Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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El «sistema eclesiástico imperial»
Antes de explorar el impacto de la Reforma, es necesario pasar de la estructura de la Iglesia imperial al lugar que ocupa dentro de la política imperial del Medievo. La influencia del monarca sobre los nombramientos de los altos cargos eclesiásticos era una prerrogativa regia clave que ganó más importancia aún con los reyes otónidas, a partir de 919. A pesar del concubinato clerical generalizado, el alto clero seguía siendo célibe y se regía por normas que lo diferenciaban del laicado. Estas les impedían ceder sus rentas de forma directa a hijos o familiares, con lo que no participaron de la tendencia a la posesión hereditaria que fue una característica constante de las jurisdicciones seculares en el imperio. En consecuencia, los otónidas consideraban al alto clero un socio más fiable que los grandes señores seculares. La alianza con el clero imperial, cada vez más estrecha, cambió el episcopado, que pasó de ser aquellos monjes cultivados y cosmopolitas de la era carolingia a un grupo más aristocrático e involucrado en política y creó el denominado «sistema eclesiástico imperial» (Reichskirchensystem).38
Este término mantiene su utilidad siempre y cuando tengamos en cuenta que el uso político de la Iglesia imperial nunca siguió una estrategia coherente.39 Muchos aspectos dependían de circunstancias y personalidades. Los reyes debían respetar los intereses locales y no limitarse a cumplir los requerimientos formales de la ley canónica, pues ignorar los primeros solía ser causa de problemas. Dos terceras partes de los obispos del siglo XI habían nacido en su sede o habían servido en esta antes de su nombramiento. Los obispos «se casaban» con su iglesia; hacia el siglo XI, se identificaban con su puesto y buscaban elevar el prestigio de su sede mediante la construcción de catedrales, acumulación de reliquias y adquisiciones territoriales. Asimismo, alrededor de 1050, la antigua noción del obispo monacal fue reemplazada por un nuevo modelo, el de un enérgico pastor que busca de forma activa mejorar el bienestar de su grey.40
Un asunto clave de la influencia del rey era la capilla real itinerante. Establecida con los carolingios para procurar servicios religiosos a la corte, Otón I comenzó a emplearla a partir de 950 para poner a prueba la lealtad de sus vasallos seglares, a los que animaba a que enviasen a sus hijos para su educación. Aquellos que mostraban cualidades eran recompensados con la siguiente vacante en un obispado o abadía. La rotación de cargos era relativamente alta, por lo que abundaban las oportunidades: durante sus 22 años de reinado, Enrique II nombró no menos de 42 obispos.41 La práctica alcanzó su momento más álgido con Enrique III: la mitad de los obispos de su reinado salió de la capilla. La capacidad de esta se expandió con la fundación, en 1050, de una escuela de formación complementaria vinculada al monasterio de San Simón y San Judas Tadeo, con sede en el palacio real de Goslar, en la Baja Sajonia. Pero la vinculación a la realeza no hacía que los obispos fueran socios más fiables. El parentesco era tan o más importante que estos, pues, durante el siglo XI, las familias emparentadas con el rey proporcionaron una cuarta parte de los altos señores seglares y de los obispos. A largo plazo, la monarquía fue víctima de su propio éxito. El patronazgo regio de la Iglesia hizo que la nobleza sintiera mayor interés por los nombramientos eclesiásticos. Ahora, los nobles esperaban recibir nombramientos del monarca. Los últimos salios no podían –o es posible que no estuvieran dispuestos– a abrir la dignidad episcopal a la nueva clase de vasallos no libres surgida en el siglo XI, los llamados ministeriales, que podrían haber ejercido un contrapeso a la influencia aristocrática.42
La expansión económica y demográfica iniciada a partir de 950 es un segundo factor que explica el patronazgo regio, pues los reyes consideraban al alto clero un agente ideal para recolectar unos recursos cada vez más abundantes. Esto explicaría por qué los últimos otónidas y los salios aceleraron la transferencia de tierras del rey a la Iglesia imperial y confiaron nuevos poderes seculares al alto clero, tales como el derecho de acuñar moneda o conceder mercados y jurisdicción sobre crímenes y orden público. Estas medidas, lejos de representar una disolución de la autoridad central, implicaban el reemplazo del sistema de control directo, relativamente ineficiente, por una asociación más productiva con la Iglesia imperial. Enrique II comenzó a donar abadías imperiales a aquellos obispos cuyas sedes se superponían con el territorio de ducados sobre los cuales el control real era débil. El obispo Meinward de Paderborn, por ejemplo, recibió varias abadías, lo cual le reforzó en relación con el poderoso duque de Sajonia. Los obispos de Metz, Toul y Verdún también fueron promocionados para servir de contrapeso al duque de Alta Lorena. A principios del siglo X, algunos obispos italianos ya habían adquirido jurisdicciones condales, práctica que Enrique II extendió a Alemania. Hacia 1056, 54 condados germanos habían sido transferidos a la autoridad episcopal.43
Esto explicaría por qué los primeros salios no veían peligro alguno en la causa de la «libertad de la Iglesia» surgida de la reforma del siglo XI, dado que esta arrebataba activos de manos de señores seglares potencialmente conflictivos. Los obispos, por su parte, recibieron de buen grado sus nuevos poderes, pues les facilitó la movilización de mano de obra campesina y de los recursos necesarios para la construcción de catedrales. La invención de nuevas técnicas tales como la construcción con bastidores aumentó tanto la escala de los edificios como la ambición del clero. En 1009, cuatro días después de su llegada a Paderborn, Meinhard ordenó que la catedral a medio finalizar fuera derruida y reconstruida a una escala mucho mayor. Por su parte, su homólogo de Maguncia se embarcó en un espléndido programa de construcción que remarcase su condición de principal dignatario eclesiástico de Alemania. Los obispos también adoptaron los nuevos símbolos reales introducidos por Otón II y comenzaron a representarse en esculturas y pinturas sedentes en un trono.44 Llegado este punto, el esplendor episcopal y el real se reforzaban mutuamente y los reyes participaron de pleno en la fiebre de la construcción. Enrique III agrandó de forma espectacular la catedral de Espira y la convirtió en el mayor edificio religioso al norte de los Alpes a mediados del siglo XI, del que se reservó 189 metros cuadrados de nave para la sepultura real. La adición de dos torres de igual altura y un salón del trono sobre el pórtico oeste desde el cual el emperador podía asistir a misa simbolizaban la simetría del poder eclesiástico y del poder real; tales modificaciones se replicaron en muchas otras catedrales.45
Antes incluso de la querella de las investiduras iniciada hacia 1070, la relación no siempre era armoniosa. El caso más notorio fue la rivalidad entre el arzobispo Anno II de Colonia, el arzobispo Adalberto de Hamburgo-Bremen y el obispo Heinrich II de Augsburgo durante la regencia de Enrique IV (1056-1065), la cual recalca la importancia de las personalidades en la política imperial. Anno quería imponer su control exclusivo y persuadió al joven rey para que inspeccionase un barco amarrado frente al palacio real de Kaiserswerth, en una isla del Rin, el 31 de marzo de 1062. Tan pronto como el monarca estuvo a bordo, los conspiradores de Anno soltaron amarras. Enrique saltó por la borda para escapar, pero el conde Egberto de Brunswick lo rescató. El barco navegó hasta Colonia, se supone que para poner al rey a salvo.46
Los señores seculares no siempre cooperaban con los obispos imperiales, como revela la derrota de los СКАЧАТЬ