Название: La muralla rusa
Автор: Hèlène Carrere D'Encausse
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153532
isbn:
El tratado ruso-prusiano del 5 de marzo de 1762 consagraba una alianza ofensiva y defensiva. Las dos partes se comprometían a socorrerse mutuamente. Federico II garantizó a su nuevo amigo el apoyo de sus Estados de Holstein, a su tío el ducado de Curlandia y prometió apoyarle en los asuntos de Polonia. Era un cambio completo de alianzas.
Para Francia, el golpe fue terrible. En Versalles, se sabía desde el mes de febrero que el emperador quería salir de la guerra. Cuando Pedro III informó oficialmente a sus aliados, Luis XV reaccionó recordándole que también él le había querido desde hacía tiempo, pero añadió que no aceptaba las negociaciones secretas, que la paz debía negociarse entre todos los aliados sobre la base de un acuerdo general. Al firmar el tratado de paz, Pedro III había expresado ciertamente su voluntad de contribuir a un arreglo general en Europa, pero al mismo tiempo denunciaba todas las obligaciones contraídas por Rusia con sus aliados. Se proponía también como mediador entre Prusia y Suecia.
Aunque Francia desaprobaba el modo de actuar del nuevo emperador, la emperatriz de Austria lo deploró más aún, pues ella era la mayor víctima. La emperatriz Isabel había apoyado siempre sus reivindicaciones sobre Silesia y Glatz, el tratado ruso-prusiano aniquilaba esa esperanza.
Inglaterra estaba también descontenta por la reconciliación ruso-prusiana. Prusia era cercana para Inglaterra y Federico II omitió informarla de su voluntad de hacer la paz con su enemigo común. Solo Suecia, satisfecha, se apresuró a seguir el ejemplo dado por Pedro III. Los ejércitos suecos apenas habían brillado en los campos de batalla, la economía del país sufría por un conflicto interminable y el descontento popular se expresaba ruidosamente. El rey Adolfo Federico decidió seguir el ejemplo de su sobrino en su gestión de la paz con gran alegría de la reina que era la hermana de Federico II. La paz confirmaba el estatuto territorial de antes de la guerra de los dos Estados, mientras que Francia perdía en esta paz a un aliado al que siempre había apoyado. Polonia podía con todo derecho deplorar esta paz, pues Pedro III le había sido siempre hostil, y quería, nadie lo ignoraba, instalar a su tío, el príncipe Jorge de Holstein, en el trono de Curlandia. Este proyecto estaba escrito en un artículo secreto del tratado ruso-prusiano.
Pedro III había hecho la paz con Prusia, pero la guerra no había terminado, incluso para las tropas rusas. Había que vencer todavía a Austria y, apenas seca la tinta del tratado, las tropas rusas y prusianas se enfrentaron al ejército austriaco en Sajonia. Pedro III declaró que tomaría la cabeza del ejército para conquistar Schleswig. Para el pueblo ruso que había creído, cuando subió al trono, que recuperaba la paz, las posturas guerreras del soberano eran incomprensibles e inaceptables.
Poco faltaba para que el emperador —acogido más bien con indiferencia en el cansancio general de una guerra interminable, pero que, por su reconciliación con Federico II, había suscitado por un momento la esperanza— se hiciera impopular. En la medida en que su prusofilia le condujo a decisiones que chocaban a sus compatriotas. Abrió de par en par las puertas del país y del poder a muchos alemanes. Las medidas de amnistía del comienzo del reinado favorecían a los alemanes exiliados más que a los rusos. Bestujev seguía proscrito, mientras que Münnich volvió triunfalmente a la capital. Al descontento se añadió la crisis que se abrió entre el emperador y la Iglesia de Rusia, que agravó el contencioso entre el emperador y sus súbditos dolidos por su voluntad de borrar la especificidad rusa germanizando el país y sus instituciones. Su rusofobia le impulsó a querer reformar la Iglesia ortodoxa —Iglesia nacional, autocéfala— inspirándose en el espíritu y los ritos de la Reforma —la religión primera de Pedro III—. La Iglesia entera se sublevó contra este proyecto, estaba apoyada por sus fieles y nadie podía saber al comienzo del reinado qué dimensión alcanzaría este conflicto.
