevó un mo­men­to ajus­tar sus ojos al oscuro in­te­r­ior del edi­fi­c­io, un cambio bas­tan­te brusco, pues el ex­te­r­ior estaba bien ilu­mi­na­do, algo que ins­tin­ti­va­men­te le hizo to­car­se la más­ca­ra.

      —Si se la quita, no podrá que­dar­se —le ad­vir­tió la mujer que le había ab­ier­to la puerta. Era alta, es­bel­ta y her­mo­sa, con el pelo oscuro, los ojos más os­cu­ros to­da­vía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.

      —Soy… —Bajó la mano de la más­ca­ra.

      —Sa­be­mos quién es usted, milady. No hay ne­ce­si­dad de nom­bres. Su ano­ni­ma­to es una pr­io­ri­dad para no­so­tros. —La mujer sonrió.

      Hattie pensó que era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien le decía que ella era una pr­io­ri­dad. Y le gustó bas­tan­te.

      —Oh… —res­pon­dió sin saber qué añadir—. Qué amable…

      La mujer se dio la vuelta, atra­ve­só una gruesa cor­ti­na y entró en la sala prin­ci­pal, donde estaba la re­cep­ción. Las tres mu­je­res que Hattie había visto fuera de­ja­ron de char­lar para es­tu­d­iar­la. Hattie co­men­zó a mo­ver­se hacia un sofá cer­ca­no que estaba vacío, pero su es­col­ta la detuvo para gu­iar­la a través de otra puerta.

      —Por aquí, milady.

      —Pero han lle­ga­do antes que yo —dijo mien­tras la seguía.

      —No tienen cita. —Una pe­q­ue­ña son­ri­sa asomó en los car­no­sos labios de aq­ue­lla be­lle­za. La idea de que al­g­u­ien pu­d­ie­ra apa­re­cer en un lugar como este sin previo aviso le pa­re­ció una locura. Des­pués de todo, eso sig­ni­fi­ca­ría que fre­c­uen­ta­ban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía re­gu­lar­men­te? Sig­ni­fi­ca­ría que las veces an­te­r­io­res lo había dis­fru­ta­do.

      La emo­ción la re­co­rrió cuando en­tra­ron en la ha­bi­ta­ción de al lado, más grande y ova­la­da, de­co­ra­da con ricas sedas de color rojo in­ten­so y bro­ca­dos do­ra­dos, exu­be­ran­tes ter­c­io­pe­los azules y ban­de­jas de plata car­ga­das de cho­co­la­tes y petits fours.

      A Hattie le gruñó el es­tó­ma­go; no había comido antes porque estaba de­ma­s­ia­do ner­v­io­sa.

      —¿Le gus­ta­ría tomar un re­fri­ge­r­io? —le pre­gun­tó su her­mo­sa es­col­ta vol­vién­do­se hacia ella.

      —No. Me gus­ta­ría ter­mi­nar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…

      —Lo en­t­ien­do. Sígame. —La mujer sonrió.

      Y la siguió a través de los la­be­rín­ti­cos pa­si­llos del edi­fi­c­io que, desde fuera, pa­re­cía en­ga­ño­sa­men­te pe­q­ue­ño dado lo amplio que era el in­te­r­ior. Su­b­ie­ron una gran es­ca­le­ra, y Hattie no pudo re­sis­tir­se a pasar los dedos por los re­ves­ti­m­ien­tos de las pa­re­des de seda color zafiro pro­fun­do con re­l­ie­ves de vides bor­da­dos en hilo de plata. Todo el lugar des­ti­la­ba lujo, aunque no de­be­ría ha­ber­se sor­pren­di­do por ello, ya que, des­pués de todo, había pagado una for­tu­na por dis­fru­tar del pri­vi­le­g­io de una cita.

      En aquel mo­men­to había pen­sa­do que estaba pa­gan­do por el se­cre­to, no por la ex­tra­va­gan­c­ia. Sin em­bar­go, estaba claro que ambos es­ta­ban in­cl­ui­dos en el precio.

      —¿Eres Dahlia? —dijo mien­tras miraba a su acom­pa­ñan­te llegar al final de la es­ca­le­ra y bajar por un pa­si­llo bien ilu­mi­na­do donde todas las puer­tas es­ta­ban ce­rra­das.

      El 72 de Shel­ton Street era pro­p­ie­dad de una mis­te­r­io­sa mujer, co­no­ci­da por las damas de la aris­to­cra­c­ia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había man­te­ni­do co­rres­pon­den­c­ia du­ran­te varias noches. La que le había hecho un montón de pre­gun­tas sobre sus deseos y pre­fe­ren­c­ias, pre­gun­tas que Hattie apenas había podido res­pon­der por el ardor de sus me­ji­llas. Des­pués de todo, las mu­je­res como ella rara vez tenían la opor­tu­ni­dad de ex­plo­rar el deseo o tener pre­fe­ren­c­ias.

      «Ahora tengo pre­fe­ren­c­ias».

      El pen­sa­m­ien­to llegó con una imagen; la del hombre del ca­rr­ua­je, guapo, in­cons­c­ien­te y, luego, ya des­p­ier­to, in­ne­ga­ble­men­te bello. Aq­ue­llos ojos color ámbar que la habían eva­l­ua­do y es­tu­d­ia­do pa­re­cía que veían dentro de ella. No pudo evitar re­cor­dar la on­du­la­ción de sus mús­cu­los mien­tras lu­cha­ba contra las ata­du­ras. Y su beso…

      «Lo besé yo».

      ¿En qué había estado pen­san­do?

      Sen­ci­lla­men­te no había estado pen­san­do.

      Y aun así…, estaba agra­de­ci­da por el re­c­uer­do, por el eco de su aguda inha­la­ción cuando ella pre­s­io­nó los labios contra los suyos, por ese suave gru­ñi­do que había se­g­ui­do, ese sonido que ella ate­so­ra­ba, porque era la señal de apro­ba­ción que él se había dado a sí mismo. Como si se hu­b­ie­se so­me­ti­do a su deseo. Como si se hu­b­ie­se con­ver­ti­do en su pre­fe­ren­c­ia.

      Se le ca­len­ta­ron de nuevo las me­ji­llas. Se aclaró la gar­gan­ta y miró a su acom­pa­ñan­te, cuyos labios car­no­sos se cur­va­ban en una son­ri­sa se­cre­ta.

      —Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la re­si­den­c­ia esta noche, pero no se pre­o­cu­pe. Hemos pre­pa­ra­do todo para usted a pesar de su au­sen­c­ia —con­ti­nuó la be­lle­za—. Cre­e­mos que en­con­tra­rá todo a su gusto.

      Zeva abrió una puerta in­vi­tán­do­la a entrar.

      El co­ra­zón empezó a la­tir­le con fuerza mien­tras miraba la ha­bi­ta­ción. Se le formó un nudo en la gar­gan­ta e in­ten­tó re­pri­mir que los ner­v­ios la do­mi­na­ran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea des­ca­be­lla­da, se había con­ver­ti­do en algo con­cre­to.

      Aq­ue­lla no era una ha­bi­ta­ción cual­q­u­ie­ra. Era un dor­mi­to­r­io.

      Un dor­mi­to­r­io be­lla­men­te de­co­ra­do, con sedas y satén y un cu­bre­ca­ma de ter­c­io­pe­lo de color azul vi­bran­te que bri­lla­ba contra СКАЧАТЬ