Название: La muralla rusa
Автор: Hèlène Carrere D'Encausse
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153532
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Quedaba la cuestión de las operaciones militares que Francia esperaba evitar se reiniciaran en 1761. Pero Viena y Petersburgo insistían para acabar con Federico II, y Francia se sumó a su voluntad. Esta última campaña de la guerra de los Siete Años estuvo marcada por el comportamiento inesperado de todos los adversarios. Contrariamente a su costumbre, Federico II se mostró irresoluto, pero la actitud poco ofensiva de sus enemigos no era menos extraña. Burtulin y Laudon, los jefes de los ejércitos rusos y austriacos, lejos de aprovechar la actitud vacilante de Federico II, discutían la estrategia en lugar de ir a Berlín, lo que dejaba a los prusianos la posibilidad de buscar refugio en Breslau. Una vez más, la muerte de la emperatriz puso fin a todas las vacilaciones.
Esta muerte, esperada desde tan largo tiempo, modificó totalmente la situación. La emperatriz había siempre temido las decisiones que tomaría su heredero. Lo había visto claro. A su muerte, el problema no era militar, tampoco era ya el de las posiciones respectivas de cada ejército, era político y consistía en la personalidad de quien subía al trono de los Romanov.
La emperatriz había designado a su sobrino, Pedro de Holstein, como sucesor. Ella se había esforzado en prepararle para el papel que debería asumir, pero había entrevisto muy pronto que su elección era deplorable y no asumiría la continuación de su política. Pedro de Holstein era un admirador apasionado de Federico II. Además, no se veía como ruso, no amaba el país, ni su cultura, ni la religión que había tenido que abrazar. Esperaba estar en el trono para transformar Rusia y adaptarla a su pasión alemana. La emperatriz era consciente del divorcio existente entre la personalidad del futuro soberano y el país que debería gobernar. Conocía también sus debilidades, el gran duque estaba dotado de una inteligencia mediocre y era inmaduro. Lo contrario de su esposa. Isabel había también constatado que esta pareja era precaria. Pedro conocía la vida desordenada de Catalina, y se acomodaba, pero soñaba con deshacerse de esta fuerte personalidad. La tradición rusa de encerrar en un convento a las esposas molestas estaba presente en su espíritu. Isabel sabía pues que el porvenir era imprevisible. Ciertamente, al nacer Pablo, el hijo de la pareja, ella había deseado por un tiempo apartar a su favor a este deplorable Pedro y confiar la dirección del país a una regencia. Pero, en definitiva, renunció a eso. Y la inquietud la consumió hasta su último día.
Isabel se había comprometido en una guerra larga, impulsada por el odio que le tenía a Federico II, pero también por la consciencia del peligro que representaba, para el equilibrio de Europa y la seguridad de Rusia, la potencia creciente de Prusia. A este sentimiento antiprusiano y contra Federico que no la dejó nunca, se añadía en su visión política una atracción profunda por Francia. Le gustaba su lengua, la civilización, admiraba su estatuto internacional. Francia era la gran potencia de Europa, la que servía de modelo y dictaba las reglas. Ella tenía la convicción de que el interés nacional ruso coincidía con el de Francia. Se refería también a su padre que había querido fundamentar la amistad de los dos países, en un proyecto matrimonial; él fracasó porque, para Francia, la Rusia de aquel tiempo apenas contaba.
Isabel había querido resucitar el proyecto del gran emperador de acercar a los dos países y se había encontrado, como él, con la poca consideración que Francia concedía a Rusia. A pesar del aumento de su potencia, el Imperio Romanov contaba siempre menos a los ojos del rey de Francia que los aliados tradicionales, Polonia, Suecia, Turquía. Rusia no inquietaba a Francia, pero seguía siendo para ella un país extranjero al orden europeo, aunque las dos grandes guerras que, desde 1740, habían sacudido ese orden, la guerra de sucesión de Austria y la guerra de los Siete Años, hubiesen permitido a Rusia instalarse en el paisaje europeo. Este nuevo lugar de Rusia en Europa, debido a la obstinación de Isabel, no fue nunca plenamente comprendido ni aceptado por Versalles. Mantener a Rusia al margen de Europa será durante todo este periodo una constante de las concepciones y decisiones políticas de Francia, y una de las manchas atribuidas a esa extraña instancia que fue el Secreto del Rey.
[1] Al dirigirse a su gobierno, utilizaba el calendario gregoriano.
[2] Se trata de una red secreta de espías al servicio de Luis XV.
4.
Pedro III: la fascinación prusiana
EL 5 DE ENERO DE 1762, Pedro de Holstein, de treinta y cuatro años, heredero escogido por la emperatriz Isabel, se presentó al ejército como el nuevo emperador. Fue aclamado sin gran entusiasmo, pero con todo reconocido como el zar Pedro III. Al fin y al cabo, era el nieto de Pedro el Grande. Un Romanov se instalaba en el trono, la sucesión masculina quedaba restablecida, todo parecía haber vuelto al orden. Ciertamente, el nuevo emperador no era popular: sus juegos infantiles con su batallón de soldaditos de Holstein y sus gustos de cuartel sorprendían. Sin embargo, el reinado comenzó bajo felices auspicios, pues, por el manifiesto de febrero, Pedro III liberó a la nobleza de la obligación de servir al Estado que Pedro el Grande le había impuesto. A esta decisión, que le ganó la gratitud de la nobleza, se añadió la abolición de la Cancillería secreta, que el embajador inglés comparaba con la Inquisición española por el temor que inspiraba, y las medidas de clemencia para los viejos creyentes hasta entonces perseguidos, y que pudieron volver a Rusia o pedir tierras para vivir dignamente en Siberia. Los exiliados del reinado anterior —Münnich, Biren, Lestocq y algunos otros— pudieron también volver de los lugares de exilio donde habían sido confinados. ¿Eran estos los comienzos del reinado de un soberano moderado?
Sin embargo, a estas sabias medidas se opusieron al mismo tiempo decisiones que levantaron la indignación de la sociedad. Una hostilidad declarada a la Iglesia nacional, a la que Pedro III manifestó de entrada su desprecio mediante gestos insultantes. La obligación de hacer al ejército formar según el modelo prusiano —con uniformes y ejercicios copiados de las tropas de Federico II. La Corte debió también plegarse a la moda alemana, a la etiqueta alemana; todo lo ruso quedó de pronto proscrito. Algunas semanas bastaron para hacer impopular al nuevo emperador.
Pero lo más grave estaba en el abandono del interés nacional ruso en beneficio del de Prusia. Desde la batalla de Kunersdorf, Federico II sabía que estaba perdido, aunque Buturlin tenía poca prisa en sacar ventaja de la derrota prusiana. La llegada al trono de Pedro III reanimó la esperanza del rey de Prusia. Le dirigió enseguida sus felicitaciones por intermedio del embajador de Inglaterra. Vorontsov había declarado: «La paz es deseable, pero para llegar a ella hay que actuar en concierto con los aliados». Pedro III, indiferente ante estas palabras, decidió negociar la paz sin tardanza con el enviado de Federico II, el barón von Goltz. Y antes incluso de entablar las negociaciones, sin consultar a sus aliados, el emperador ruso había multiplicado los gestos amistosos con Federico II, sobre todo liberando a más de seiscientos oficiales y soldados prusianos, que envió a sus hogares. Luego dirigió a la emperatriz de Austria un mensaje conminatorio, «aconsejándole firmemente» concluir un armisticio con el rey de Prusia y entablar conversaciones de paz.
Federico СКАЧАТЬ