Es también en el mundo exterior y en primer lugar en Francia donde va a tropezar muy pronto Pedro III, no ya en el terreno de la guerra que acaba, sino en su voluntad reformadora. Tan pronto se instaló en el trono, Pedro III hizo saber a los representantes de los países extranjeros en Rusia que deberían someterse a un procedimiento que se parecía mucho a una nueva acreditación. Sus cartas credenciales —presentadas hacía tiempo— no tendrían efecto hasta que les recibiera el príncipe Jorge de Holstein a quien el emperador acababa de promover al grado de mariscal de campo. El barón de Bretruil por Francia, el conde de Mercy-Argenteau por Austria y el marqués de Almodóvar, representante del rey de España, se rebelaron. ¿De qué iba este extraño protocolo? Ellos no aceptaban eso más que si el príncipe de Holstein tomaba la iniciativa, anunciándoles su llegada y pidiéndoles ser recibido. Breteuil informó a su ministro que le apoyó. Pedro III, por su parte, hizo aumentar la tensión, amenazando a los representantes con exigir su retirada si se obstinaban. Este extraño incidente protocolario tomó así proporciones inesperadas, sugiriendo que el conjunto de las relaciones diplomáticas podría quedar afectado. El asunto llegó hasta poner en causa el título imperial de Pedro III, título que Rusia desde Pedro el Grande se esforzaba en conseguir de Versalles y que Isabel había obtenido de Luis XV. En la crisis protocolaria de 1762, Versalles recordó una precisión insoportable para el monarca ruso, el título imperial se le había concedido a Isabel a título personal y no podía transmitirse a sus descendientes. El barón de Breteuil hizo al soberano ruso una sugerencia propia para apagar el incendio. Él haría al príncipe de Holstein la visita que había pedido y Francia mantendría el título imperial. Pero cuando el tratado de amistad ruso-prusiano se firmó, el debate protocolario perdió su razón de ser. El barón de Breteuil fue llamado a su país. Informó a su ministro de la situación en Rusia, de la impopularidad creciente del soberano, de la falta de entendimiento en la pareja imperial que dejaba presagiar el repudio de la emperatriz y su remplazo próximo por una favorita ya situada. Describía de manera detallada la personalidad de Catalina, ciertamente alemana, pero profundamente apegada a Rusia y considerada por eso por los rusos. Breteuil insistía también en la proximidad entre Catalina y el preceptor de su hijo, el conde Nikita Panin, diplomático prudente que se había formado en su oficio en Dinamarca y luego en Suecia. Le habían llamado para encargarle de la educación del joven príncipe Pablo, futuro Pablo I. A la hora de la sucesión tan debatida de Isabel, Panin había aconsejado una solución alternativa, la corona reservada a su alumno, mientras que en calidad de gobernador del joven soberano él tomaría parte, como consejero, en la regencia. El proyecto fue rechazado, pero Panin se había quedado cerca de Catalina y de su amiga y confidente la princesa Dáshkova, su sobrina y luego su amante. Este trío, inquieto por las excentricidades y excesos de Pedro III, captaba la atención de Breteuil que lo señaló a su ministro.
En Versalles, el descontento respecto a Rusia se unía a la inquietud. Crecía la convicción de que Pedro III era un peligro para Europa por su prusofilia, su imprevisibilidad y su inmadurez. Pero nadie sabía como remediarlo. Mientras representaba a Francia en Petersburgo, el marqués de l’Hôpital había ya escrito a su ministro Bernis: «A la muerte de la emperatriz, Rusia conocerá una revolución. No se puede dejar el trono al gran duque». ¿Pero a quién imaginar en su lugar? Una vez más se pensaba en Iván VI, el desgraciado recluso de Schlüsselburg. Desde que fuera encerrado, nadie había oído hablar de él, nadie sabía incluso si seguía vivo. La hipótesis de un salto de generación a favor del gran duque Pablo se había vuelto impracticable por la precipitación con que Pedro se había apoderado del trono. En cuanto a Catalina, esposa amenazada de repudio en beneficio de la que el barón de Breteuil describía «parecida a una sirvienta de albergue» aunque fuese la hija del canciller, de esta Catalina nadie en Versalles había aún tomado la medida. Se conocía sobre todo la lista de sus amantes y sus eternas necesidades de dinero. Breteuil precipitó el curso de los acontecimientos reportando a Versalles el grave incidente que tuvo lugar en una cena donde Pedro III había ordenado que СКАЧАТЬ